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jueves, 9 de julio de 2015

Volcàns de la Garrotxa










El Dios de la lluvia llora sobre México        

De pronto oyóse por la parte de fuera un gran barullo y vocerío de la multitud; se oían gritos de asombro. Todos extendían sus bra­zos hacia poniente...
En la obscuridad de la noche veíanse grandes llamaradas, lejos, muy lejos, en el horizonte. Unas llamaradas monstruosamente altas, como una espiga gigantesca de fuego. Los tlascaltecas se inclinaban hacia aquel fuego y los sacerdotes hacían oscilar sus incensarios. El vocerío iba creciendo. Mesa, el artillero, inclinóse hacia Cortés:
-Augusto señor: Así era el aspecto del Vesubio cuando nos ba­tíamos frente a Nápoles.
En efecto; era el Popocatepetl. Los dioses estaban sedientos y ­pedían víctimas. Los españoles reanudaron el banquete. Solamente Ordaz quedó fuera mirando como hechizado aquella luz lejana. A medianoche fue a Cortés y le dijo:
-Señor. Te pido ayuda y permiso para realizar mi proyecto...
-Con todo mi corazón, don Diego.
-He contemplado largamente ese fuego que Mesa llama la fra­gua de Vulcano. Si vuestra merced no se opone a ello quisiera irlo a ver de cerca. Nunca he tenido ocasión de ver nada igual, así que estoy lleno de curiosidad y admiración. No será nada que redunde en desdoro o vergüenza para Castilla si mañana al amanecer parto para escalar la cima del volcán.
-Hablad con los guías, don Diego. Si creéis que no hay peligro en ello para vuestra vida; si no ha de significar descrédito para nues­tros hombres y si así queréis iluminar vuestra alma, hágase conforme a vuestros deseos y suceda todo según la voluntad de Dios. ¿Quién podría oponerse?
*** 
El guía miró temeroso el ligero calzado español. No se podía dar a entender con palabras; pero hizo señas y señaló las gruesas suelas de sus sandalias. Ordaz no le hizo el menor caso. Un indio fue car­gado con tocino y pan.
El camino pasaba por entre la exuberante y hermosa vegetación de las tierras altas. Sin embargo, aquí y allí se veía ya el vivo trazo de algún riachuelo de ardiente lava. Ordaz, apoyado en su ligera lanza y envuelto en su capa, ascendía tenazmente. Los tlascaltecas se susurraban palabras al oído y opinaban que un espíritu extraño se había apoderado de su cuerpo. En verdad que sus ojos estaban extre­madamente abiertos y fijos siempre en aquel resplandor; parecía es­tar febril. Todo le parecía fácil y magnífico. Era aquello tan hermoso como pisar por primera vez un mundo nunca visto.
Después de la región de las encinas, siguió la zona de las conífe­ras. Aquí estaba ya seguramente a más de siete mil pies de altura. La montaña parecía exhalar como una niebla asfixiante y venenosa. El paisaje a ratos parecía de una campiña ordinaria; en el fondo y arriba, aparentemente variante según la marcha del camino, se veía la cumbre. Pronto el terreno estuvo hendido por grandes quebradu­ras y grietas; los indios comenzaron a temblar. Siguieron subiendo hasta que alcanzaron un refugio; el último que habían levantado allí los servidores de los dioses. Los sacerdotes miraron de hito en hito a los viajeros; les ofrecieron agua, aguardiente fuerte de enebro y unas raíces cocidas. Los guías celebraron consejo. Era misión de aquellos sacerdotes escrutar el pensamiento de los dioses y esos hombres piadosos les dirían si era permitido seguir la ascensión.
Los sacerdotes señalaron un círculo. De allá para abajo pertene­cía todo, todo, a los hombres. Pero hacia arriba era ya la eternidad donde vivía el Eterno Señor del Trueno y del Relámpago. Se lo ex­plicaron a Ordaz con palabras entrecortadas y difícilmente halladas:     
«Hemos llegado al límite de nuestro camino, señor.»
El español movió la cabeza y siguió subiendo. Caía la tarde y todo se había ido borrando en la obscuridad; entonces es cuando lle­garon a esa zona alta donde cesa completamente la vegetación. Aquí  y allí veíase todavía alguna mancha de líquenes o musgos, resecos por el sol y medio arrancados por el fuerte viento.
