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martes, 18 de noviembre de 2014

Vilanova i la Geltrú - Cuina marinera





La pobre mesa, la frugal comida  

Cuando volvías de fuera, después de una larga au­sencia, y al saludarte las mujeres en la calle te decían «¡qué gordo estás!», había que recibirlo como el mayor elogio, el reconocimiento de que no habías fracasado y te iba bien. La gordura era una señal de distinción, una demostración de poderío económico, una prueba de que no trabajabas mucho y comías bien. Esto valía para hom­bres y mujeres. Una moza rolliza y lozana era una ben­dición, una criatura hermosa que despertaba a su paso miradas de admiración y de deseo.
En el pueblo todos estaban flacos, enjutos, con las carnes apretadas. Ni uno solo de aquellos campesinos, que yo recuerde, podía presumir de curva de la felicidad. Es verdad que el trabajo del campo era duro y desgastaba mucho. Para ellos sólo el trabajo físico, el que hacía sudar, encallecía las manos y dejaba desriñonado, se podía con­siderar propiamente trabajo. Lo otro era cosa de señori­tos, que habían tenido más suerte en la vida, lo que les permitía echar barriga. Pero también influía, sin duda, en aquella magra delgadez la pobre mesa, la frugal comida.
Por entonces comían todos en la misma cazuela o escudilla. Se sentaba la familia en torno a la mesa de la cocina, una mesa sin mantel, colocada cerca del hogaril y cubierta de un hule gastado. Cada cual metía por su lado la cuchara en la comida humeante, en el gazpacho o en la sopa fría de leche con un ritmo homogéneo hasta que se acababa el humilde festín. Nunca sobraba nada, siempre se apuraba todo. Los gatos, que ronroneaban al­rededor, recibían su ración en el suelo, y los huesos eran para los perros con algunos pequeños trozos de pan so­brantes.
Durante la comida había que espabilar y no hablar demasiado si no querías quedarte a dos velas. «Oveja que bala, bocado que pierde», era el consejo habitual en aquella tierra de pastores cuando uno de los comensales se mostraba demasiado locuaz. No molestaba sorber la cuchara, pero estaba muy mal visto cantar en la mesa. «El que canta en la mesa, tarde asesa», saltaba inmedia­tamente la abuela. Se servía directamente del fuego. En la lumbre, desde por la mañana, había siempre unos pu­cheros arrimados, de barro o de porcelana, o una olla de hierro borbollando colgada de las llares.
El padre de familia partía el pan en gruesas rebana­das apoyando la hogaza en el pecho. Cada cual solía lle­var el cantero de pan en la mano izquierda, salvo que fueras zurdo, y la cuchara o el tenedor en la derecha. El pan era santo y no estaba bien dejar la hogaza boca abajo. El vino se bebía en porrón, que pasaba de mano en mano y acababa grasiento, y el agua, en botijo, que se llenaba en la fuente. Sólo los abuelos, a los que les fallaba ya la vista y les temblaban las manos, y los niños peque­ños disponían de unas jarritas de aluminio normalmente compartidas.
Éste era, hija, todo el menaje del hogar en las casas de Sarnago cuando yo era niño. En la alacena de la cocina se guardaban, negras como el tizón y grasientas, las sar­tenes y los cazos. En el aparador de la sala no había ape­nas platos ni copas. Si acaso dos o tres copas antiguas de cristal descabaladas, parecidas a las del rey de la baraja, unos vasos bajos de culo gordo y unas copillas para el coñac y el aguardiente, además de alguna media fuente de porcelana con unos platos sueltos, unas cuantas ca­zuelas de barro y lo que quedaba de una antigua colec­ción de tazas de café, reservadas para las fiestas y que se transmitían de padres a hijos perdiendo unidades a me­dida que pasaban de una generación a otra. Aún guarda mi hermano en casa alguna taza desportillada de aquellas con graciosos dibujos de liebres y cazadores.
Creo que fue nuestra casa la primera en que se utili­zaron platos individuales por iniciativa de mi madre, que era una mujer que leía y que había sido amiga de las hijas de don Vicente, el maestro. Pero fue su experiencia como mujer del secretario de Ayuntamiento la que le abrió los ojos e hizo que fuera siempre por delante. Andando el tiempo compramos en Francia, en una peregrinación a Lourdes, dos docenas de platos de duralex, que era enton­ces una novedad y que se consideraba un verdadero lujo. Costó trabajo convencer al aduanero de que era un regalo para uso familiar. Para nosotros era como traer la vajilla de Versalles: no sabes con qué cuidado transportamos aque­lla caja de cartón hasta el pueblo. Estábamos convencidos de que era una manera como otra cualquiera de entrar en la modernidad, y a lo mejor no nos faltaba razón.
La alimentación básica de aquellos campesinos era el cerdo y los productos de la tierra: patatas y verduras de la huerta, siempre de temporada, lentejas y garban­zos, cultivados en secano y seleccionados por la noche uno a uno, huevos de las gallinas propias, algo de caza, si había suerte, el gallo para una ocasión señalada, un cordero o un cabrito para la fiesta, la leche recién orde­ñada de las cabras, el queso elaborado en casa, con riesgo de contraer las fiebres de Malta, y prácticamente todos los días, el torrezno. El tocino proporcionaba además la grasa necesaria para los guisos, por eso en las familias más pobres o con más hijos no probaban el jamón y lo cambiaban por tocino. Lo recuerdo muy bien: dos kilos de tocino por uno de jamón. Con aquellos perniles re­sistían el hambre. En la plaza, cuando el baile, cantaban siempre una letrilla que parecía absurda y que ahora comprendo:

