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martes, 13 de octubre de 2015

Diables de Vilanova





Los vendedores de imposibles

Galway, 10 de julio.

La feria de san Patricio es la fiesta máxima del año en esta pequeña ciudad irlandesa. Acuden a ella comer­ciantes, juglares, acróbatas y músicos, desde todos los rincones del país; además, llegan innumerables grupos de gente del campo.
Esa feria dura tres días, y tanto el barrio del puer­to como los suburbios se llenan de barracas, palcos, bancos y ruidos que resuenan por todas las calles y plazas. Es una bacanal rústica y diabólica que, tanto durante el día como durante la noche, no conoce inte­rrupción de los gritos, los ruidos, las músicas, los estré­pitos y las resonancias de las cornetas y trompas.
Los ciegos cantan melopeas tristes que nadie escucha; los negros bailan y ruedan hinchando las mejillas, los muchachitos se gastan los labios soplando en las corne­tas; los jóvenes hacen estallar petardos entre los pies de las muchachas, éstas agitan en el aire los multicolo­res componentes de sus ropas; los viejos beben, fuman y ríen; disparan los tiradores al blanco; los charlatanes hablan hasta quedar roncos; los saltimbanquis se esti­ran y retuercen; sudan los vendedores de líquidos; chirrían los gramófonos, gimen y gorjean las radios. En una palabra: se concentra el ruido bestial y la balumba infernal de todas las ferias del mundo.
Entontecido por el calor y el fragor me alejaba en dirección al campo, pensando para mí cuán locos y bufones eran mis semejantes al llamar fiestas y diversiones a esos ataques de furor colectivo, capaces únicamente de herir los oídos, de echar a perder el estómago, de mar­tirizar el cerebro, de impedir el sueño y de multiplicar las enfermedades nerviosas. Sentía necesidad de sole­dad y silencio. ­
Pero cuando estaba ya dejando atrás la ciudad en­treví a mi derecha, en el término de una callecita breve, que había allí una placita donde estaban algunas perso­nas en pie, parecían escuchar y mirar a alguien que yo no podía distinguir. No partía de allí ruido alguno, y quise conocer las causas de aquel prodigio.
Más que plaza parecía ser un gran patio rodeado por edificios altos, oscuros y leprosos, ennegrecidos y descortezados por el aire salino. Se aproximaba el cre­púsculo, y el conjunto causaba una impresión de am­biente misterioso y embrujado. Había en la placita una especie de escenario abierto que tenía a los costados colgaduras negras a modo de bastidores. En el tablado, y a poca distancia una de otra, se veían dos mesas de abeto, sin pintura, y detrás de cada una estaba de pie un viejo, ambos de elevada estatura, de largas barbas blancas y de rasgos severos. Uno de ellos vestía una garnacha de terciopelo turquí, el otro tenía puesta una tú­nica color castaño que le daba el aspecto de un fraile.
Una de las mesas estaba ocupada por objetos que brillaban a los últimos reflejos del sol; la otra estaba llena de botellas de tamaños diversos.
El viejo vestido de turquí levantó uno de los obje­tos brillantes y lo enseñó a las pocas personas presen­tes. Era un espejo redondo.
-Este -dijo- es el espejo revelador del tiempo pasado; en él podréis ver a vuestro gusto las imágenes de vuestros difuntos padres, de los antepasados más lejanos de vuestra familia.
Luego, el viejo vestido de castaño levantó una bote­lla de color hiel y exclamó:
-Esta botella contiene un licor portentoso. Bastan unas pocas gotas para devolver la vida a un moribundo o a un cadáver. Pero debo advertir que esa resurrección no puede durar más de veinticuatro horas.
El otro viejo tomó de su mesa otro espejo, de forma oval y dijo así:
-Este es el espejo de la belleza desconocida. Todo el que se mire en él después de haberse purificado con un baño, se verá a si mismo bellísimo, aun cuando sea un monstruo deforme o una bruja repugnante.
El viejo de castaño enseñó otra botella, pequeña y transparente:
-En esta botella está contenida una esencia oriental que inspira ternura y voluptuosidad. Bastará que la ha­gáis oler a la mujer que se os resiste, y os amará. Pero debo confesar que su milagroso efecto no dura más de doce horas. Sin embargo, en doce horas un enamorado audaz puede obtener mucho de lo que desea.