Aquella pequeña luz de la hoguera indicaba a los sacerdotes dón­de se encontraban los ascensionistas; habían llegado ya al límite don­de empieza el reino de los dioses. Entonces hicieron una señal con fuego que significaba: «Retroceded». Pero sólo los guías compren­dieron el significado de la señal y trataron de explicarla con gestos y palabras medio dichas. Había que elegir entre el hombre o Dios. Y el hombre estaba poseso de demonios extranjeros. Los dioses allá en la cumbre habían puesto sus miradas en él. Los indios conocían la respiración de la montaña que obligaba a cerrar los ojos. Descan­saron en una depresión del terreno. Ordaz, apoyado en la lanza, se­guía soñando con los ojos abiertos. El aliento de la montaña. Un indio tomó el saco del pan y del tocino e hizo señal al otro. Como sombras se arrastraban por el suelo. En pocos minutos no quedaba huella de ellos.
Alboreaba. Los tres españoles habían quedado solos con los za­patos destrozados, temblando de frío, sin otro calor que el que les podía dar algún trago de pulque. A Ordaz todo eso le era indife­rente:
-Indios torpes y supersticiosos, con eternos escrúpulos... Nos­otros somos españoles, cuya brújula guía el Espíritu Santo.
El camino seguía por altas tierras peladas. No había gargantas o trincheras, ni peñascales; las piernas no tenían trabajo difícil; pero el cuerpo iba perdiendo fuerza. Cada dos pasos tenían que pararse para poder respirar y habían de animarse unos a otros continua­mente:
-¡Ánimo, camarada!
Los zapatos parecían de plomo. Hacia el mediodía se les acabó el resuello. Ordaz ató a los tres uno con otro. No podían conservar ya ningún ritmo en la subida; no quedaban ya fuerzas humanas. El aire era sutil y cortaba en sus gargantas como si estuviera formado de miles de agujas. Aparecieron pronto las primeras gotas de san­gre en las ventanas de la nariz. El soldado se apretaba una de las ventanas de la nariz con su grueso pulgar; bajóse después y arrancó un poco de musgo de una roca y con ello se la taponó. Parecían cadáveres. En la mano llevaban la calabaza del agua; pero estaba ya vacía. Así llegaron a una superficie grande sembrada como de peines de rocas. Hubo que dar un rodeo. Uno de los españoles, un joven de Extremadura, se encogió; no podía andar ya ni un solo paso más. Miróle Ordaz:
-¡Échate!... y tú, Bernabé, cuida de él. Ahora seguiré yo solo. Si sucede algo y no puedo continuar adelante, dispararé un tiro. En­tonces ven hacia mí... Ten cuidado con las huellas... pues entonces me habrás de buscar a mí, Bernabé.
Echó hacia un lado. Se sentía hasta ligero y fresco ahora que no tenía la preocupación de los compañeros ni de su equipaje. Sus pul­mones funcionaban un poco mejor. No trepaba rectamente sino que describía un amplio círculo. Por todas partes había nubes de nieve. Mirando hacia abajo vio un gran surco como si los dioses lo hubieran excavado en el principio de los siglos. Dos cumbres gigantescas se elevaban hacia el cielo infinito: la una con la melancolía helada de los glaciares. Alrededor de los hombros un mantón de nieve blanca; sobre su cabeza, una cofia de hielo.
El sendero torcía hacia el Sur, entre rocas que parecían haber sido diseminadas por un titán. Al dar la vuelta a una de ellas vio entre la niebla algo que resplandecía. El sol trataba de atravesar aquellos vapores: Abajo brillaba algo, en dirección Sur; se veía como un res­plandor de cien antorchas. Al principio veíanse solamente como mul­titud de manchas de azul plateado, como si alguien jugase con un espejo desde una distancia inmensa... Parecía un lago o un mar; más bien un lago, porque a su alrededor y a gran distancia veíanse las orillas... En ellas parecían haber millones de criaturas jugando con guijarros de todos colores... Casas, jardines, torres... Aquí el aire era tan tenue que todo parecía que se levantaba... Campos, canales, plantaciones, parecían estar ahí mismo llevados por una luz purísima. Allá, infinitamente abajo, había ciudades y campos, otra vez ciudades y millones de pequeñas hormigas que iban y venían atareadas y presurosas.
Eso duró un buen espacio de tiempo. El español se estremeció. Recordó un sermón: «No visto por ningún ojo, ni oído por ningún oído... no comprendido por ningún corazón humano...» Nadie, nin­guno de los caballeros del Espíritu Santo había visto jamás esos cam­pos, esos milagros, que aún vistos desde aquí rígidos y estáticos por la distancia, se elevaban junto a otros: pilones de piedra, argamasa y sangre como reunidos por la mano de un niño.
