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miércoles, 7 de enero de 2015

Llibrería Roquer




El espejo curvo                                      

CUENTO DE NAVIDAD

Mi mujer y yo entramos en la sala. Olía a musgo y a humedad. Millones de ratas y ratones echaron a correr cuando alumbramos aquellas paredes que durante un siglo entero no habían visto la luz. Cuando cerramos la puerta tras de nosotros, entró una ráfaga de viento y se arremolinaron los papeles, amontonados por los rinco­nes de la estancia. La luz cayó sobre aquellos papeles y distinguimos viejas inscripciones e imágenes medievales. De las paredes, que el tiempo había puesto semiverdosas, colgaban los retratos de mis antepasados. Sus rostros tenían una expresión altiva, severa, como si quisieran decir:
-¡Buena azotaina te mereces, hermanito!
Nuestros pasos resonaban por toda la casa. A mis to­ses respondía el eco, el mismo eco que en otros tiempos había respondido a mis antepasados...
El viento ululaba y gemía. Alguien lloraba en el tubo de la chimenea, con llanto en que se percibía una nota de desesperación. Gruesas gotas de agua repicaban en las ventanas oscuras, empañadas, y sus golpes llenaban el ánimo de tristeza.
-¡Oh, antepasados, antepasados! -dije, suspirando profundamente-. Si fuera escritor, mirando los retratos escribiría una larga novela. Pues cada uno de estos viejos fue en su tiempo joven, y cada uno de ellos o de ellas tuvo su novela... ¡Y qué novela! Mira, por ejemplo, a esta vieja, mi bisabuela. Esa mujer tan fea y horrible tie­ne su novelita, que es de extraordinario interés. ¿Ves  -pregunté a mi esposa-, ves el espejo que cuelga ahí, en el rincón?
Y señalé un gran espejo,  con negro marco de bronce, colgado en un ángulo de la pared, cerca del retrato de mi bisabuela.
-Este espejo posee virtudes mágicas y fue la perdi­ción de mi bisabuela, que lo compró por una cantidad enorme y no se separó de él hasta morir. Se miraba en el espejo día y noche, sin cesar; se miraba incluso cuando comía y bebía. Cuando se acostaba, siempre lo ponía a su lado, en la cama, y en trance de muerte pidió que lo colocasen con ella en el ataúd. No lo hicieron así sólo porque el espejo no cupo.
-¿Era coqueta? -preguntó la esposa.
-Admitámoslo. Pero ¿no tenía, acaso, otros espejos? ¿Por qué tuvo tanto cariño precisamente por éste y no por otro? ¿Le faltaban, acaso, espejos mejores? No, que­rida; aquí se esconde algún misterio terrible. No puede ser de otro modo. La leyenda dice que en el espejo hay un diablo y que mi bisabuela sentía debilidad por los diablos. Desde luego, esto es absurdo, pero no hay duda de que el espejo con marco de bronce posee una fuerza misteriosa.
Sacudí el polvo del espejo, lo miré y solté una car­cajada. A mi carcajada, respondió sordamente el eco. El espejo era curvo y mi fisonomía se torcía en todas direc­ciones: me vi la nariz en la mejilla izquierda; el mentón, desdoblado en dos, se me había desplazado hacia un lado.
¡Qué gusto más raro el de mi bisabuela! -dije.
Mi mujer se acercó indecisa al espejo, también se miró en él, y en seguida ocurrió algo horrible. Palideció, se puso a temblar convulsivamente de pies a cabeza y lan­zó un grito. Se le cayó de la mano el candelero, que rodó por el suelo, y la vela se apagó. Quedamos sumidos en las tinieblas. En el mismo instante oí caer algo pesado: mi mujer se había desmayado.
El viento gimió aún más lastimeramente, empezaron a correr las ratas, entre los papeles se agitaron los ratones. Los pelos se me pusieron de punta cuando se desprendió el postigo de una ventana y se vino abajo. Por la ventana apareció la luna...
Levanté a mi mujer y la saqué en brazos de la morada de mis antepasados. No volvió en sí hasta el día siguien­te, al atardecer.

-¡El espejo! ¡Dadme el espejo! -dijo al recobrar el conocimiento-. ¿Dónde está el espejo?
Durante una semana entera no bebió, no comió, no durmió, no hizo sino pedir que le trajeran el espejo. Llo­raba a lágrima viva, se arrancaba los cabellos de la cabe­za, se agitaba, y, por fin, cuando el doctor declaró que mi mujer podía morir de consunción y que su estado era de suma gravedad, vencí mi miedo, bajé otra vez a la antigua mansión y traje de allí el espejo de la bisabuela.
Al verlo, mi mujer se echó a reír de felicidad; luego lo agarró, lo besó y se lo quedó mirando, clavados los ojos en él.
Han transcurrido ya más de diez años y sigue contem­plándose en el espejo sin separarse de él ni un solo ins­tante.
«¿Es posible que ésta sea yo? -balbucea mientras que en su rostro, a la vez que el color de la púrpura, aparece una expresión de dicha y arrobamiento-. ¡Sí, soy yo! ¡Todo miente, menos este espejo! ¡Mienten las personas, miente mi marido! ¡Oh, si antes me hubiera visto, si hubiera sabido cómo soy en realidad, no me habría ca­sado con ese hombre! ¡Es indigno de mí! ¡A mis pies han de humillarse los caballeros más apuestos, los más nobles!...»
En cierta ocasión, estando de pie detrás de mi mujer, miré casualmente el espejo y descubrí el espantoso se­creto. Vi en el espejo a una mujer de deslumbrante be­lleza, como nunca había encontrado en mi vida. Era un prodigio de la naturaleza, un armónico acuerdo de her­mosura, elegancia y amor. Pero ¿a qué se debía aquello? ¿Qué había sucedido? ¿Cómo era que mi mujer, fea y torpe, pareciera en el espejo tan maravillosa? ¿A qué se debía aquello?
Pues a que el espejo curvo torcía el feo rostro de mi mujer en todos sentidos y por este casual desplazamiento de sus rasgos, su cara resultaba preciosa. Menos por me­nos daba más.
Y ahora, los dos, mi mujer y yo, permanecemos sen­tados ante el espejo y lo contemplamos sin separarnos de él un solo minuto; la nariz se me mete en la mejilla iz­quierda, el mentón, desdoblado en dos, se me desplaza hacia un lado, pero la cara de mi mujer es encantadora, y una pasión loca, insensata, se apodera de mí.
-¡Ja, ja, ja! -suelto, riéndome a carcajadas como un salvaje.
Mientras mi mujer balbucea, con voz apenas percep­tible:
-¡Qué hermosa soy!
Anton Chejov