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martes, 21 de octubre de 2014

Palau de la Música




Chitterton House

Ninguna persona acomodada de Winterton puso jamás una casa sin llamar a Philander Potts para que lo "hiciera" por ella. Philander Potts: decorador de interiores, era la cumbre de la perfección; era el más capacitado para juzgar en cuanto a combinación de colores, diseños de papel tapiz, acabados en madera, y todas esas pequeñeces que cautivan a las mujeres; suya era la última y definitiva palabra en lo relativo a cortinajes y toda clase de decorados, desde el sencillo y efectivo hasta el más recargado y ostentoso, adecuado para aquellos felices mentecatos que imaginan que la presencia de algo deslumbrante es prueba positiva de su progreso en el mundo material e intelectual.
Philander Potts, en una palabra, era poseedor de un gusto impecable y ninguna falsa modestia le impedía admitirlo como un hecho. El suyo era un éxito trabajosamente conquistado. Se había iniciado con una pequeña tienda, pero, habiendo sido dotado de un descaro inacabable y careciendo de escrúpulos de especie alguna, había hecho que sus competidores quebraran, uno a uno, hasta que, finalmente, quedó como único decorador de interiores con cierta categoría en la ciudad. Llegó a ser un implacable dictador en los negocios y en el hogar; sus ayudantes, su esposa e hijos bailaban al son que les tocara, y, si él era feliz, ellos no lo eran, aunque la felicidad de los demás no era su problema.
Ya hemos comentado que la gente se sentía francamente orgullosa de tener una casa "puesta" por Potts, y, de entre todos, Potts era el más orgulloso; ciertamente, en sus momentos más caprichosos, imaginaba que toda la ciudad de Winterton, tarde o temprano, sería una creación y una recreación de Potts; soñaba en el lejano día en que la gente hablaría de una "ciudad de Potts". ¡Ah vanidad humana! 
Potts creyó entrever el principio de la realización de su grandísimo sueño cuando las jóvenes y huérfanas hermanas Laver compraron la tanto tiempo abandonada Chitterton House, otrora, en los nada lamentados años setenta, casa grande de Winterton. Al punto, las damitas fueron a ver a Philander Potts, y éste, pese a su tendencia a la obesidad, las recibió acicalado, perfumado y elegante como siempre. Las Laver eran agraciadas, rubia y de ojos cafés la una, trigueña y de ojos azules la otra.
-Queridas señoras -ronroneó Philander Potts-, han venido para hablarme de su nueva casa. O, tal vez debiera yo decir, de la vieja casa que quedará como nueva cuando yo termine mi trabajo.
-Es cierto que necesitamos sus consejos -admitió Janna, la rubia, con loable precaución-.
-Verá usted señor Potts -terció Edna-, tenemos un problema bastante especial. Y, a decir verdad, no sabemos si usted está o no capacitado para resolvérnoslo.
Philander Potts se irguió hasta donde su barriga se lo podía permitir y arrugó el ceño de manera impresionante.
-Todavía no he encontrado problema que no haya podido solucionar -sentenció-.
-Al parecer, en la casa tenemos una habitación embrujada -prosiguió Edna, mientras que una leve arruga aparecía en la parte superior de su frente.
-¿Ah, si? -dijo Potts, alzando las cejas irónicamente-.
-Se trata de un recibidor que hay en el segundo piso -continuó Edna-.
Potts tomó asiento, puso las manos sobre su escritorio y se inclinó hacia el frente, interesado.
-Cuénteme, cuénteme -instó-.
Entre las dos, las hermanas Laver resumieron sus peripecias con el recibidor del segundo piso. Se trataba de una vasta habitación, amueblada según los gustos de 1870, con una amplia vista de la ciudad, ya que la casa se levantaba en la cima de una loma que dominaba casi por entero la ciudad. Como la habitación estaba junto a un dormitorio y a un baño, era ideal para el uso de una de las hermanas o de los huéspedes. Había sido la pieza favorita de los últimos Chitterton, las señoritas Lavinia y Hester, mujeres extrañas e introvertidas que vivieron en reclusión, completamente alejadas de cualquier actividad social. En vida, no habían permitido que se hiciera ningún cambio en la habitación, y era del todo evidente que no estaban dispuestas a permitirlo después de su muerte.