Ay chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay chíbiri, chíbiri, chan.
Alpargatas con tocino
es un plato regular.
Ay chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay chíbiri, chíbiri, chan.
Etcétera.

Hasta los huevos eran un lujo y en cuanto las amas de casa juntaban una docena, cogidos calientes en el nidal, los vendían al huevero, que tenía la habilidad de contarlos sacándolos de la cesta de tres en tres en cada mano. El bacalao y el congrio seco, los arenques saladí­simos exhibidos en cajas redondas de madera, y el bonito en escabeche eran los productos del mar que más se con­sumían; de vez en cuando subía el Mario de San Pedro con una caja de sardinas o chicharros, conservados en hielo. El besugo, cuando se podía, era el lujo de mi casa en Navidad.
Por la noche se cenaba invariablemente un puchero de patatas «viudas» -las patatas eran la otra base de la alimentación- o unas sopas de ajo, y por la mañana eran característicos los hormigos -una especie de gachas de harina de trigo aderezadas con una sartén de tocinillos fritos con pimentón- y las migas del pastor, preparadas siempre en calderillo, cortadas por la noche y dejadas al sereno en una media fuente, y que se acompañaban de chorizo de olla, de uvas o de trozos de manzana fritos en manteca. Esos eran nuestros regalos gastronómicos. La comida se consideraba el objetivo fundamental de la vida: se trabajaba para comer, aunque bastaba con el pan de cada día. 
Abel Hernández

La regla general, excepto entre los ricos, era que el cabeza de familia comiera el primero, él solo. Esto no lo hacía en una mesa de comedor, sino en una mesilla situada frente a él, al estilo oriental. Sus hijos comían en el suelo, en cuclillas, alrededor de una cazuela o sartén, mientras que las mujeres de la casa comían al final, los restos, y de prisa. A veces, sin embargo, había varios hombres adultos en la misma familia, y entonces comían de un plato común puesto en una mesa situada entre ellos. Esta era también la costumbre establecida en ventas y posadas, y cuando se celebraba una fiesta campestre entre amigos. Según el novelista Juan Valera, las clases altas andaluzas comieron de esta manera hasta la mitad del siglo XIX. Naturalmente, como ya he dicho, este modo de comer tenía también su etiqueta. Todos seleccionaban su parte y se la iban comiendo hasta que la línea de partición que la separaba de la parte del vecino desaparecía. Entonces, aquellos que tenían gustos delicados dejaban la cuchara, permitiendo que los de apetito más amplio acabaran con su parte.
Gerald Brenan - Al sur de Granada