Blogs que sigo

lunes, 19 de mayo de 2014

Bestiari de Reus




La célebre rana saltadora del Condado de Calaveras

Por complacer a un amigo que me escribía desde el Este pidiéndome que así lo hiciera, fui a visitar a Simón Wheeler, hombre amable y charlatán, y le pedí noticias de un amigo de mi amigo llamado Leónidas W. Smiley, que tal era el favor que aquél me solicitaba. He aquí el resultado. Tengo la vaga sospecha de que el tal Leónidas W. Smiley es un mito; de que mi amigo jamás conoció a tal personaje, y que lo único que le movió a solicitarme aquel favor fue la conjetura de que si yo preguntaba por él al viejo Wheeler, éste, recordando a cierto infame Jim Smiley, emprendería el mortal relato de cierta reminiscencia exasperante que del tal tenía, tan larga y aburrida como desprovista de interés para mí. Si ésta fue su intención, lo logró plenamente.
Encontré a Simón Wheeler descabezando un confortable sueñecito al lado de la estufa del bar de la vieja taberna, en el trasnochado campo minero de Ángel, y pude apreciar que era gordo y calvo, con una expresión de agradable benevolencia y simplicidad pintada en su tranquila fisonomía. Se levantó y me deseó los buenos días. Yo le dije que un amigo mío me había comisionado para que hiciera ciertas pesquisas acerca de un compañero de su niñez, a quien quería mucho, llamado Leónidas W. Smiley, el Reverendo Leónidas W. Smiley, joven eclesiástico que, según le habían dicho, había residido durante una temporada en el campamento de Ángel, y añadí que si podía decirme algo acerca de este Rev. Leónidas W. Smiley, le quedaría sumamente agradecido.
Simón Wheeler me arrinconó en una de las esquinas, me bloqueó allí con su silla y, después de sentarse, emprendió la monótona narración que sigue a este párrafo. No sonrió una sola vez, ni frunció las cejas, ni varió el tono fluyente de voz que empleó desde la frase inicial; ni una sola vez delató la más mínima partícula de entusiasmo; pero corrió tal vena de sinceridad e impresionante seriedad durante la interminable narración, que me demostró con toda evidencia que lejos de imaginar que hubiera en su historia algo ridículo o gracioso, la consideraba como algo muy importante y admiraba a sus dos héroes como hombres de trascendente genio en finesse. Yo le dejé proseguir a su manera y no le interrumpí un solo momento.
-El Reverendo Leónidas W. ¡Hum! Reverendo Le... Pues, no sé. Hubo aquí una vez un sujeto llamado Jim Smiley, allá por el invierno del año 49, o en la primavera del 50, no recuerdo muy exactamente. De todas formas, lo que me hace pensar que había de ser en uno u otro año es que me acuerdo perfectamente de que cuando llegó aquí no estaba terminada la gran presa del río; sea como fuere, era el hombre más curioso que se haya visto. Apostaba por cualquier cosa que se le presentara, con tal de que encontrase quien le aceptara la apuesta; y como no le encontrara apostaba también, dejándole al otro la iniciativa. Todo lo que le iba bien al otro le convenía a él. Con tal de tener por qué apostar estaba satisfecho. Y, a pesar de ello, tenía suerte, una suerte fabulosa. Siempre salía ganando. Estaba constantemente dispuesto a correr cualquier albur: no se podía ni mencionar nada que se prestara a jugar sin que aquel sujeto apostara algo, sin importarle mucho que fuera en contra o en favor, tal como antes le he dicho. ¿Que había una carrera de caballos? Pues allí le tenía usted animadísimo o sin un cuarto al terminar. ¿Que había una pelea de perros? Pues allí acudía él y apostaba. ¿Que había una pelea de gatos? Allí apostaba él. ¿Que era de gallos? Apostaba también. Incluso si veía a dos pájaros posados en alguna rama, le apostaba a usted sobre cuál sería el primero que emprendería el vuelo. Si se trataba de un meeting en el campamento, allí iba él sin falta, a apostar por el pastor Walker, a quien tenía por el mejor de los predicadores de aquí, cosa muy cierta, pues era un hombre excelente. Incluso si veía una sabandija encaminándose a cualquier dirección, le apostaba a usted sobre lo que tardaría en llegar dondequiera que se