Las almas de las Chitterton obviamente se habían adueñado del recibidor. Cada vez que alguna silla era movida siquiera un centímetro, volvía a su antigua posición poco después, sin que mano humana alguna hubiera intervenido. Cierto día, las hermanas Laver y la servidumbre habían arreglado el mobiliario antiguo, en espera de la llegada del nuevo; la laboriosa tarea les había llevado toda una tarde. Sin embargo, a la mañana siguiente, tras el acompañamiento nocturno de estruendosos golpeteos y martilleos, todos los muebles se hallaban de vuelta en el lugar en que las Chitterton los habían dejado, y en el que pacientemente querían que siguieran. Las hermanas Laver querían dejar claramente asentado que, por su parte, no temían ni a fantasmas ni a cualquier otra especie de manifestaciones de lo sobrenatural, pero que estaban decididas a que el recibidor visitado por los espectros fuera redecorado.
-Haré de él una obra maestra -les aseguró Potts- mandaré a mis operarios mañana por la mañana.
-El precio no será obstáculo -dijo Edna, poniéndose en pie-.
Philander Potts respaldaba y respetaba de corazón aquella actitud; por ella se hizo casi untuoso y duplicó su natural venero de solicitud, tanto que él, en persona, llevó a las hermanas Laver hasta la salida.
Muy de mañana se presentaron los ayudantes de Potts en la casa. Su llegada coincidió con la de los nuevos muebles comprados para el recibidor del segundo piso. Todo fue fortuito. Los ayudantes no perdieron tiempo en sacar todos los muebles dejados por los Chitterton, para desecharlos y sustituirlos con las nuevas piezas adquiridas por las Laver en Cleveland.
Después del almuerzo, el propio Potts apareció en escena. Encontró a sus ayudantes desolados.
-¿Que han estado haciendo? -les preguntó bruscamente-.
-Moviendo los muebles solamente -le respondió Jennings, el ayudante de más edad.-
-Pero, si han tenido toda la mañana -gruñó Potts con la más desagradable de sus voces-.
-Necesitamos muchas mañanas más -dijo Martin, el otro operario-.
Ambos hicieron intentos de explicar lo sucedido antes de que Potts designara a Jennings para hacerlo. Entonces, éste hizo una detallada relación de sus actividades de aquella mañana: el cambio de muebles, la selección del color de la alfombra, la plática con las hermanas Laver acerca del papel tapiz -ya que aquel horrible importado de Francia, descolorido y viejo como estaba, debía desaparecer- y, finalmente, de la ida a almorzar, hora durante la cual todos los muebles habían sido colocados en su actual posición.
De paso, aquella era la misma disposición que tenían los muebles desechados; quienquiera que hubiese llevado adelante aquel molesto juego era, por lo menos, consistente; los nuevos muebles simplemente habían sido puestos en el lugar de los antiguos; si algún agente no humano era responsable de las perturbaciones ocurridas en el recibidor del segundo piso, ese agente se había resignado a la pérdida de los muebles antiguos. Que duda de que se resignaría de la misma manera a otros cambios, a despecho de las hermanas Laver.
-Muy bien adelante -dijo Potts-. No se preocupen por los muebles. Déjenlos en donde están. ¿Ya han escogido las señoritas Laver la alfombra?
-Si, señor. Es una excelente alfombra color vino.
-¿Y el papel de la pared?
-Todavía hay dudas al respecto.
-Me llevaré el muestrario para hablar con ellas.
Potts fue en busca de las hermanas Laver y se sentó en medio de ellas con el muestrario de papel tapiz. Como habían escogido una alfombra color vino, seguramente para las paredes desearían algo en color vino con ocre, cobre, bronce, o tal vez pardo oscuro. Potts creía tenerlo todo arreglado. Con ademanes estudiados abrió el muestrario en la página justa, dejando ver un nuevo diseño de figuras multicolores sobre un fondo siena, un diseño que representaba las calles de una ciudad, con diminutos seres humanos que caminaban en todas las direcciones. Era un papel lleno de colorido, mas no llamativo.
