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miércoles, 21 de enero de 2015

Literatura Asturiana




¿Cuál  de los nueve?                              

Había una vez, en esta gran ciudad de Pest, un pobre zapatero que nunca consiguió enriquecerse con el trabajo de sus manos.
No creáis que todo el mundo había decidido dejar de usar botas, ni que los gobernantes de la ciudad le ordenaron que vendiera el calzado a mitad de precio. El honrado zapatero trabajaba tan bien, que sus clientes se quejaban de que casi nunca llegaban a romper unas botas hechas por él. Llovían los encargos, todos le pagaban puntualmente y a nadie se le pasó nunca por la imaginación el desaparecer para quedarle a deber la cuenta.   
A pesar de esto, el maestro Juan jamás conseguía levantar cabeza, sino que por el contrario, estuvo tentado muchas veces de tirarse al río y ser tragado por las aguas. Claro que esto no pasaba de ser, su parte, un simple desahogo, porque el maes­tro Juan era buen cristiano, y un cristiano no se suicida por mucho que el destino lo maltrate.
El maestro Juan no lograba nunca vivir con holgura, porque Dios le había bendecido de otro modo, y con gran abundancia, en la familia: todos los años, con exacta regularidad, su mujer le daba un hijo; una vez un chico, otra una chica, siempre pletóricos de fuerza y salud.
-¡Oh, Dios mío! suspiraba Juan el zapatero cada vez que llegaba un hijo más. Suspiró al sexto, al séptimo y al octavo. Tras esta larga línea, ¿no llegaría nunca el punto final?
Vino al mundo el noveno, murió la ma­dre y el punto final llegó.
El maestro Juan se encontró solo en este vasto mundo con sus nueve hijos, que ya es bastante. Dos o tres iban a la escuela, otros aprendían, poco a poco, a andar, y todavía los había más pequeños a los que tenía que llevar en brazos, dar de comer, preparar la papilla. Tenía que alimentarlos, vestirlos y lavarlos y, además, entretenerlos. Reconozcamos, amigos míos, que tal carga es pesada; pero con un poco de práctica, acaba por soportarse.
¿Se trataba de zapatos? Tenía que hacer nueve pares. ¿Había que partir pan? ¡Nueve raciones al mismo tiempo! Cuando llegaba la hora de preparar las camas, la habitación entera se llenaba de ellas, de repente. Y, desde la puerta a la ventana, todas las camas con cabezas humanas, pequeñas y grandes, rubias y morenas.
-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -suspiraba con frecuencia el honrado artesano cuando, incluso pasada medianoche, manejaba infatigablemente la lezna para alimentar los cuerpos de tantas almas, y trataba de calmar a uno o a otro de sus hijos, que no quería dormir tranquilo. Eran nueve, ni más ni menos. Pero, ¡alabado sea Dios! no tenía de qué quejarse. Los nueve se criaban maravillosamente: todos hermosos, decididos, educados y con las manos y las piernas bien formadas y un estómago de hierro. Prefería él nueve raciones de pan a un frasco de medicina, y nueve camas arrimadas unas a otras a un único ataúd en medio de ellas. Que Dios aparte el ataúd de los padres y madres sensibles, aun cuando al perder un hijo se queden todavía con ocho. También es verdad que los hijos del maestro Juan no tenían deseo alguno de morirse; estaban predestinados los nue­ve, a caminar por la vida. Todo lo resistían: la lluvia, la nieve y el régimen eterno pan seco.
Un día, víspera de Navidad, el maestro  Juan regresaba a su casa tardísimo, después de haber dado interminables vueltas por la ciudad. Había ido a entregar un trabajo al domicilio de ciertos clientes, recibiendo por él lo justo para pagar el material y atender a los gastos caseros. Cuando se dirigía apresuradamente a su casa vio que en todas las esquinas se habían instalado puestos cargados de dorados corderitos, que honrados vendedores facilitaban a los niños bien educados, informándose previamente por los padres a fin de no entrar en negociaciones con los que fuesen malos. El maestro Juan se detuvo varias veces ante los puestos. ¿Debía o no comprar de aquellas chucherías? Pero, al recordar que tenía nueve hijos, dudó. Comprarles a todos era demasiado para sus posibilidades; comprar sólo a uno suscitaría envidia en los otros. Les haría otro regalo de Navidad, algo hermoso y magnífico que no se rompiera ni se gastara y que los regocijara a todos sin que hubiera posibilidad de privar de ello a ninguno.
-Hijos míos, uno, dos, tres, cuatro... veo que estáis todos aquí -dijo al entrar en medio de su familia de nueve cabezas.
¿Sabéis que hoy es víspera de Navidad? ¡Es una gran fiesta, una fiesta magnífica! Hoy no trabajamos más, vamos a festejar esta noche.
Los niños se pusieron tan contentos ante la diversión que parecía que la casa se venía abajo.
-Esperad, estaos quietos. Voy a enseñaros una linda canción de Navidad. Sé una preciosa. La guardé para esta noche y es el regalo que os hago.
El grupo de pequeños se abrazó con un ruido ensordecedor a las piernas y al cuello del padre, derribándolo casi, a causa de la canción de Navidad.
-Atención a lo que os digo. En primer o lugar, ¡quietecitos! ¡Todos en línea! Así: los mayores delante, los más pequeños o detrás.
Los alineó como tubos de órgano. Los dos más pequeños se sentaron en las ro­dillas y en un brazo del padre.
-Y ahora, silencio. Primero cantaré yo solo, después cantaréis todos conmigo.
Entonces, con aire grave y recogido, después de quitarse su gorro verde, el maestro Juan se puso a cantar esa bellísima  canción que empieza:

