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domingo, 13 de octubre de 2013

Actes Sud

 


      
Las dos posadas                

Me sucedió esto al regresar de Nimes una tarde de Julio. Hacía un calor abrumador. Hasta perderse de vista, la carretera, blanca y ardiente  se extendía polvorienta entre plantíos de olivos y de encinas pequeñas, bajo un gran sol de plata mate que llenaba todo el cielo. No se veía ni una mancha de sombra ni soplaba el más leve vientecillo. No se oía más que la vibración del aire y el estridente chirrido de las cigarras, música loca, ensordecedora, de precipitado compás, que parece la sonoridad misma de esa inmensa vibración luminosa... Hacía dos horas que caminaba en pleno desierto  cuando de pronto y delante de mí surgió del polvo del camino un grupo de casitas blan­cas. Era lo que se llama la posta de San Vicente; cinco o seis granjas, grandes caserones de rojo tejado, un abrevadero sin agua bajo un bosquecillo de higueras entecas, y al extremo del villorrio dos posadas que se miraban cara a cara desde cada lado del camino.
La vecindad de aquellas dos posadas tenía algo de chocante. A un lado un edificio nuevo, lleno de vida, de animación, con todas las puertas abiertas de par en par, la diligencia parada delante, los caballos sudorosos y humeantes a los que estaban desenganchando, los viajeros que se habían apeado bebiendo apresurada­mente y aprovechando la escasa sombra que proyectaban las paredes, el patio lleno de carros y de mulas y de carreteros tendidos bajo los cobertizos esperando la fresca. En el interior gritos, imprecaciones, juramentos, puñetazos sobre las mesas, choques de vasos, estrépito de billar, taponazos de gaseosa, y dominándolo todo una voz alegre, atronadora, que cantaba a voz en cuello y haciendo retemblar los vidrios la canción de la «hermosa Margarita».
La posada de enfrente, por el contrario, estaba silenciosa y como abandonada. En su por­tal crecía la hierba y sobre su puerta colgaba destrozada, seca, una rama de pino semejante a un penacho viejo, mientras que los escalones de las puertas estaban llenos de polvo y de piedras del camino... Todo ello tan lamentable de aspecto y tan pobre, que realmente era una obra de caridad el detenerse allí para echar un trago.

* * *

Al entrar me encontré en una amplia sala desierta y triste que la luz de tres grandes ven­tanas, que carecían de cortinas; hacía parecer más triste y desierta. Algunas mesas cojas sobre las que se veían unos cuantos vasos empañados por el polvo, un billar maltrecho, un diván amarillento y un mostrador muy viejo,  dormían allí, en medio de un calor malsano y pesado. Y además muchas moscas ¡cuántas y cuántas! Jamás he visto tantas, las había en  el techo, pegadas en los cristales, a racimos... y cuando abrí la puerta se produjo un zumbido, un rumor de alas semejante al que sentiría al entrar en una colmena.
En el fondo de la sala, con la cara arrimada a los cristales de una ventana, veíase en pie a una mujer muy preocupada mirando lo que pasaba fuera. Llaméla dos veces:
-¡Posadera! ¡Posadera!
Volvióse lentamente y pude ver una pobre cara de aldeana, una cara arrugada, ojerosa, de color de tierra, encuadrada entre las largas barbas del encaje de una de esas cofias rojas que entre nosotros suelen llevar las ancianas.
Y, sin embargo, no era vieja, pero las lágrimas  la habían ajado y marchitado.
-¿Qué queréis? -me preguntó secándose  los ojos.
-Sentarme un momento y beber alguna cosa.
Miróme con mucho asombro, sin moverse de su sitio, como si no comprendiese lo que le  decía.
-¿No es esto una posada?
Suspiró la pobre mujer, y dijo:
-Sí, si queréis sí lo es, pero ¿por qué no vais enfrente como lo hacen todos los demás? Aquello es más alegre.
-Demasiado alegre para mí, prefiero que­darme en vuestra casa.
Y sin esperar su respuesta me instalé ante una mesa.
Cuando estuvo bien segura de que le hablaba en serio, echó a andar la posadera con mu­cho atareamiento de un lado para otro, abriendo cajones, moviendo botellas, secando vasos y molestando a las moscas... Se comprendía que el tener que servir a un pasajero era todo un acontecimiento. A veces deteníase aquella desgraciada y se llevaba las manos a la cabeza, como si se desesperase, al pensar que no podría hacer nada.
Marchóse después a la trastienda y la oí mover unas llaves grandes, atormentar las ce­rraduras y buscar algo en el arcón del pan, soplar, sacudir y lavar platos. De vez en cuan­do un sollozo mal ahogado... un suspiro...
Al cabo de un cuarto de hora de este manejo  me puso delante un plato con passerilles (pasas), un pan de Beaucaire, tan duro como una piedra, y una botella de clarete.
-Estáis servido -díjome tan extraña criatura, y se volvió enseguida para ocupar su sitio delante de la ventana.