-¡Magnífico! -exclamó Janna-.
-Es algo realmente nuevo -apuntó Potts, con aire de quien confía un inapreciable secreto-. Yo diría que no hay otro igual en Winterton. Y, naturalmente, si ustedes se deciden a ponerlo, les aseguro que no habrá nunca otro así.
-¿Lo tienen en existencia? -inquirió Edna, con sentido práctico-.
-En grandes cantidades, créame.
-Muy bien. Me gusta
-A mí también -dijo Janna-.
-Permítanme felicitarlas por su exquisito gusto, estimadas señoras -murmuró Potts-.
El decorador volvió al segundo piso y ordenó a sus ayudantes que pintaran el techo de amarillo claro, mientras del almacén llegaba el papel de la pared. Salió de la casa eminentemente complacido por el hecho de que las hermanas hubieran escogido uno de los materiales más caros que podía ofrecerles. Una vez en su establecimiento, ordenó que se enviara a Chitterton House papel en cantidad suficiente para cubrir las paredes del recibidor visitado por los espíritus. Cuando sus ayudantes volvieron, a las seis de la tarde, le informaron que el techo estaba ya pintado y que había sido cubierta una de las paredes. A las ocho, las hermanas Laver llamaban por teléfono para informar que todo el papel que había sido colocado se había desprendido.
Al día Potts se presentó en Chitterton House con sus ayudantes. Iba lleno de justa indignación y de su acostumbrada egolatría, que era inmensa. ¡Nunca se había desprendido ningún papel de Potts! Observó, con ira, la devastación de que había sido objeto el recibidor. Únicamente el techo quedaba intacto.
-Lo primero es desprender todo el papel tapiz antiguo -decidió-
Dicho lo anterior, pusieron manos a la obra. Jennings y Martin observaban a su patrón con disimulado interés morboso. Philander Potts no pudo entender aquello en un principio, pero pronto acabó por comprender. Mientras desprendía el papel antiguo de la pared, tuvo conciencia de una molesta especie de intromisión, como si ráfagas de viento surgieran de la nada para azotar el papel contra su rostro, o como si manos fantasmas trataran de impedirle la realización de su trabajo. No dudaba de que sus ayudantes hubieran sufrido intromisiones semejantes, mas, por su parte, de ninguna manera estaba dispuesto a mostrar que las había notado. Sin embargo, resultaban extremadamente molestas y no menos desconcertantes. En la habitación no había corrientes de aire manifiestas; las ventanas estaban cerradas, lo mismo que la puerta. No se veía claramente de dónde podía provenir el aire. En realidad, Potts tampoco lo sentía; todas sus observaciones tenían como base la agitación del papel tapiz desprendido, tal como si él mismo estuviera animado, moviéndose por voluntad propia, siguiendo un singular plan predeterminado, como queriendo desalentarlo en sus esfuerzos por desprenderlo de la pared. Mas Potts no iba a darse por vencido. Abordaba la tarea sombría, firmemente, negándose a ser demorado o distraído por aquel papel curiosamente animado que sacudía su moho alrededor del sitio en que Potts trabajaba, de manera que, al poco, éste se hallaba cubierto por una delgada capa de polvo. A eso del mediodía, las paredes estuvieron limpias y listas para que se les pusiera el nuevo papel tapiz, así que el decorador, atendiendo a una invitación de las hermanas Laver, bajó a tomar el almuerzo con ellas.
-Esta vez -dijo a las hermanas, en tono confidencial- el papel se quedará en su sitio, o dejo de llamarme Philander Potts.
-Claro, claro -respondió Janna-.
-¿Quiere usted té o café, señor Potts? -inquirió Edna, quien, inmediatamente, pasó a una segunda pregunta-. Usted debe haber conocido a las hermanas Chitterton. ¿Que clase de personas eran?
-Típicas solteronas -respondió Potts-.
-¿Que es una solterona típica, señor Potts? -preguntó Janna cándidamente.
El decorador de interiores se encogió de hombros, con afectación.
