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sábado, 25 de enero de 2014

Zsech four you

      
(Continuación)
II

Había pasado algo.
Era un jueves antes del domingo Jubilate -tercero después de Pascua-, cuando llegó el señor Schlegl y ocupó su sitio de costumbre. Se sentó, llenó su pipa, la encendió, echando humo como una chimenea. Entró el hostelero y se dirigió directamente a él. Dio unos golpecitos en la tapa de la cajita de rapé, ofreciéndola. Cuando volvió a cerrar la cajita observó, mirando al mismo tiempo la puerta:
-¿De modo que hoy no veremos al señor Rysanek?
El señor Schlegl no contestó nada, con la indiferencia de una mirada de estatua en el vacío.
-Allí, el señor médico mayor lo ha dicho -siguió contando el hostelero, de espaldas a la puerta y mirando al señor Schlegl-. Se levantó por la mañana como de costumbre; de repente sintió un escalofrío en todo el cuerpo, tan fuerte, que tuvo que volver a acostarse en seguida, y con toda urgencia se avisó al doctor. ¡Una pulmonía! El médico mayor le ha visto hoy tres veces. Es un hombre viejo ya. Sin embargo, está en buenas manos; no hay que perder la esperanza.
El señor Schlegl tosía ligeramente, con los labios cerrados. En su mirada no había el más leve cambio ni la más ligera vacilación. El hostelero se fue a la mesa inmediata.
Yo estaba pendiente de la cara del señor Schlegl. Durante largo rato quedó inmóvil por completo; luego sólo entreabrió los labios para dejar salir el humo, y alguna que otra vez cambió la boquilla de la pipa de un ángulo de la boca al otro. Después se le acercó uno de sus amigos. Conversaron, y algunas veces el señor Schlegl se rió a carcajadas. Me repugnaba su risa.
En realidad, el señor Schlegl se comportaba decididamente de una manera distinta a la de costumbre. Otras veces parecía clavado en su sitio como un centinela en su puesto de guardia; ahora estaba desasosegado, inquieto. Hasta emprendió una partida de billar con el señor Kohler, el tendero. Tuvo suerte en cada partida hasta que llegó el dublé, y confieso que casi me alegré de que no acertara ni una vez en la tacada final, en la que el señor Kohler le alcanzaba siempre.
Después volvió a sentarse y bebió. Cuando se le acercaba alguien hablaba en voz más alta y pronunciaba frases más largas que de costumbre. No se me escapó el menor movimiento suyo; vi claramente que experimentaba una alegría interior y que no tenía ni el sentimiento más elemental de condolencia hacia su enemigo enfermo. Total: que volvió a hacérseme sumamente antipático.
Algunas veces su mirada se dirigía de manera furtiva hacia el aparador, cerca del cual estaba sentado el médico mayor. Es seguro que hubiera querido recomendar a éste que no se preocupase demasiado por el enfermo. Un hombre malo, decididamente malo.
Hacia las ocho se fue el médico mayor. Se paró ante la tercera mesita.
-Buenas noches -dijo-; tengo que ver todavía al señor Rysanek. Hay que tener mucho cuidado.
-Buenas noches -contestó el señor Schlegl, fríamente.
Aquella tarde bebió Schlegl cuatro tercios y se quedó hasta las ocho y media.
Pasaron los días, pasaron las semanas. Después de un abril frío y desapacible vino un mayo con una temperatura muy agradable y tuvimos una primavera maravillosa. Cuando mayo se porta bien, la Malá Strana es un paraíso. El Petrin es una flor blanca, como si por todas partes brotara la nata sabrosa, y la Malá Strana está envuelta en el aroma de las blancas lilas.
El señor Rysanek se vio al fin fuera de peligro. La primavera había tenido para el enfermo el efecto de un bálsamo. Con frecuencia me lo encontraba tomando el sol en el parque. Andaba despacio, apoyándose en un bastón. Antes no tenía nada de gordo, pero ahora era incomparablemente más seco todavía. Su mandíbula inferior ya no volvió a cerrarse. No falta más que sujetarle esa mandíbula con un pañuelo, cerrarle los ojos y ponerle en el ataúd. Pero de repente volvió a cobrar fuerzas.
No iba a la fonda de Stajnic. Allí reinaba, en la tercera mesita, hasta entonces, el señor Schlegl solo. Y allí se sentaba y se movía como le daba la gana.