El viejo de turquí, a su vez, mostró otro, espejo gran­de y cuadrado:
-Este se llama el espejo de las verdades futuras. Mirándolo atentamente por espacio de muchas horas sin cansaros, veréis desfilar los hechos notables de vues­tra vida futura hasta la hora de la muerte. Cada uno de vosotros podrá conocer anticipadamente lo que le sucederá, tanto lo bueno como lo malo.
El viejo de castaño alzó otra botella, grande y de color verde:
-Escuchad, señores. Esta es una de las bebidas más prodigiosas entre todas las que se pueden ofrecer a los hombres y, sobre todo, a las mujeres. Cada gota os hará retroceder un año, veinte gotas os quitarán veinte años de edad. Pero se advierte que la juventud así recupe­rada desaparece al cabo de dos días. Mas, ¿quién no querrá comprar por dos libras esterlinas dos días de fresca y altiva juventud?
El viejo de turquí mostró al público otro espejo, esta vez triangular.
-Con este espejo se supera y vence cualquier dificultad para leer escrituras indescifrables o extranjeras. Poned mirando hacia el mismo una carta llena de abre­viaturas o de manchas, la página de un libro escrito en árabe o japonés, y todo lo podréis leer y comprender en inmejorable inglés.
El otro empuñó una de sus botellas, parecida  a un frasco de medicinas, y afirmó:
-La emulsión contenida en esta botella es una de las más prodigiosas que puedo ofrecer a mis oyentes: ingerida en ayunas -y bastan dos cucharadas de sopa-, proporciona improvisadamente al bebedor el genio político. Se recomienda especialmente a los dipu­tados, a los ministros, a los secretarios de partidos po­líticos, y también a los simples consejeros comunales; desgraciadamente, el efecto dura muy poco, tan sólo cuarenta minutos. Pero en cuarenta minutos un político puede tomar decisiones capaces de cambiar la suerte de una nación y hasta de todo un continente.
El otro viejo, sin dejar pasar un instante, tomó un enorme espejo hexagonal y dijo así:
-Señores y amigos: con este espejo podréis descu­brir a vuestro gusto lo que está sucediendo lejos de vosotros, de vuestra casa y de vuestra ciudad. Podréis ver qué es lo que hace vuestra mujer amada, cómo se comporta vuestro hijo en la Universidad o en el buque en el que viaja por los mares, podréis ver lo que sucede en la Corte del emperador y en las casas de vuestros amigos. Su nombre es: el espejo de las realidades aproximadas.
Aún no había concluido de hablar cuando su compa­ñero tendió hada el escaso auditorio otra botella; volu­minosa y de color azul:
-Sin duda alguna sabéis que cada uno de nosotros no está viviendo por vez  primera, que hemos tenido otras existencias; otras vidas en otras edades. Quien bebe un sorbo del líquido contenido en esta botella podrá verse a sí mismo tal cual fue en los siglos pasados, con otros aspectos externos y otros destinos. Pero este mi­lagro tiene una duración mínima: cinco minutos. Recordaréis que los moribundos pueden repasar en poquí­simos instantes toda su existencia, del mismo modo aquí. Apresuraos ciudadanos, porque ésta es la última de mis botellas.
Atónitos y dudando, los pocos presentes no decían palabra, ninguno compraba y los dos viejos no demos­traban prisa en vender. El crepúsculo se acentuaba más y más, la plaza se hacía más negra y siniestra. Los dos viejos hablaban en voz baja.
Abandoné aquel lugar y marché hacia las afueras a lo largo de un camino arbolado. Pero después de dar unos centenares de pasos, pensé:
-¿Y si todo fuera verdad...? ¿Si aquellos charlata­nes no fueran charlatanes?
Repentina e irresistiblemente me sobrevino la tenta­ción de comprar todos los espejos y las botellas. Con pocas libras esterlinas me quitarían la curiosidad. Los españoles suelen decir: ¡¿Quién sabe?!.
Volví lentamente sobre mis pasos y hallé la placita, pero aquel lugar estaba desierto y silencioso, la gente había desaparecido, el escenario y sus colgaduras no se veían, los dos viejos se habían desvanecido. Solamente estaban firmes las casas negras, altas, leprosas, apretadas.

Giovanni Papini