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jueves, 20 de junio de 2013

En el fondo del caño hay un negrito


1

La primera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue en la mañana del tercer o cuarto día des­pués de la mudanza, cuando llegó gateando hasta la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la quieta superficie del agua allá abajo.
Entonces el padre, que acababa de despertar sobre el mon­tón de sacos vacíos extendidos en el piso, junto a la mujer se­midesnuda que aún dormía, le gritó:
-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre 'e muchacho desinquieto!
Y Melodía, que no había aprendido a entender las pala­bras, pero sí a obedecer los gritos, gateó otra vez hacia aden­tro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un dedi­to porque tenía hambre.
El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la sacudió flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con ojos de susto. El hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del sue­ño con aquella expresión de susto que a él le provocaba un rego­cijo sin maldad. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la no­che que se acostaron  juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla despabilarse así todas las mañanas.
El hombre se sentó sobre los sacos vacíos.
-Bueno -se dirigió entonces a la mujer-. Cuela el café.
Ella tardó un poco en contestar:
-Ya no queda.
-¿Ah?
-No queda. Se acabó ayer.
Él empezó a decir: «¿Y por qué no compraste más?», pero se interrumpió cuando vio que en el rostro de su mujer co­menzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que a él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas como la que acababa de truncar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mu­jer fue la noche que regresó a la casa borracho y deseoso de ella, pero la borrachera no lo dejó hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella mueca.
-¿Conque se acabó ayer?
-Ajá.
La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre, todavía sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los agujeros de su camiseta.
Melodía, cansado ya de la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró y le preguntó a la mujer:
-¿Tampoco hay na pal nene?
-Sí. Conseguí unas hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo horita.
-¿Cuántos días va que no toma leche?
-¿Leche? -la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz-. No me acuerdo.
El hombre se levantó y se puso los pantalones. Después se allegó a la puerta y miró hacia afuera. Le dijo a la mujer:
-La marea ta alta. Hoy hay que dir en bote.
Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera. Au­tomóviles, guaguas y camiones pasaban en un desfile inter­minable. El hombre observó cómo desde casi todos los vehícu­los alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de aquel brazo de mar: el «caño» sobre cuyas már­genes pantanosas había ido creciendo hacía años el arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuan­do el automóvil, la guagua o el camión llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando, volviendo gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el camión toma­ba la curva allá adelante y se perdía de vista. El hombre se lle­vó una mano desafiante a la entrepierna y masculló:
-¡Pendejos!
Poco después se metió en el bote y remó hasta la orilla. De la popa del bote a la puerta de la casa había una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer nuevamente el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un puen­tecito de tablas, que se cubría con la marea alta.
Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor cuando el ruido de los automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha.

2

La segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue poco después del mediodía, cuando vol­vió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia abajo. Esta vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía había sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya. Entonces hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito también hizo así con su manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció que también desde allá abajo llegaba el soni­do de otra risa. La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de hojas de guanábana ya estaba listo.

Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en tierra firme, sobre el fango endurecido de las márgenes del caño, comen­taban:
-Hay que velo. Si me lo bieran contao, biera dicho que era embuste.
-La necesidá, doña. A mí misma, quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí. Yo que tenía hasta mi tierrita...
-Pues nosotros juimos de los primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más sequecita, ¿ve? Pero los que llegan aho­ra, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien dice. Pero, bueno... y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío?
-A mí me dijieron que por ai por Isla Verde tan orbanisan­do y han sacao un montón de negros arrimaos. A lo mejor son desos.
-¡Bendito!... ¿Y usté se ha fijao en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si yo tenía unas hojitas de algo pa hacer­le un guarapillo, y yo le di unas poquitas de guanábana que me quedaban.
-¡Ay, Virgen, bendito!...
Al atardecer, el hombre estaba cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las monedas en el fondo del bolsillo, ha­ciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era un vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido suerte. El blanco que pasó por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York. Y el compañero de trabajo que le prestó su carre­tón toda la tarde porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona para su mujer, que estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando. Mañana será otro día.
Entró en un colmado y compró café y arroz y habichuelas y unas latitas de leche evaporada. Pensó en Melodía y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para ahorrarse los cinco centavos del pasaje.


3

La tercera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue al atardecer, poco antes de que el padre re­gresara. Esta vez Melodía venía sonriendo antes de asomarse, y le asombró que el otro también se estuviera sonriendo allá abajo. Volvió a hacer así con la manita y el otro volvió a con­testar. Entonces Melodía sintió un súbito entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a buscarlo.

(José Luis González)