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lunes, 19 de enero de 2015

París


El hombre que robó la Torre Eiffel

Lo que me resultó difícil no fue tanto el robo de la Torre Eiffel como el volver a ponerla en su sitio antes de que alguien se diera cuenta. El asunto, mal me está decirlo, estuvo magníficamente organizado. Ya pueden ustedes imaginar lo que aquello implicó: una flota de camiones enormes que se llevaran la Torre a uno de aquellos campos llanos y tranquilos que se pueden ver camino de Chantilly. Allí la Torre podría reposar con bastante comodidad sobre un costado. Al salir, una neblinosa mañana de otoño, había habido muy poco tráfico, y el que hubo sólo puedo calificarlo de resignado. Nadie de los que intentaron adelantar a mis ciento dos camiones de seis ruedas advirtió que iban unidos como cuentas por la cadena de la Torre. Los coches particulares salían un momento de la fila e intentaban pasar, pero cuando los conductores de los Fiat y Renault veían todos aquellos camiones, uno tras otro, extendiéndose hacia el horizonte delante de ellos, simplemente, desistían y continuaban con resignación en caravana. Por otra parte, a los coches que iban hacia París les proporcioné una vía de acceso completamente despejada; para ellos la larga carretera de Chantilly fue tan buena como una calle de dirección única. Pasaban por nuestro lado rozándonos y no tenían tiempo de darse cuenta de que la Torre estaba tendida sobre las cabinas de los camiones sin que hubiera intervalos entre ellos: la Torre salió en una especie de litera de cientos de metros de longitud.
Siento un gran afecto por la Torre, y me complació verla en reposo al cabo de tantos años de guerra, niebla, lluvia y radar. El primer día que estuve allí, me paseé a su alrededor, tocando alguna de sus riostras de cuando en cuando: el cuarto piso parecía algo incómodo en el lugar donde tendía un puente sobre un apacible y cenagoso afluente del Sena, y le aflojé un poco las tuercas. Luego regresé por carretera al lugar de origen; seguía poniéndome nervioso pensar que alguien podía darse cuenta de lo ocurrido. Los enormes bloques de hormigón estaban allí plantados, sin nada encima. Hasta tal punto parecían tumbas, que alguien había ya depositado un ramo de flores en memoria de los héroes de la Resistencia. En un momento dado, se acercó un taxi que llevaba a la última golondrina del turismo a posarse allí antes de alzar el vuelo en dirección oeste para cruzar el Atlántico ante la inminencia del invierno. Iba acompañada de una chica y vacilaba un poco al andar. Se inclinó para mirar las flores y se enderezó con un rubor en sus rasuradas y empolvadas mejillas.
—Un monumento —dijo.
Comment? —preguntó el taxista.
La chica dijo:
—Chester, me habías dicho que aquí se podía comer.
—No hay Torre —dijo el hombre.
Comment?
—Lo que quiero decir —explicó el hombre, agitando los brazos para poner más énfasis en sus palabras—, es que se ha equivocado de lugar. —Hizo un esfuerzo—. Ici n'est pas la Tour Eiffel.
Oui. Ici.
Non. Pas du tout. Ici il n'est pas possible de manger.
El taxista bajó del coche y miró a su alrededor. Yo me puse un poco nervioso al pensar que podía darse cuenta de que la Torre no estaba, pero volvió a meterse en el taxi y recurrió a mí con tristeza.
—Están cambiando continuamente el nombre de las calles —dijo.
Yo le respondí en tono confidencial.
—Lo único que quieren es comer —observé—. Llévelos a la Tour d' Argent.
Afortunadamente, el taxi se los llevó de allí y pasó el peligro.
