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sábado, 16 de mayo de 2015

MNAC




El almirante al timón

Cuando la criada de color me pisó las gafas la otra mañana, era la primera vez que se me rompían desde que el difunto Thomas A. Edison cumplió setenta y nueve años. Recuer­do muy bien ese día, porque entonces trabajaba para un periódico y esa mañana me habían encargado que fuese a West Orange a entrevistar al señor Edison. Me levanté temprano y al ir a buscar las gafas debajo de la cama, donde siempre las dejaba, descubrí que la más formal y reflexiva de mis terriers escoceses las estaba mascando con calma. Las dos patillas (las piezas que se apoyan en las orejas) de carey habían sido devoradas, y Jeannie jugueteaba con los cristales sin demasiado entusiasmo. Ese día, cuando iba hacia Jersey sin las gafas, me di cuenta de que las desven­tajas de la miopía (ser corto de vista) quedan compensadas, al menos de manera parcial, por sus peculiares ventajas. Hasta ese momento, cuando se me rompían las gafas, tenía la costumbre de meterme en cama y no levantarme has­ta que me las hubiesen arreglado. Creía que sin ellas no llegaría muy lejos; como mucho recorrería una manzana, por el peligro de chocar con las cosas, de que me diera dolor de cabeza, de perderme. No me ocurrió ninguna de estas cosas, pero sí muchas otras. Vi la bandera de Cuba ondeando en lo alto del banco nacional, vi a una alegre anciana con una sombrilla gris atravesar el costado de un camión, vi un gato cruzar la calle rodando en el interior de un barrilito rayado, vi puentes elevarse perezosos en el aire, como globos.
Imagino que para encontrarse con semejantes fenó­menos hay que tener la proporción de vista justa: creo recordar que los oculistas me han dicho que, sin lo que uno de ellos denominó «compensación artificial» (gafas), sólo conservo dos quintos de visión. Con tres quintos o más, imagino que la bandera de Cuba habría sido la de Estados Unidos; la alegre anciana, un basurero con un cubo de ba­sura echado a la espalda; el gato, un trozo de papel de cera llevado por el viento; los puentes flotantes, el humo de los remolcadores suspendido en el aire. Con vista perfecta, estás irremediablemente atrapado en la vida diaria, eres prisionero de la realidad, tan perdido en la banalidad de los Estados Unidos de 1937 como Alexander Selkirk en su isla solitaria. Para la persona con ojos de lince, la vida carece de todas esas aristas suaves que para mí se funden con la fantasía; para la gente así, un soldador eléctrico es un soldador eléctrico y nada más, no un cohete lanzado en pleno día por un loco de remate. El reino de los medio cegatos es un poco como el país de Oz, un poco como el País de las Maravillas, un poco como Poictesme. Lugares donde puede suceder todo lo que se te ocurra, y gran parte de lo que nunca se te ha ocurrido.
Cuando la criada, al limpiar el apartamento, me pisó las gafas (se ve que no las había metido bien debajo de la cama), me pasé tres días trabajando en casa y no fui al centro a que me las arreglaran. Fue por entonces cuando conocí a un notable cocker spaniel de Chesapeake. Estaba asomado a mi ventana y al cabo de un instante lo vi -un perro noble y silencioso tendido en un antepecho- en lo alto de la entrada de una casa de piedra rojiza de la parte baja de la Quinta avenida. Estuvo allí tendido, orgulloso y austero, durante tres días y tres noches, insomne, sin probar bocado, el perro guardián perfecto. Para empezar, un perro corriente habría sido incapaz de subirse al elevado antepecho, en lo alto de la entrada; y un animal así no podía pertenecer a una persona corriente. La gente corriente era la que pasaba delante de la casa sin ver al pe­rro. Ah, finalmente me arreglaron las gafas y ahora sé que el perro ya no está, pero no he mirado para comprobar qué objeto prosaico ocupa el lugar donde él vigilaba con tanta devoción una de las últimas casas antiguas que quedan en la Quinta avenida de Nueva York; tal vez una maceta sin pintar o una bayeta que se le cayó a algún sirviente descuidado desde una ventana superior. El momento del desencanto sería demasiado duro; ya nunca miro por esa ventana en concreto.
A veces, por las noches, incluso con las gafas puestas, tengo unas visiones extrañas, increíbles, sobre todo cuando voy en coche y conduce otra persona (nunca conduzco de noche por temor a ir a parar al portal de algún místico mo­nasterio y no regresar nunca más). El verano pasado viajaba con alguien por una carretera rural cuando, de repente, le grité que tuviese cuidado. Aminoró la marcha y me pregun­tó con brusquedad qué ocurría. No hay peor experiencia que alguien te grite que tengas cuidado de algo que no ves. Lo que este conductor no veía y yo sí (por la noche los dos quintos de visión producen una especie de magia) era un diminuto y viejo almirante, con uniforme de gala que, mon­tado en bicicleta, se aproximaba en ángulo recto al coche en el que yo viajaba.
A lo mejor era la luz de las estrellas que asomaba detrás de un árbol, o una valla publicitaria del refresco Moxie, no lo sé, nos alejamos muy deprisa del lugar del que surgió de improviso, pero si volviese a verlo, lo reconocería. La brisa le agitaba la barba y llevaba el sombrero con gracia, medio ladeado, como el almirante Beatty. Lo estaba pa­sando estupendamente. Desde esa noche, el caballero que conducía se ha mostrado un tanto frío y distante conmigo. La verdad es que no puedo culparlo.
Volviendo a mis experiencias a simple vista y en pleno día, en caso de que el lector se haya enterado de la historia, el que mató quince gallinas blancas con guijarros fui yo. Los pobres bichos no tuvieron la más mínima oportuni­dad. Ocurrió hace muchos años, cuando vivía en Jay, Nue­va York. Había un huerto en la parte posterior de la casa, a unos veinte metros, y la dueña me había pedido que se lo cuidara en mis ratos libres y que ahuyentase a las gallinas de las granjas vecinas que iban a picotearle las verduras. Una mañana dejé la máquina de escribir un rato y, cuando me fui hacia la parte trasera de la casa, vi que una banda­da de gallinas blancas había invadido el huerto. Como era de esperar, en ese momento no me acordaba dónde había dejado las gafas, pero veía lo suficiente como para darle a las gallinas su merecido con la munición que tenía prepa­rada para esas ocasiones: un montón de guijarros. Antes de que pudieran impedírmelo, había acribillado todas las tomateras del huerto, en lo alto de las cuales, el atardecer anterior, la señora de la casa había colocado periódicos y bolsas de papel para protegerlas de los efectos de la helada. Fue una de las experiencias más negras de mis horas más borrosas.
Algún día, supongo, cuando las nubes estén henchidas, la lluvia caiga y la presión de las realidades sea demasiado grande, me quitaré las gafas adrede y echaré a andar por las calles. Tal vez nunca más se vuelva a saber de mí (siempre he creído que Ambrose Bierce se perdió en el olvido siguiendo su visión más que su capricho). Imagino que, dondequiera que vaya a parar, lo pasaré en grande.

James Thurber