El alma no le decaía y lo sostenía. El vértigo podía caer sobre él de un momento a otro; pero él siguió subiendo por alturas escarpa­das. Sostenía su pañuelo contra la nariz, porque el aliento venenoso de la montaña amenazaba con asfixiarle. Su lanza se hundía profun­damente en el suelo. A su alrededor se extendía una capa de lava como gelatinosa, restos de anteriores erupciones, fundidos otra vez por nuevas fuerzas. Y así llegó al pie del cráter. A su alrededor rei­naba absoluto silencio, tan absoluto que parecía impermeable a todo rumor de vida y congelaba la sangre en las venas. Ordaz trató de es­cuchar su propia voz, pero sólo le fue posible sacar de su garganta un quejido. Por fin pudo articular: «Ave María... Ave María». Llevaba una cuerda y un frasco de aguardiente. Atólo a la punta de su lanza y lo bajó al fondo de una hendidura donde brillaba algo como un espejo; lo que ayer aún estaba ardiendo e hirviendo hoy pa­recía ya que comenzaba a solidificarse. ¿Era aquello plata u oro puro?... Pensó en los cuentos de los indígenas: «Un mirlo -de­cían- estaba posado sobre una peña de esmeraldas». Y al decirlo, señalaban hacia arriba. Lo mismo que en Cempoal, cuando llegó aquel jinete gritando: ¡Las casas son de plata!
Ordaz sabía que todo lo que le rodeaba era un milagro. Sin em­bargo, ¿podía Dios por medio de un milagro superar a su propio milagro? Subió la vasija; dentro se había introducido un líquido es­peso que olía a azufre. Ahora podía ya convencerse de que aquel mineral fundido que viera no era ni oro ni plata, sino otro metal cualquiera, desconocido para él. Mesa, con su sensatez habitual, lo había dicho ya: Aquello era el taller, la fragua de Vulcano.
Apenas le quedaban fuerzas para seguir. No llevaba nada consigo que le permitiera erigir allí arriba una cruz. Estaba solo; los vapores le asfixiaban; su vista se nublaba; tenía náuseas. Se descolgó hasta una pequeña lengua de tierra que avanzaba sobre las mismas fauces del cráter. Tanteó antes si se hundía bajo sus pies. Se arrastró hacia delante para asomarse sobre el borde del terrible cráter, donde pa­recía estar el caos en ebullición. En efecto, el padre Vulcano hoy tra­bajaba de veras en su fragua. A un lado había una piedra arenisca en equilibrio. Ordaz la arañó y la superficie brilló con un color obs­curo. Con sus últimas fuerzas dibujó el signo de la cruz sobre aque­lla piedra con ayuda de su lanza. Después hizo lo que habían aprendido de Colón todos los demás conquistadores: Tomó posesión del monte y del cráter con todos los tesoros que pudieran contener en nombre de Don Carlos de Austria y de España.
Para regresar hubo de dejarse guiar por sus propias huellas. Trabajaba su instinto. Sus pisadas habían quedado grabadas en la nieve, en la lava, en el hielo. De vez en cuando debía detenerse. Ahora se le había despertado el ansia de volver con los suyos, contar todo lo que había visto... volver a su casa... salir de este infierno... ¡Ma­dre!... ¡Madre!... Cien veces llevó el dedo al gatillo del mosquete para pedir auxilio... pero sabía que el hacer eso era lo mismo que rendirse. Significaba que un hidalgo se daba por vencido... ¿Anun­ciaba el cielo tormenta o crepúsculo? El aire parecía fragmentarse en átomos. Todo le pesaba y le aplastaba. Grande era la tentación de arrojar todo lo que llevaba encima..., pero si tiraba la vasija con aquel metal- ¿dónde está la prueba, don Diego? - habrían de decirle. Le parecía oír ya la burlona voz de Cortés:
-¿Habéis echado un sueñecito a la sombra, señor?
Eso era su única prueba. No; debía seguir arrastrándose apoyán­dose en la lanza... así que nada arrojó lejos de sí ni tampoco pidió auxilio alguno. Fuese descolgando montaña abajo; parecía enveje­cido; sobre su barba llevaba flores de azufre y la escarcha daba a su tez un color cerúleo. Sus dientes castañeteaban de frío. Por fin des­cubrió a los soldados que precisamente se ocupaban en aquel mo­mento de encender una hoguera con las lanzas, algunas ramas y al­gún musgo para hacer así una señal con que guiarlo. Ordaz se ende­rezó; era el Caballero del Espíritu Santo, Diego de Ordaz, uno de los muchos miles de nobles castellanos. Sus vestidos estaban mojados por la nieve y desgarrados; sus pies iban envueltos con pedazos de tela, pues su calzado quedó arriba destrozado. Pero se había ende­rezado, extendió su lanza con la vasija atada a la punta y allí medio se derrumbó... y quedó silencioso.

Laszlo Passuth