dirigiese. Y si le aceptaba usted la apuesta, era capaz de seguir a la sabandija hasta Méjico, sólo por enterarse del sitio donde se encaminaba y del tiempo que había empleado en su ruta. Muchos de los chicos de por aquí vieron a este Smiley y pueden darle a usted detalles sobre él. «Todo» le parecía bien para apostar, al muy truhán. No tenía preferencias. Una vez, la mujer del pastor Walker estuvo bastante enferma durante una temporada, y parecía como si no hubiera salvación para ella: una mañana vino el pastor por aquí y Smiley le preguntó que qué tal seguía su esposa, contestando él que gracias a la infinita misericordia de Dios se encontraba considerablemente mejor y que estaba reponiéndose tanto que con la bendición de la Providencia acabaría por curarse del todo. Smiley, sin pararse a reflexionar, le dijo: «Le apuesto dos dólares y medio a que no llega a curarse.»
Este Smiley tenía una yegua a la que los muchachos llamaban «la jaca del cuarto de hora», en broma, naturalmente, ¿sabe usted?, porque ya supondrá que era más rápida que todo esto, y él solía ganar dinero con aquel caballo a pesar de que era tan lento y de que tenía continuamente asma, cólicos, consunción o algo por el estilo. Le concedían generalmente dos o trescientas yardas de ventaja y aun así acababan pasándola por el camino; pero siempre acababa al final de la carrera por excitarse desesperadamente y ponerse a trotar y a galopar, agitando las patas en todas direcciones, unas veces en el aire y otras hacia los lados, golpeando las vallas, levantando tal polvo y armando tal revuelo con sus resoplidos y bufidos, que acababa siempre llegando a la meta ganando por la largura de una cabeza.
Tenía también un perro de presa muy pequeño. Si usted lo hubiera visto no hubiera dado un céntimo por él, tomándole por un bicho de estos que no sirven más que para estar sentados alrededor de uno y esperar la ocasión de robar algo. Pero en cuanto se había apostado algo, se convertía en un perro diferente: la mandíbula inferior empezaba a adelantársele como el espolón de un barco y sus dientes se ponían al descubierto, relucientes como un horno. El perro adversario le mordía, le provocaba, le entorpecía el paso, le revolcaba por el suelo dos o tres veces, y Andrew Jackson -que éste era el nombre del animal- continuaba convencido de sí mismo, como si ya hubiera esperado algo así. Y a todo esto las apuestas se iban doblando y doblando a favor del contrario, hasta que no había ya más dinero que apostar. Entonces, cogía de repente al otro perro en el preciso lugar de la articulación de la pierna trasera y se agarraba a ella. No le mordía, ¿comprende usted? No hacía otra cosa que colgarse a él hasta que tiraran la esponja, aunque tuviera que esperar un año. Smiley siempre acababa ganando con aquel bicho, hasta el día en que tropezó con un perro que no tenía piernas traseras porque se las había cercenado una sierra de esas circulares, y cuando la pelea había proseguido su curso y el dinero circulaba ya en apuestas fue el animalito a agarrarse a su sitio favorito y se dio cuenta inmediatamente de que le habían hecho una mala jugada y que el otro perro le tenía acorralado, por decirlo así. Quedó muy sorprendido, apareciendo como desanimado, sin que intentara ya ganar la pelea de otra forma. Así es que acabó malparado. Lanzó a Smiley una mirada que parecía decirle que tenía el corazón destrozado y que la culpa era suya por haberle enfrentado con un perro que no tenía patas traseras donde agarrarse, siendo como era aquélla su salvación en el combate. Después de dar unos cuantos pasos tambaleándose, se acostó y murió. Fue una lástima, porque aquel Andrew Jackson era una buena bestezuela, que, de haber vivido, hubiera logrado hacerse un nombre, pues tenía pasta de celebridad y genio. Me consta, a pesar de que no tuvo oportunidad para demostrarlo, y no es razonable pensar que un perro pudiera sostener luchas como las que sostenía cuando las circunstancias le ayudaban si no hubiera tenido talento. Siempre que pienso en su última pelea y en la forma en que acabó, me pongo triste.
