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jueves, 12 de marzo de 2015

Museo de Bellas Artes de Bilbao (2)


La trapera

Yo creo que en las ciudades grandes, si Dios está en algún lado, es en los solares. Esa irrupción de un campo desolado dentro del pueblo, me enamora. Nada para mí tan interesante como ver por las rendijas de una empa­lizada el interior de un solar, con el suelo lleno de ba­rreños rotos, de latas de petróleo, de ruedas de coche... ¿De dónde procederá todo esto?, suelo preguntarme, y quisiera que el puchero cascado me contara su historia desde que vino de Alcorcón, y la escoba vieja arrimada a la pared y el cacharro roto me iniciaran en sus secretos.
Pero cuando más me seducen los solares es en la pri­mavera; entonces me dan ganas de tenderme al sol con el sombrero echado sobre los ojos y pasar horas y ho­ras, mirando el cielo azul, viendo revolotear las abejas y los moscones mientras zumba el aire con murmullo sordo en los oídos.
Hay un solar junto a mi casa encantador; si algún día por casualidad pasáis de cuatro a cinco de la ma­ñana por allá, veréis a una vieja y a una niña, que em­pujan desde dentro dos tablas de la empalizada y salen furtivamente a la calle.
La vieja es pequeña, arrugada, sin dientes; lleva un saco vacío en la espalda y un gancho en la mano. La niña es flaca, desgarbada, tiene el rostro lleno de pecas y el cuerpo cubierto de harapos, pero andrajosa y des­greñada, irradia juventud y frescura.
Si luego que hayan marchado y doblado la esquina buscáis el sitio por donde salieron, veréis que las tablas desclavadas ceden a la presión de la mano, y que por el hueco que dejan se puede pasar al solar.
El terreno del solar no es llano; tiene en el ángulo que forman dos casas, una hondonada profunda... Al entrar se ve primero un camino, entre montones de cas­cote y de piedras, que se dirige hacia la hondonada.
En ésta hay una casa, si es que así puede llamarse a un cobertizo hecho de palos, al cual sirve de techo una puerta metálica, de esas de cerrar los escaparates de las tiendas, rota, oxidada y sujeta por varios pedruscos.
La casucha no tiene más que un cuarto.
En éste, junto a la ventana, hay un hornillo, y sobre la ceniza blanca unos cuantos carbones, que hacen her­vir con un glu-glu suave un puchero de barro.
A veces un chorro de vapor levanta tímidamente la tapadera y deja un vaho apetitoso en el cuarto.
Os digo que es apetitoso el olor que deja al hervir el puchero de barro...
El otro día, a las cinco de la mañana, espié la salida de la vieja y de la niña.
Salieron. La vieja se detuvo en la esquina, escarbó en un montón de basura, recogió unos papeles y unos trapos, los metió en el saco y ella y la niña siguieron su camino.
Se detenían a cada paso removiendo y escarbando los montones de basura. ¡Qué deporte el del trapero! ¿Eh?
Cada montón de basura es un enigma. Dentro de él ¡cuánta cosa no hay!, cartas de amor, letras de comerciante, rizos de mujeres hermosas, periódicos revolu­cionarios, periódicos neos, artículos sensacionales, res­tos de esplendores y de miserias, restos sobre todo de la tontería humana.
La vieja y la niña recorrieron todas las calles de los alrededores, cazando el papel, la bota vieja, el pedazo de trapo. Luego atravesaron la Plaza Mayor y siguieron por la calle de Toledo, que estaba triste y oscura.
Entraron en el cafetín del Rastro, sitio notable por albergar lo más florido de los golfos madrileños.
Casi todas las mesas estaban ocupadas en aquella hora por mendigos que dormían con la cabeza apoyada en los brazos. El aire lleno de humo de tabaco y de aceite frito, era irrespirable.
La vieja y la niña tomaron por diez céntimos cada una, café con aguardiente.
Salieron del cafetín. Una aurora de invierno se presentaba con colores sombríos en el cielo.
El piso bajaba por entre las dos filas de casas de la Ribera de Curtidores; luego se veía un montón confuso de cosas negras constituido por las barracas del Rastro y de las Américas; más lejos ondulaba la línea oscura del campo, bajo el cielo plomizo, de una mañana de invierno.
Bajaron la cuesta y atravesaron la Ronda. Allá, la vieja, habló con los vendedores ambulantes, discutió con ellos, con frase pintoresca, recargada de adornos de más o menos gusto, y cuando hubo cerrado sus tratos, volvió hacia Madrid.
Eran las siete. Las calles vecinas estaban intransita­bles; se cruzaban obreros, criadas, mozos de café, re­partidores...
La vieja compró un pan grande en la calle de la Ruda, a mitad de precio, le dio a la niña que lo guardó en la cesta, y las dos se dirigieron hacia su calle...
Empujaron las tablas de la empalizada y entraron rápidamente en el solar, quizá felices, quizá satisfechas por tener un hogar pobre y miserable, y un puchero en la hornilla que hervía con un glu-glu suave, dejando un vaho apetitoso en el cuarto.

Pío Baroja