Cantemos al nacimiento
del dulcísimo Jesús...

Los chicos y las chicas mayores apren­dieron pronto la melodía, pero los más pequeños estropeaban la letra y el ritmo.
Por fin acabaron por saberla todos. Y fue una gran alegría cuando los nueve empe­zaron a cantar, con sus frescas voces, esa bella canción que un día cantaron los pro­pios ángeles y que cantan tal vez hasta hoy, después que la voz alegre y armo­niosa de nueve almas inocentes pidió un eco celestial. Seguro que allá, en las alturas, se regocijaron con el canto de estos niños. Pero es cierto también que en el primer  piso de la casa el regocijo no era tan grande. Vivía allí, solo en nueve habitaciones, un viejo solterón. En la primera se sienta, en la segunda duerme, en la tercera fuma en pipa, en la cuarta come. Y sólo Dios sabe lo que podrá hacer en las demás. No tiene mujer; ni mujer ni hijos; pero en compensación posee tanto dinero que de seguro que no sabe hasta qué punto es rico. Aquella noche, este hombre riquísimo estaba sentado en su octava habitación y se preguntaba por qué su comida no era sabrosa, por qué los días y las noches no guardaban nada interesante, por qué aque­llas amplias habitaciones no estaban suficientemente ventiladas, y por qué no podía conciliar el sueño en su blando lecho, cuan­do, subiendo del bajo donde vivía el maes­tro Juan, oyó, primero con suavidad, des­pués más fuerte, la canción de Navidad invitando a todo el mundo a alegrarse. Al principio no quiso prestar atención pensando que acabaría pronto. Pero cuando allá abajo empezaron a cantarla por décima vez perdió la paciencia. Arrojó a un lado el cigarro apagado y bajó, en bata, a casa­ del zapatero.
-Es usted Juan, el maestro zapatero, ¿no es cierto? -preguntó el hombre rico.
-A sus órdenes, señor. ¿Desea usted tal vez un par de botas de charol?
-No le busco a usted por ese motivo. ¡Por lo que veo, hijos no le faltan!
-Los tengo grandes y chicos, señor. Y son numerosos cuando les doy de comer.
-Y más numerosos todavía me parecen a mí cuando se ponen a cantar. Oiga, maestro Juan, quiero que sea usted un hombre feliz. Deme uno de sus hijos. Lo adoptaré; será como hijo mío. Le daré una buena educación y lo llevaré a viajar conmigo por el extranjero. Se convertirá en un hombre rico y podrá ayudar a los demás.
El maestro Juan abrió mucho los ojos al oír las palabras del ricachón. Se trataba de dar una respuesta importante. ¿Hacer de uno de los niños un hombre rico? ¿Quién es el padre que no se conmueve ante esta pers­pectiva?
-Me lo da, ¿no es cierto? Seguro que me lo da... Es una gran felicidad para él. Escójalo de prisa entre toda la chiquillería, porque quiero regresar a casa.
El maestro Juan empezó a escoger:
-Este menudito es Alejandro. No lo doy. Es buen estudiante. Será con el tiempo un gran sabio. Esta es una chica, y usted no quiere, de seguro, una chica. Chiquiño? Pero es que éste me ayuda ya en el oficio! no puedo prescindir de él. Zeqhinha es la madre, pintiparada, así que tiene que quedarse conmigo. ¿Pablo? No, que era el preferido de su madre y no descansaría ella tranquila si se lo diese a un extraño. Estos dos son aún más pequeñitos, ¿qué haría usted con ellos?
