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miércoles, 20 de noviembre de 2013

Equinoxe (3) Paysage














   

El barbero del emperador

Todo iba mal para el emperador de China. En las fronteras, sus ejércitos vencidos retrocedían. Sus generales se sublevaban. Los infieles ministros tramaban peligrosas intrigas. Los cofres estaban vacíos. Los campos estaban mal llevados. Y los astrólogos de todas las provincias anunciaban una catástrofe sin precedentes.
Según la lógica del poder chino, el emperador tenía  que darse muerte, única forma de alterar la terrible  suerte. Pero ese emperador, a quien la idea de la muerte le era ajena, tenía un alma demasiado débil para luchar de tal forma contra el destino. Por eso una mañana, empujado por sus mujeres, por sus hijos, por sus consejeros más persuasivos, el emperador le dijo a su barbero, cuando estuvo a solas con él:
-Voy a darte una orden. Escúchame bien. Uno de estos días, al afeitarme, me rajarás la garganta con un solo tajo de tu gran navaja de afeitar. Sé de tu habilidad. Hazlo lo más rápidamente posible. Sólo te pongo una condición: no me avises. No me digas: «Hoy es el día.» Mátame dejándome hasta mi último suspiro en la ignorancia.
El barbero, un hombre de avanzada edad y silencioso, que cada mañana pasaba un momento con la única compañía del rey -se ocupaba también de su pelo y sus uñas-, inclinó la cabeza sin decir palabra, mostrando así que había comprendido la orden de su señor. Entonces empezó a acicalar al emperador, le peinó el cabello, las cejas. Pasó por sus mejillas y por su cuello una crema relajante, antes de empezar con la pequeña navaja debajo de la nariz, alrededor de la boca.  Cuando cogió la gran navaja para afilarla en un pedazo de cuero, el emperador colocó las dos manos en los reposabrazos del sillón. Cuando la navaja se acercó a su garganta, el emperador apretó con fuerza las manos, sintió que se le aceleraba la respiración. La navaja dio algunos hábiles vaivenes por su rostro. Luego una toalla caliente, húmeda y perfumada, suavizó su piel.
Un momento más tarde el barbero sacó la toalla, dio  una última pasada con el peine y se inclinó en silencio  ante el monarca. Eso era todo por aquella mañana.
El emperador retomó sus asuntos. Se enteró de que  una próspera provincia del oeste se había rebelado contra él y que seis de sus mujeres se habían escapado por la noche. Cuatro recaudadores de impuestos habían recibido los últimos suplicios en la costa. El hambre iba  a peor en las altiplanicies.
El emperador tuvo una dolorosa jornada y se saltó la cuarta comida.
Al día siguiente, tras una noche agitada por los sueños, el emperador se presentó ante su barbero y tomó asiento en el sillón dorado. Cuando la gran navaja, parecida a una larga hoz negra, bajó hacia su garganta cubierta de espuma, el emperador apretó los puños con fuerza, e incluso las rodillas. Dejó de respirar. Cerró los ojos. Notó que unas gotas de sudor le recorrían el espinazo.
Tras lo cual la toalla perfumada calmó su rostro y su corazón.
El emperador se vistió y fue a las salas del gobierno. Se anunció que unas hordas de saqueadores avanzaban hacia la vieja capital. El jan de Mongolia, hasta aquel momento amigo suyo, le enviaba un arco partido, signo de una despiadada declaración de guerra. Aquella noche unas manos desconocidas habían asesinado a varios criados de confianza. 
Al final de una jornada de constantes desgracias,  acosado por la jauría de los astrólogos y de los sacerdotes que animaban a sus esposas y a los hijos de éstas, el emperador, después de haber cenado muy poco, se acostó y durmió lo mejor que pudo.
Por la mañana, como de costumbre, el barbero se  inclinó ante su amo y empezó con su cotidiana tarea. Agua, crema, navaja pequeña y navaja grande. Aquella mañana la prueba de la navaja grande fue casi insoportable. El emperador sentía en el interior de su cuerpo  movimientos que desconocía, nacidos del miedo y de  lo imprevisible.
Sólo respiró al sentir la toalla perfumada. El barbero guardó sus utensilios, siempre en silencio, se inclinó  y se retiró.
El emperador se reunió con los ministros que, al parecer, seguían siéndole fieles. Desde el alba se habían anunciado en las nubes malos presagios, fortalezas titubeantes, oscuros pájaros atravesados por flechas, demonios fugitivos y reidores. Se anunciaban deserciones  en las filas de la misma guardia imperial. De lo alto de la torre más alta se podía ver a los exploradores de los ejércitos enemigos, que estaban a punto de rodear la ciudad. Las cosechas ardían. En algunas gargantas los ríos transportaban barro rojo que olía a azufre.
El emperador comió muy poco aquel día. Por la noche durmió de forma intermitente.
Cuando se hizo de día, hizo llamar al jefe de la guardia -un hombre que le debía su fortuna- y le dijo escuetamente:
-Que ejecuten a mi barbero. Y deprisa. 

 Jean-Claude Carrière