* * *

Mientras yo bebía intenté hacerla hablar.
-No debe venir mucha gente por aquí, ¿no es verdad, buena mujer?
-No, señor, no viene nadie. Cuando estábamos solos en el país era muy distinto; teníamos el relevo de las diligencias y servíamos comidas de cazadores en la época de los patos salvajes, y venían carreteros todo el año, pero desde que los vecinos se establecieron ahí, lo hemos perdido todo. A todo el mundo le gusta más ir allí enfrente, porque parece que nuestra casa es muy triste... y la verdad es que no tiene nada de agradable. Yo no soy guapa, tengo calenturas y se me murieron mis hijas. Ahí enfrente  al contrario, no se hace más que reír a todas horas. El ama de la posada es una alsaciana  una hermosa mujer vestida de encajes y con una cadena de oro que le da tres vueltas al cuello. El mayoral de la diligencia, que es su amante, hace que aquélla pare allí... con esto y con una porción de chicuelas desvergonzadas por camareras... Así es como se tiene parroquia. A su casa va toda la juventud de Bezouces, Redesan y Jonquieres. Los carreteros hacen un rodeo para poder pasar por su casa... y yo paso aquí todo el día sin vender ni un céntimo y consumiéndome.
Decía esto con voz distraída, indiferente, y con la frente apoyada en los cristales. Era in­dudable que en la posada de enfrente había algo que le preocupaba mucho.
De pronto, al otro lado de la carretera se notó un gran movimiento. La diligencia arrancó entre el polvo: oyéronse los chasquidos del látigo, las fanfarrias que tocaba el postillón con su corneta, y a la mozas de servicio que acudían a la puerta y gritaban:
-¡Id con Dios! ¡Buen viaje!
Y dominándolo todo, el mismo vozarrón de antes, que repetía el estribillo de la canción dela «Hermosa Margarita.»
Al oírlo estremecióse con todo su cuerpo la posadera, y volviéndose hacia mí me dijo muy bajito:
-¿Le oís? Es mi marido. ¿Verdad que canta muy bien?
La contemplé con asombro.
-¡Cómo! ¿Vuestro marido? ¿Va también ahí enfrente?
Y con aire conmovido, pero con gran dulzura, me respondió:
-¡Qué queréis que yo le haga, señor! Los hombres son así; no les gusta ver llorar, y yo no hago más que lagrimear desde que se me murieron mis niñas... Además, esta gran barraca  en la que nunca hay un alma, también es muy triste... De manera que cuando mi pobre José se aburre mucho, se va a beber allí enfrente  y como tiene una voz tan bonita, la artesiana le dice que cante... ¡Silencio! Ahora vuelve a empezar.
Y temblorosa, con las manos extendidas hacia adelante, con lagrimones que le afeaban más aún, quedóse la desdichada como extasiada delante de la ventana, escuchando cómo su José cantaba para complacer a la artesiana:

Fuese a la fuente Margarita...
Alphonse Daudet