De modo que al acabar la cuenta todavía no se había decidido. Volvió a empezar por los más pequeños y el resultado fue idéntico. Imposible escoger, imposible dar uno de ellos, pues los quería mucho a  todos.
-Vamos, niños, tenéis que escoger vosotros. ¿Quién quiere salir de esta casa para volverse persona importante? ¿Quién quiere irse ahora?
Al hablar así el pobre zapatero estuvo a punto de deshacerse en lágrimas. Pero los niños, mientras él los animaba, fueron todos a esconderse tras el padre: uno se le agarraba de la mano, otro a las rodillas y otro al delantal de cuero, para que no los viera el ricachón.
Por fin el maestro Juan, no pudiendo dominarse más, se inclinó hacia ellos, los rodeó con sus brazos y se puso a llorar sobre sus cabezas. Los niños no tardaron en seguir el ejemplo del padre.
-¡Imposible, señor! No puedo. Lo siento, pero no puedo dar a mis hijos a nadie ya que Dios me los dio a mí.
El hombre rico contestó que no tenía intención de imponerle su voluntad. Y a continuación pidió al maestro Juan que le hiciese, al menos, un servicio insignifi­cante: que no siguiese cantando con sus hijos, y aceptase, a cambio de este sacri­ficio, un billete de mil pengos. El maestro Juan no había oído nunca estas maravi­llosas palabras: «mil pengos» y he aquí que esta vez sentía el billete en la palma de la mano.
El vecino se volvió a su piso a seguir reconcomiéndose, mientras el maestro Juan,  después de mucho admirar el billete de mil pengos lo metió tímidamente en el arca, se guardó la llave en el bolsillo y se calló.
La chiquillería se calló también. Estaba  prohibido cantar.
Los hijos mayores se sentaron en las sillas y trataron, aunque sin convicción, de tranquilizar a los más pequeños: no se puede cantar porque el hombre rico, desde el piso de encima, nos oiría.
El propio maestro Juan, silencioso, no dejaba de dar con el pie en el suelo. Y acabó por apartar bruscamente al más joven, el predilecto de su mujer, que pretendía aprender la bella canción de Navidad, ale­gando que ya le estaba fastidiando.
-Está prohibido cantar.
Después se sentó enfadado en su banco de trabajo y se puso a cortar y recortar con tanta atención que, de repente, se dio cuenta de que estaba cantando involunta­riamente.

Cantemos al nacimiento
del dulcísimo Jesús.­

Se golpeó la boca con la mano. La cara le enrojeció de cólera. Dio un gran marti­llazo en la mesa, tiró el banco, abrió el arca, sacó de allí el billete, y corrió a casa del señor del primer piso.
-Señor, ¡que Dios le bendiga! Guárdese este dinero, si le place. Yo no lo quiero. Prefiero cantar cuando me apetezca. Eso vale para mi más que mil pengos.
Puso el billete sobre la mesa y regresó apresuradamente junto a sus hijos. Besólos uno tras otro, los alineó como si fueran tubos de órgano, se sentó entre ellos en su banco de carpintero, y entonces, con el corazón alegre, se pusieron a cantar:

Cantemos al nacimiento
del dulcísimo Jesús.­

Estaban contentos, tan contentos, que se diría que la casa era suya. Al revés sucedía a aquel a quien la casa ya pertenecía: andaba, solitario, a través de sus nueve habitaciones, y se preguntaba sin cesar qué motivo de alegría podían encontrar los otros en este mundo tan vasto y aborrecible.

 Mauricio Jokai