Por supuesto, siempre cabía el riesgo de que los empleados llamaran la atención pública, pero eso ya lo había tenido en cuenta. Se les pagaba semanalmente, ¿y qué hombre o mujer en su sano inicio estaría dispuesto a admitir que su lugar de trabajo ha dejado de existir antes de que hubiera pasado otra semana entera y hubiera cobrado el sueldo? Los cafés de los alrededores fueron de gran ayuda para los empleados, pero a ninguno de ellos le gustaba compartir la mesa con un compañero de trabajo, por si la conversación se hacía incómoda. Vi una gorra del uniforme en cada bistrot, en un área de un kilómetro cuadrado aproximadamente; se pasaban las horas laborales tranquilamente sentados, bebiendo cerveza o pastís, según su salario, y se levantaban de la mesa con puntualidad a la hora de fichar al salir del trabajo. Me parece que ni tan siquiera estaban sorprendidos por la ausencia de la Torre. Podía ser conveniente olvidarlo, como el pago del impuesto sobre la renta. Mejor no pensar en ello; de lo contrario, alguien podía esperar que uno hiciera algo al respecto.
Los turistas, claro está, seguían siendo el principal peligro. Los viajeros de los vuelos nocturnos daban por sentado que había niebla baja, y el Ministerio del Aire pasó al Ministerio de Asuntos Exteriores, «para su discusión», varias quejas sobre interferencias de radar —nueva estratagema rusa en la Guerra Fría—. Pero entre los guías y los taxistas pronto corrió la voz de que, cuando un extranjero preguntara por la Torre Eiffel lo más simple y menos complicado era llevarlos a la Tour d'Argent. El gerente de esta última no los desilusionaba; en aquellos días de otoño la vista era igual de buena, y se sentían muy felices al firmar en el libro del restaurante a tanto por cabeza. Yo solía dejarme caer por allí y escuchaba sus comentarios. «Tenía la idea de que era como más acerada», dijo uno de ellos. «Creía que a través de la Torre podías ver el exterior.» Yo le expliqué que era totalmente cierto y que podía ver el exterior desde el establecimiento en el que se hallaba.
Unas vacaciones no pueden ser eternas, y una mañana a la que estaba dando un poco de lustre a las riostras de la Torre llegué a la conclusión de que debía devolverla a su sitio antes de que los empleados se quedaran sin sueldo. Sólo me cabía esperar que, con el tiempo, encontraría a otro como yo para brindarle unos días de reposo en el campo. Le aseguro a quien quiera imitarme que el riesgo que comporta es mínimo. En París, nadie estaría dispuesto a admitir que la Torre faltó de su sitio durante cinco días sin que se dieran cuenta; del mismo modo que ningún amante estaría dispuesto a reconocer que no se había dado cuenta de la ausencia de su querida.
A pesar de todo, el regreso de la Torre fue un asunto peliagudo, que conllevó importantes operaciones para desviar el tráfico. A tal efecto alquilé en un establecimiento de vestuario teatral, uniformes de la policía, de la Garde Mobile, de la Garde Républicaine, y de la Académie Francaise. Para poder desviar el tráfico, mis planes contaron con un mitin poujadista, disturbios por Argelia y una oración fúnebre dedicada a un oscuro crítico teatral a cargo de un amigo mío disfrazado de ministro de Educación. Digo «disfrazado», pues no tenía ninguna necesidad de cambiar de nombre, y, mucho menos de cara, pues nadie recordaba quién era el ministro en cuestión en el Gobierno de Guy Mollet.
Los turistas tuvieron la última palabra, y cosas de la vida, estando yo en la base de mi amada Torre, que parecía alzarse en una pirueta entre niebla matinal, fue precisamente el mismo estadounidense quien llegó en un taxi con la misma chica. Echó un rápido vistazo a su alrededor y dijo:
—No es la Torre EifFel.
Comment?
—Oh, Chester —dijo la chica—, ¿dónde nos han llevado ahora? No aciertan nunca. Tengo tanta hambre, Chester. No he hecho más que soñar con aquel sole délice que tomamos el otro día.
Yo le dije al taxista:
—Quieren ir a la Tour d'Argent.
Y me quedé mirando cómo se alejaban. La corona en memoria de los héroes de la Resistencia se había marchitado, pero me puse en el ojal una de sus flores secas y descoloridas y me despedí de la Torre agitando la mano. No me atreví a entretenerme. Podía haber sucumbido a la tentación de volver a robarla.

Graham Greene

Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a sus amigos franceses.