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lunes, 13 de enero de 2014

Nascuts per llegir



Civilización y barbarie

Sarmiento, escritor y político argentino del siglo XIX, queriendo salvar a su país de un destino hispanoamericano que preveía fatal, decidió poblar esas pampas desoladas llenándolas de alemanes y austriacos industriosos, franceses cartesianos e ingleses de sangre azul, desterrando de paso todo resabio árabe o hispano, elementos étnicos que él vinculaba con la barbarie. El hecho de que consiguiera exactamente lo contrario de lo que se proponía no se debe a su falta de capacidad o previsión sino a un grupo de españoles aguerridos y a la indudable congruencia de la Historia, que para entonces -ahora mismo- no podía concebir una réplica de Europa allá en el desolado Cono Sur.
En sus tranquilas siestas provincianas veía, en sueños, puentes de Londres en cualquier río que bajase de la cordillera, teatros vieneses en cualquier guitarra, arcos de triunfo en todas las esquinas, y hasta unos indios trilingües vestidos a la inglesa que recitaban de corrido, gracias a la educación obligatoria, tanto la Ode to a Nightingale como Bateau Ivre o las estridencias germánicas de Walter von der Vogelweide.
Cuando lo eligieron presidente de la república, la idea de instalar una Europa en el Río de la Plata pasó de la potencia al acto. Entonces fletó un barco, que íntimamente veía como el May Flower sudamericano, viajó a esa Europa que en sueños lo visitaba desde niño, y llenó su arca de parejas de alemanes, suecos, holandeses y algún inglés de añadidura.
Felicísimo partió de regreso una madrugada clara, con esa preciosa carga que coincidía en todo con sus sueños. El capitán del barco, un marino argentino de origen prusiano, mientras piloteaba como el capitán pirata de Espronceda, disipaba ciertos temores del presidente diciéndole que pasarían muy lejos de las costas españolas, y también de las árabes, ya que las provisiones estaban perfectamente calculadas para un viaje largo y no sería necesario hacer escala en ningún puerto.
Pero, como sucede casi siempre en los relatos de navegación a vela, llegan los vientos caprichosos (verdaderos agentes del Destino), y la nao, perdida, navegando a palo seco y a ratos de bolina, arriba adonde puede, y esta vez es a Cádiz, en cuya bahía el capitán prusiano se ve obligado a pedir abrigo y pernoctar. Mientras lo hace (Sarmiento duerme), un grupo de andaluces famélicos, con mujeres e hijos, asociados para la aventura americana con unos italianos acaso más indigentes que ellos, y entre los que no faltan judíos, claro, miran codiciosos el barco del ilustre estadista.
Actuando como agentes de la Historia, que rechaza por principio la idea de una Europa sudamericana, esa noche, en un operativo comando, se dirigen hacia el barco aprovechando la falta de luna y el tranquilo ruido de las olas en la caleta. En el camino aparecen unos moros que les ofrecen cien dinares si les permiten sumarse a la aventura. Los demás aceptan.
Sarmiento entre sueños desde su camarote presidencial oye ruidos de cuerpos que caen al agua, y en estrictos términos borgeanos considera sueño la realidad de aquellos desdichados europeos nórdicos que adormecidos descienden a dormir al fondo de la bahía, mientras beduinos del desierto, andaluces de Jaén e italianos de la camorra ocupan sus puestos en el barco.
Cuando llega al puerto de Buenos Aires los polizones suben a cubierta y oteando hacia las pampas ven que indias e indios de toda índole los esperan ansiosos para iniciar diversas cruzas y aventuras étnicas / eróticas. Y abandonando alegremente el barco se echan en sus brazos.
El consternado capitán despierta al presidente y le muestra lo sucedido. Sarmiento contempla el desastre y soporta valientemente los gestos burlescos que desde las pampas le hacen los indios que se han apropiado de alemanes y judíos; luego, cuando ve que los indios más bárbaros toman posesión de las nórdicas más “buenas” -con el alegre consentimiento de ellas-, no puede más, se desespera, se le caen los pelos y queda calvo para siempre, y para expresar su descontento lo único que se le ocurre es fruncir el ceño y sacar el labio inferior hacia afuera, en un gesto que se le congela como las imágenes cinematográficas, con el que aparece en los cuadernos infantiles y en el frío del bronce de todas sus estatuas.
(Daniel Moyano)