Llegaron los últimos días de junio y, precisamente el día de San Pedro y San Pablo, volví a ver a los dos viejos sentados ante la misma mesa. Otra vez estaba allí el señor Schlegl como clavado al banco y los dos de espaldas a la ventana.
Los vecinos y amigos acudieron a dar al señor Rysanek la enhorabuena, felicitándole de todo corazón, y el viejo, agradablemente emocionado, cabeceaba, se reía y hablaba lo menos posible. Aún estaba débil. El señor Schlegl miraba a la mesa de billar y fumaba.
Cuando le dejaron solo un momento, el señor Rysanek dirigió su mirada hacia el aparador, donde estaba sentado su médico: ¡un alma agradecida!
Precisamente en el instante en que el señor Rysanek tornó a mirar hacia el mismo sitio, el señor Schlegl volvía su cabeza hacia su vecino para observarle. Su mirada pasaba despacio, desde el suelo, por todo el cuerpo del señor Rysanek, recorriendo las rodillas puntiagudas, deteniéndose ante la mano, que reposaba en la esquina de la mesita como un esqueleto cubierto de piel, y subiendo, en fin, hasta llegar a la mandíbula desquiciada y a la cara pálida. Pero todo fue cuestión de un segundo, y en seguida volvió a apartar los ojos de su rival y a tener la cabeza derecha.
-¡Hombre! ¡Vaya una alegría! ¡Otra vez bueno! -exclamó el hostelero, llegando en aquel momento de la cocina o de la cueva. Tan pronto había entrado y visto al señor Rysanek, se dirigió a él apresuradamente-. ¡Otra vez bueno y entre nosotros! ¡Alabado sea Dios!
-¡Gracias a Dios, gracias a Dios! -contestó el señor Rysanek, sonriéndose-. Esta vez logré escapar. ¡Ya me siento como es debido!
-¿Pero el señor Rysanek no fuma? ¿Todavía no le gusta la pipa?
-Hoy me parece que tengo ganas por primera vez. ¡Fumaré!
-Bueno, bueno. ¡Eso está bien! -cerró su tabaquera, le dio unos golpecitos, volvió a abrirla, ofreciéndola al señor Schlegl, con unas cuantas palabras, y se fue.
El señor Rysanek sacó la pipa y buscó en el bolsillo de su americana el bolso con el tabaco. Sacudió ligeramente la cabeza y volvió a buscar, y como a la tercera vez no encontraba el bolso, llamó a un camarero y le dijo:
-Acércate a mi casa. ¿Tú sabes dónde vivo? Aquí en la esquina. Di que te den mi bolsa de tabaco, que tiene que estar sobre la mesa.
El camarero salió apresuradamente.
En este momento se movió el señor Schlegl. Alargó su mano derecha despacio hacia su bolso abierto y le acercó hasta ponerlo casi delante del señor Rysanek.
-Si usted gusta, tengo una mezcla de Tres Reyes con cuarterón -dijo en su tono seco; y después tosió ligeramente.
El señor Rysanek no contestó nada; ni miró siquiera. Su cabeza se hallaba vuelta del otro lado, tan indiferente como durante los once años anteriores.
Algunas veces movió la mano, como animado por un impulso interior, pero su boca permanecía cerrada.
La mano derecha del señor Schlegl quedó pegada a la bolsa, sus ojos se clavaron en el suelo, y tan pronto se envolvía en humo como tosía cual si tuviera algo en la garganta.
En este momento volvió el camarero.
-¡Muchas gracias, ya tengo mi bolsa, mire! -exclamó entonces el señor Rysanek, dirigiéndose, aunque sin mirarle, al señor Schlegl-. Yo también gasto la misma mezcla de Tres Reyes con cuarterón -añadió después de un rato, como si hubiera comprendido que tenía algo más que decir.
Llenó su pipa, la encendió y fumó.
-¿Le gusta? -gruñó, después de un rato, el señor Schlegl, con voz cien veces más áspera que la de costumbre.
-Gracias a Dios, me gusta.
-Y tanto que gracias a Dios -repitió el señor Schlegl. Los músculos de su rostro se contrajeron como si una luz, al fin, resplandeciera en el cielo oscuro.
Y en seguida añadió:
-Ya teníamos miedo aquí de que le fuera a pasar algo. Sólo entonces el señor Rysanek volvió la cabeza hacia su interlocutor. Las miradas de los dos hombres se encontraron.
Y desde aquel instante se hablaron el señor Rysanek y el señor Schlegl en la tercera mesita de la fonda de Stajnic.
(Jan Neruda)