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martes, 24 de marzo de 2015

Archivo Biblioteca Capitular - Catedral de Toledo


La gloria de los feos

Me fijé en Lupe y Lolo, hace ya muchos años, porque eran, sin lugar a dudas, los raros del barrio. Hay niños que desde la cuna son distintos y, lo que es peor, saben y padecen su diferencia. Son esos críos que siempre se caen en los recreos; que andan como almas en pena, de grupo en grupo, mendigando un amigo. Basta con que el profesor los llame a la pizarra para que el resto de la clase se desternille, aunque en realidad no haya en ellos nada risible, más allá de su destino de víctimas y de su mansedumbre en aceptado.
Lupe y Lolo eran así: llevaban la estrella negra en la cabeza. Lupe era hija de la vecina del tercero, una señora pechugona y esférica. La niña salió redonda desde chiquitita; era patizamba y, de las rodillas para abajo, las piernas se le escapaban cada una para un lado como las patas de un compás. No es que fuera gorda: es que estaba mal hecha, con un cuerpo que parecía un torpedo y la barbilla saliéndole directamente del esternón.
Pero lo peor, con todo, era algo de dentro; algo desolador e inacabado. Era guapa de cara: tenía los ojos grises y el pelo muy negro, la boca bien formada, la nariz correcta. Pero tenía la mirada cruda, y el rostro borrado por una expresión de perpetuo estupor. De pequeña la veía arrimarse a los corrillos de los otros niños: siempre fue grandona y les sacaba a todos la cabeza. Pero los demás críos parecían ignorar su presencia descomunal, su mirada vidriosa; seguían jugando sin prestarle atención, como si la niña no existiera. Al principio, Lupe corría detrás de ellos, patosa y torpona, intentando ser una más; pero, para cuando llegaba a los lugares, los demás ya se habían ido. Con los años la vi resignarse a su inexistencia. Se pasaba los días recorriendo sola la barriada, siempre al mismo paso y doblando las mismas esquinas, con esa determinación vacía e inútil con que los peces recorren una y otra vez sus estrechas peceras.
En cuanto a Lolo, vivía más lejos de mi casa, en otra calle. Me fijé en él porque un día los otros chicos le dejaron atado a una farola en los jardines de la plaza. Era en el mes de agosto, a las tres de la tarde. Hacía un calor infernal, la farola estaba al sol y el metal abrasaba. Desaté al niño, lloroso y moqueante; me ofrecí a acompañarle a casa y le pregunté que quién le había hecho eso. "No querían hacerlo", contestó entre hipos: "Es que se han olvidado". Y salió corriendo. Era un niño delgadísimo, con el pecho hundido y las piernas como dos palillos. Caminaba inclinado hacia delante, como si siempre soplara frente a él un ventarrón furioso, y era tan frágil que parecía que se iba a desbaratar en cualquier momento. Tenía el pelo tieso y pelirrojo, grandes narizotas, ojos de mucho susto. Un rostro como de careta de verbena, una cara de chiste. Por entonces debía de estar cumpliendo los diez años.
Poco después me enteré de su nombre, porque los demás niños le estaban llamando todo el rato. Así como Lupe era invisible, Lolo parecía ser omnipresente: los otros chicos no paraban de martirizarle, como si su aspecto de triste saltamontes despertara en los demás una suerte de ferocidad entomológica. Por cierto, una vez coincidieron en la plaza Lupe y Lolo: pero ni siquiera se miraron. Se repelieron entre sí, como apestados.
Pasaron los años y una tarde, era el primer día de calor de un mes de mayo, vi venir por la calle vacía a una criatura singular: era un esmirriado muchacho de unos quince años con una camiseta de color verde fosforescente. Sus vaqueros, demasiado cortos, dejaban ver unos tobillos picudos y unas canillas flacas; pero lo peor era el pelo, una mata espesa rojiza y reseca, peinada con gomina, a los años cincuenta, como una inmensa ensaimada sobre el cráneo. No me costó trabajo reconocerle: era Lolo, aunque un Lolo crecido y transmutado en calamitoso adolescente. Seguía caminando inclinado hacia delante, aunque ahora parecía que era el peso de su pelo, de esa especie de platillo volante que coronaba su cabeza, lo que le mantenía desnivelado.
Y entonces la vi a ella. A Lupe. Venía por la misma acera, en dirección contraria. También ella había dado el estirón puberal en el pasado invierno. Le había crecido la misma pechuga que a su madre, de tal suerte que, como era cuellicorta, parecía llevar la cara en bandeja. Se había teñido su bonito pelo oscuro de un rubio violento, y se lo había cortado corto, así como a lo punky. Estaban los dos, en suma, francamente espantosos: habían florecido, conforme a sus destinos, como seres ridículos. Pero se los veía anhelantes y en pie de guerra.
Lo demás, en fin, sucedió de manera inevitable. Iban ensimismados, y chocaron el uno contra el otro. Se miraron entonces como si se vieran por primera vez, y se enamoraron de inmediato. Fue un 11 de mayo y, aunque ustedes quizá no lo recuerden, cuando los ojos de Lolo y Lupe se encontraron tembló el mundo, los mares se agitaron, los cielos se llenaron de ardientes meteoros. Los feos y los tristes tienen también sus instantes gloriosos.

Rosa Montero