-Bueno, pues..., una vieja dama chiflada, obstinada, retirada de los demás. Las Chitterton, como ustedes sabrán, vivían apartadas del resto del mundo. Sorpréndanse. No les gustaba la gente. Supongo que si uno se basta a si mismo por mucho tiempo, no desea que nadie lo moleste. Después de todo, queridas señoras, la gente es un problema.
Potts dijo lo anterior como si se tratara de una gran verdad, aunque, en realidad, lo que había querido decir era que el problema lo eran las personas que le causaban dificultades; mientras hablaba, el hombre se preguntó si los fantasmas serían personas. No, no lo creía.
-¿Era difícil llevarse bien con ellas? -quiso saber Edna.
-Mucho. Naturalmente, mi madre las conoció mejor que yo. Hace ya casi veinte años que murieron.
-¿Cree usted que los fantasmas envejecen? -preguntó Janna inocentemente-.
-Nunca he pensado en ello -respondió Potts con franqueza-. No creo en fantasmas.
-Comprendo. Parece que no tenemos otra alternativa -apuntó Edna, con naturalidad-.
Potts estaba ligeramente desconcertado, aunque no mucho. En lo particular, pensaba que las hermanas Laver tenían cierta tendencia hacia la estupidez, pero como representaban para él una fuente de ingresos, se guardaba muy bien de manifestarlo. Platicó cortésmente con ellas durante el almuerzo, y luego volvió al recibidor del segundo piso para colocar el nuevo papel tapiz.
Todo estaba tal y como lo había dejado. Se sorprendió admitiendo para sí mismo que había esperado que ocurrieran cambios. Pero, aun un fantasma difícilmente hubiera podido volver a colocar el antiguo papel tapiz, ya que éste había sido llevado afuera y quemado, antes de que Jennings y Martin se fueran a almorzar. Sin esperar el regreso de sus ayudantes y considerando que el tapizado de las paredes debía estar concluido al anochecer, Potts se entregó al punto a su labor
 Al poco tiempo se dio cuenta de que en la atmósfera del recibidor había algo que no estaba antes allí. Si durante toda la mañana había tenido una corriente de aire que le dificultaba su trabajo, ahora había una inquietante nota de maldad, cuya aura estaba presente en la pieza, de manera tan tangible que casi se la podía tocar. Aquella aura lo oprimía en todos los sentidos, acelerándole el pulso y atravesándolo de lado a lado con cierta vaga alarma que lo contrariaba y que le causaba ira. ¿Lo notarían Jennings y Martin? Se preguntaba.
Lo notaron. Volvieron al poco y se pusieron a trabajar. Media hora después, Jennings musitaba algo para sí.
-¿Que pasa? -preguntó Potts, con aspereza-.
-Que esto no me gusta, es todo -le respondió Jennings.
-¿Que es lo que no te gusta?
-Esta habitación. Hay algo en ella.
-Claro que lo hay -concedió Potts- Nosotros tres.
-Es algo más -completó Martin con inhabitual seguridad-.
-Entiendo -dijo el patrón-. Bien muchachos, quiero que lo soporten hasta donde les sea posible. Si pueden resistir hasta las cuatro de la tarde, podrán irse, que yo mismo terminaré el trabajo.
La atmósfera de peligro fue haciéndose más densa. Una especie de amenaza consciente la nublaba. Sin embargo, extrañamente, no había interferencias. Colocaron el papel en una pared, luego en la otra; habían realizado la mitad del trabajo. A eso de las cuatro, cuando Jennings y Martin se retiraron, tratando de disculparse, quedaba aproximadamente la mitad de una pared sin cubrir, y Potts aseguró a sus hombres que él mismo podía hacerlo y que terminaría antes de las seis. Trabajó entonces diligentemente.
