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domingo, 1 de diciembre de 2013

Salamanca - El placer de leer





Un lugar para llorar

Mi padre murió a principios de la década de los sesenta, cuando yo tenía catorce años y todavía vivíamos en un pueblo del sur de Indiana. Murió inesperadamente, de un infarto, mientras mi madre y yo habíamos ido de viaje a visitar a unos parientes. Cuando volvimos a casa, papá ya no estaba. No pudimos decirle «Te quiero», ni siquiera «Adiós». Simplemente se había ido para siempre. Mi hermana mayor comenzó ese año la universidad y nuestra casa pasó de ser el hogar de una familia con cuatro miembros, feliz y llena de vida, a una casa donde dos personas aturdidas vivían en medio de una silenciosa aflicción.
Yo sufría horriblemente el dolor y la soledad que suponía aquella pérdida, pero también estaba muy preocupado por mi madre. Temía que su pena aumentase si me veía llorar por mi padre. Me había convertido en el «hombre» de la casa y sentía que tenía la obligación de protegerla de un dolor mayor. Por eso ideé un plan que me permitiese desahogar mi pena sin causar por ello más dolor a mi madre. En nuestro pueblo la gente sacaba la basura de sus casas y la llevaba hasta unos grandes contenedores que estaban en los callejones de los patios traseros, donde se quemaba o era recogida una vez por semana por los basureros. Todas las noches, después de cenar, me ofrecía a sacar la basura, corría de un lado a otro de la casa con una bolsa en la mano recogiendo pedazos de papel y todo lo que encontrase y después iba al callejón y lo metía en el contenedor de la basura. A continuación me escondía entre las sombras de los oscuros arbustos y me quedaba allí llorando hasta cansarme. Una vez que me encontraba lo suficientemente recuperado como para que mi madre no notase que había estado llorando, regresaba a casa y me preparaba para ir a la cama.
Aquel subterfugio continuó durante semanas. Una noche, después de cenar, cuando llegó el momento de las tareas domésticas, cogí la basura y me dirigí a mi escondite habitual entre los arbustos. Pero no me quedé mucho rato. Cuando regresé a casa fui a preguntarle a mi madre si quería que la ayudase en alguna otra cosa. Después de buscarla por toda la casa, la encontré en el sótano, a oscuras, escondida detrás de la lavadora y de la secadora, llorando a solas. También ella ocultaba su dolor para protegerme.
No estoy seguro de cuál es el dolor más grande: el que se expresa abiertamente o el que se soporta en solitario para proteger a alguien a quien amamos. Sólo sé que aquella noche, en el sótano, los dos nos abrazamos y sacamos fuera todo el sufrimiento que llevábamos dentro y que nos había forzado a ambos a buscar un lugar para llorar, solitario y apartado del otro. Y ya nunca más volvimos a sentir la necesidad de llorar a solas.
(Tim Gibson en "Creía que mi padre era Dios" - Paul Auster)