Pues sí; este Smiley tenía terriers, gallos de pelea, gatos y toda clase de animales de esta clase, hasta el punto de que no le concedía a usted descanso posible, y fuera el que fuera el animal que usted le presentara para luchar le aceptaba la apuesta con el suyo. Una vez pescó una rana, se la llevó a su casa y dijo que iba a dedicarse a educarla. Así, no hizo otra cosa durante aquellos tres meses que estar en el patio trasero de su casa enseñando a saltar a aquel bicho. ¡Y vaya si le enseñó bien! Le daba usted un golpecito en el trasero y al momento veía la rana cruzando los aires como un buñuelo de viento. Luego daba una voltereta, o dos, si había tomado bastante impulso, y caía con las patas hacia abajo y en excelente postura, como hacen los gatos. Le adiestró en el ejercicio de coger moscas y le mantuvo en tan constante práctica, que en cuanto veía una la atrapaba al momento, por lejos que estuviera. Smiley decía que todo cuanto las ranas necesitan no es otra cosa que educación y que a la suya se le podía inducir a hacer casi todo. Y le creo. Mire: le he visto poner a Daniela Webster -así se llamaba la rana- en este mismo suelo que estamos ahora viendo, y decirle canturreando: «Moscas, Daniela, moscas», y antes de que pudiera usted hacer un guiño la rana daba un salto y atrapaba a una mosca ahí, en la caja, y volvía a caer al suelo como una pelota de barro, dedicándose a rascarse la cabeza con su pata trasera con tanta indiferencia como si no tuviera ni idea de haber estado haciendo algo más de lo que toda rana puede hacer. Jamás se vio una rana tan modesta y tan franca como aquélla, a pesar de estar tan bien dotada. Y cuando se trataba de saltar sobre terreno plano, salvaba más espacio de un solo bote del que pudiera salvar cualquier otro bicho de su especie. Saltar en terreno llano era su punto fuerte, ¿comprende usted?, y cuando se trataba de casos así, Smiley apostaba su dinero por ella en tanto que le quedara un céntimo.
Smiley estaba monstruosamente orgulloso de su rana, y tenía motivos para estarlo, pues gentes que han viajado, de esas que todo lo han visto, coincidían en afirmar que sobrepasaba a cualquier rana que hubieran contemplado jamás.
Pues bien; es el caso que Smiley guardaba a la bestezuela en una cajita enrejada y la llevaba a veces consigo a la ciudad, para admitir apuestas. Una vez, un individuo, un forastero, le encontró con su cajita y le preguntó:
-¿Qué diablos lleva usted en ese cajoncito?
Smiley le repuso con tono indiferente:
-Pudiera ser un canario o una cotorra, pero no lo es. No es más que una rana.
El sujeto aquél la cogió y la examinó cuidadosamente, volviéndola de todos lados y diciendo:
-Hum, eso veo. Bueno, y ¿para qué le sirve?
-Pues, que yo sepa -dice Smiley cautelosamente y con aire de despreocupación-, me sirve perfectamente para «una» cosa. Puede derrotar, saltando, a todas las ranas del condado de Calaveras.
El individuo volvió a coger la cajita, la contempló larga y detenidamente y se la devolvió a Smiley, diciendo con mucho retintín:
-Pues no veo nada en esta rana que indique que sea mejor que otra cualquiera.