Se sentía oprimido por la densa aura de iracunda amenaza que lo rodeaba. En una o en dos ocasiones imaginó que la habitación se oscurecía. Mientras trabajaba, tratando de olvidar sus impresiones, tenía la inquietante certidumbre de que alguien lo observaba y, en más de una oportunidad, se sintió capaz de jurar que alguien se hallaba ahí, justo fuera del alcance de su mirada, apreciable con el rabillo del ojo y gracias a un esfuerzo, pero apreciable con seguridad. La ilusión persistía; casi inconscientemente, Potts aceleró el ritmo de su trabajo. Mas la habitación se oscurecía decididamente, con una oscuridad tangible que emanaba de las paredes como una nube. Philander Potts daba gracias de que el trabajo estaba casi concluido, pues la amenaza que llenaba la pieza resultaba profundamente molesta.   Quedaban dos tiras por colocar, al poco tiempo una solamente; se volvió para tomarla y vio la nube de oscuridad que se levantaba en espiral. Por un momento se quedó sorprendido, mirando. Luego cerró los ojos y sacudió la cabeza. Abriendo los ojos, tuvo tiempo de ver a dos ancianas de rostros ceñudos que salían de aquella sobrenatural nube de tinieblas y que avanzaban hacia él con propósitos vengativos.
En un abrir y cerrar de ojos se apoderaron de él. Gritó con voz ronca, una sola vez.
-¿Oíste algo, Edna? -preguntó Janna, dando la espalda al fonógrafo-.
-Nada especial, ¿por que?
-Creí oír un grito.
-No, creo que no se oyó nada. Vuelve a poner el disco ¿quieres?
-¿Le invitaste a cenar?
-¡Por Dios, no! ¡Que aburrimiento!
Media hora después, ambas subían al recibidor del segundo piso. Potts se había ido, dejando las herramientas para ser recogidas a la mañana siguiente.
-¡Que bonito papel! -exclamó Janna.
-Cuando se hayan colocado los muebles y la alfombra quedará estupendo. Demasiado buenos para nuestros huéspedes, verdaderamente -observó Edna-.
-Esta noche volverán a desprenderlo -dijo Janna, tristemente.
-Será mejor que no lo hagan. El señor Potts tendría que comenzar de nuevo. No le gustará nada, pero lo prometió. Nosotras le obligaremos a cumplir
Janna guardó silencio. Con la cabeza ligeramente ladeada, permaneció escuchando. Al cabo de un rato, preguntó:
-¿Oyes algo, Edna?
-Esta casa no te sienta bien, querida -le dijo Edna, complaciente-. ¿Que habría de oír?
-Creí oír..., sólo creí oír.... una voz. Pero, claro, no es posible
-Espero que esta noche no desprendan el papel.
Pero el papel no fue desprendido. Por el contrario, los ayudantes de Philander Potts, decorador de interiores, pudieron, al día siguiente, dejar arreglada la habitación, con su alfombra nueva, sus muebles, sus cortinajes, y, como prudentemente decidieron dejar la antigua disposición del mobiliario, no hubo posteriores contratiempos.
Sin embargo, la desaparición de Philander Potts fue motivo de sorpresa por espacio de nueve días, hasta que se aseguró que una agraciada joven viuda había abandonado la ciudad aproximadamente en la misma fecha, y que, se supuso, aunque erróneamente, que Potts repentinamente había decidido irse con la viuda. La esposa y los hijos de Potts se sintieron aliviados, más que otra cosa. Los señores Jennings y Martin llevaron el negocio adelante sin la intervención de Potts, y la familia de éste, tanto como sus empleados, comenzaron a vivir una existencia más placentera sin disminución en sus ingresos y, si acaso, con una sustancial aumento en ellos.
De haberse hallado en posición de hacerlo, Philander lo hubiera agradecido, ya que, como resultado de la nueva decoración del recibidor visitado por los espíritus, el nombre de Potts adquirió nuevo lustre.
Cándidamente, las hermanas Laver llamaron al recibidor "el triunfo de Potts". Con una especie de admiración acostumbraban mostrar el recibidor a los visitantes. "Su secreto se ha ido con él", solían decir, "nos prometió una obra maestra y no hay duda de que ésta lo es.
Un papel tapiz de efectos sonoros, ni más ni menos. Párese aquí, y si escucha con atención, podrá oír como si alguien, desde muy lejos, dijera ¡Déjenme salir! ¡Déjenme salir!
August Derleth