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martes, 10 de junio de 2014

Gabinete Arnaldo Biete - V Trobada



El domingo, en la Trobada realizada en el Gabinete de Arnaldo Biete hemos tenido ocasión de saludar a un buen número de amigos coleccionistas. Pocos faltaron a la cita y no quisiéramos nombrarlos a todos por si nos olvidamos de alguno, pero no podemos dejar de citar a Arnaldo, el anfitrión, a Montse y Domènec, de los que siempre aprendemos acerca del coleccionismo, y a Mª Rosa Bordón, Puntodepapel, que no tiene pereza en acercarse desde Las Palmas y que nos ha obsequiado con estos dos puzzles, editados por ella, con motivos de su tierra. Dejamos la descripción del Tajinaste azul  para blogs más especializados que éste.

Deseo y posesión

Las charadas ya no están de moda. ¡Qué tiempos tan buenos para los poetas-esfinge eran aquellos en que Le Mercure pro­ponía cada mes, cada quince días y, al final, cada semana una charada, un enigma o un logogrifo a sus lectores!
Pues bien, voy a revivir esa moda.
Dígame pues, querido lector o hermosa lectora -las charadas están hechas, sobre todo, para la mente perspicaz de las lec­toras-, dígame de qué lengua proviene la alegoría siguiente.
¿Es sánscrito, egipcio, chino, fenicio, griego, etrusco, rumano, galo, godo, árabe, italiano, inglés, alemán, español, francés o vasco?
¿Se remonta a la Antigüedad, y está firmada por Ana­creonte? ¿Es gótica, y está firmada por Carlos de Orleáns? ¿Es moderna, y está firmada por Goethe, Thomas Moore o La­martine? ¿O no será, más bien, de Saadi, el poeta de las per­las, rosas y ruiseñores? ¿O bien...?
Pero no soy yo quien lo ha de adivinar, es usted. Así que, querido lector, adivine.
He aquí la alegoría en cuestión.

Una mariposa reunía en sus alas de ópalo la más dulce armo­nía de colores: blanco, rosa y azul.
Como un rayo de sol iba revoloteando de flor en flor, y, cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.
Un niño que intentaba dar sus primeros pasos por el césped tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar aquel insecto de vivos colores.
Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos. Había visto cómo generaciones enteras se quedaban sin fuerzas persiguiéndola. Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano para cogerla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y deslumbrante.
El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.
Tras cada tentativa abortada, el deseo de poseerla, en vez de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda mariposa.
El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que, cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy le­jos de su madre.
Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura árida y poblada de zarzas.
El niño la siguió hasta esa llanura.
Y, aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se posaba cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el muchacho creía tenerla ya.
Porque, mientras la perseguía, el niño se había transformado en muchacho.
Y, con el invencible deseo de la juventud, y con su in­definible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante espejismo.
Y, de vez en cuando, la mariposa se detenía como para burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trom­pa en el cáliz de las flores y batía amorosamente las alas.
Pero, en el momento en que el muchacho se aproxima­ba, jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la llevaba, ligera como un perfume.

Y así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto culminante de la vida.
Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho hombre.
Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por bajar le parecía muy árida.
Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado donde, en encantadores parterres, ricos vergeles y ver­des parques, crecían flores perfumadas, plantas raras y árbo­les cargados de fruta; en la falda de la montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían más que piedras, unas tendidas en el sue­lo, las otras erguidas.
Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbran­te que nunca, ante los ojos del hombre, y tomó la dirección del recinto cerrado, siguiendo la pendiente de la montaña.
Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tenía que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña.
Y la mariposa se mantenía siempre a la misma distancia; solo que, como las flores habían desaparecido, el insecto se posaba en cardos espinosos, o en desnudas ramas de árboles.
El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.
Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del tris­te recinto, y el viejo la siguió, entrando por la puerta.
Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la mariposa, que parecía fundirse en la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y cayó.
Tres veces intentó levantarse, y tres veces volvió a caer.
Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se contentó con tenderle los brazos.
Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza.
Tal vez no eran las alas del insecto las que habían per­dido sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se habían debilitado.
Los círculos descritos por la mariposa se fueron hacien­do más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del moribundo.
En un último esfuerzo, este levantó el brazo, y con la mano tocó, por fin, la punta de las alas de aquella maripo­sa, objeto de tantos deseos y tantas fatigas; pero, ¡qué desilu­sión!, se dio cuenta de que aquello que había estado persi­guiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol.
Y su brazo cayó frío y sin fuerzas, y su último suspiro hizo estremecer la atmósfera que pesaba sobre aquel campo­santo...

Y, pese a todo, poeta, persigue, persigue tu desenfrenado deseo de ideal; procura alcanzar, atravesando infinitos dolo­res, ese fantasma de mil colores que huye incesantemente delante de ti, aunque se te rompa el corazón, aunque se te apague la vida, aunque exhales el último suspiro en el mo­mento en que lo roces con la mano.
(A. Dumas)