-Tal vez no lo vea usted -le contestó Smiley-. Tal vez entienda usted en ranas y tal vez no. Pudiera usted ser un experto y pudiera no ser más que un aficionado. En todo caso, yo ya tengo formada mi opinión y le apuesto a usted cuarenta dólares a que derrota saltando a cualquier rana del condado de Calaveras.
Su interlocutor se quedó un minuto pensativo diciendo luego con amargura y amabilidad:
-Pues, verá usted. Yo soy forastero y no tengo rana con que aceptarle la apuesta; pero si la tuviera se la admitiría.
Smiley, entonces, le repuso:
-Está muy bien. No se apure. Si me sostiene usted la caja durante un minuto, iré a buscarle a usted una.
El individuo cogió la caja, puso sus cuarenta dólares al lado de los de Smiley y se sentó, esperando. Permaneció allí durante un buen rato, entregado a sus reflexiones, y luego sacó la rana y, abriéndole la boca, la llenó de perdigones con una cucharita hasta llegarle casi a la barbilla, depositándola luego en el suelo. Smiley, entretanto, había ido a la charca, donde estuvo chapoteando en el barro durante un buen rato. Finalmente, cogió una rana y se la llevó a aquel individuo, diciéndole:
-Ahora, si está usted dispuesto, póngala al lado de Daniela, con las patas delanteras al mismo nivel de las suyas; yo daré la señal de partida -y añadió-: Uno, dos, tres.
Tanto él como aquel sujeto tocaron a los bichos por detrás y la nueva rana saltó con gran ímpetu; Daniela, en cambio, lanzó un suspiro y levantó los hombros. Todo fue en vano. No podía moverse. Estaba tan afianzada en el suelo como una iglesia y no podía avanzar. Igual que si hubiera estado anclada. Smiley se quedó sorprendidísimo y disgustado, pero, naturalmente, sin sospechar qué le podía pasar a la rana.
El individuo cogió el dinero y se dispuso a marcharse. Cuando había llegado ya a la puerta, hizo castañetear el pulgar por encima de la espalda -así-, dirigiéndose a Daniela, y volvió a decir con mucho retintín:
-Pues no veo nada en esta rana que indique que sea mejor que otra cualquiera.
Smiley, rascándose la cabeza, estuvo contemplando a Daniela un buen rato, hasta que al fin dijo:
-¿Qué le habrá pasado a esta rana para no saltar? No me extrañaría que le sucediera algo. En todo caso, me parece como si estuviera hinchada -y cogiendo a Daniela por la piel del cuello la levantó, añadiendo-: Que me lleve al diablo si no pesa al menos cinco libras -y volviéndola del revés le hizo arrojar dos puñados de perdigones.
Entonces, comprendiendo la treta, enloqueció de rabia, depositó la rana en el suelo y salió en persecución de aquel individuo, sin lograr darle alcance. Y...
Al llegar aquí, Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el zaguán y salió para ver de qué se trataba.
Al salir volvióse hacia mí, diciendo:
-Quédese aquí y espéreme. No tardaré más que un segundo.
Pero, con el permiso de ustedes, no creí que la continuación de la historia del industrioso vagabundo Jim Smiley me proporcionara mucha información concerniente al Reverendo Leónidas W. Smiley. Por tanto, me marché.
Ya en la puerta encontré al sociable Wheeler, que regresaba, y cogiéndome por el botón de la chaqueta volvió a comenzar:
-Pues bien, este mismo Smiley tenía una vaca amarillenta y tuerta, que no tenía por rabo más que un corto muñón, como una banana, y...
Sin embargo, faltándome tanto el tiempo como la inclinación para hacerlo, no esperé a oír más acerca de aquella vaca. Despidiéndome, salí de estampía.

(Mark Twain)


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Josep Mª Ariño