Blogs que sigo

miércoles, 21 de octubre de 2015

Florinda Chico


La espuma         Cap. XI                
...
Súbito apareció en la puerta de la sala Clementina seguida de Osorio, de Mariana y de Calderón. Los cuatro traían el semblante inquieto y asustado. Sus ojos se clavaron a la vez en Salabert, hacia el cual avanzaron precipitadamente.
-Papá, escucha una palabra -le dijo Clementina. Salabert se destacó del grupo y fue a reunirse con los otros en el opuesto rincón.
-¡Esa mujer está ahí!... -dijo aquélla con voz altera­da, los ojos relampagueantes de ira.
-¡Es un escándalo! -manifestó Osorio.
-Algunas personas ya se han ido, y en cuanto se en­teren, se irán todas -apuntó con más sosiego Calderón.
-¿Qué mujer está ahí? -preguntó el duque abriendo mucho sus ojos saltones.
¡Esa mujer!... esa Amparo la malagueña -replicó su hija buscando el tono más despreciativo.
-¡Cómo! -exclamó el duque con profundo estu­por-. ¿Se ha atrevido esa z... a presentarse en el baile? ¿Quién la ha dejado pasar? Mañana mismo despido al portero.
-No; a quien hay que despedir ahora mismo es a ella... ¡en seguidita! -dijo Clementina atropellándose por la cólera.
-¡Sí, sí... ahora mismo! ¿Cómo es eso? ¡Atreverse esa desvergonzada a poner los pies en esta casa y en un día semejante! ¿Ya no hay pudor? ¿Ya no hay vergüen­za? ¿En qué país estamos? ¿Pero cómo ha podido pasar? ¡Una fiesta que había comenzado tan bien!
-Traía invitación, al parecer.
-Pues la ha robado o estará falsificada.
-Bien, bien; concluyamos pronto -dijo Clementina con voz irritada-. Está en los salones. Es necesario que vayas a allá y la notifiques que haga el favor de salir, del modo que mejor te parezca... ¡Pero pronto! antes que lo perciba la gente... y sobre todo, mamá...
-No, chica; yo no voy... Me conozco bien y sé que no podría contener mi indignación. No nos conviene llamar la atención en este momento... Ve tú, ve tú... y que se largue pronto...
Clementina, sin pronunciar otra palabra, se alejó con paso rápido, el rostro pálido y contraído, los labios trémulos. Lanzóse en el torbellino de los salones y buscó ansiosamente a la intrusa. No tardó muchos minutos en hallarla ¡oh vergüenza! del brazo del marqués de Dávalos.
Estaba espléndidamente hermosa la ex florista con su traje de María Estuardo. Llevaba un sobretodo acuchi­llado de mangas abiertas, color carmesí recamado de oro; un elegante prendido de encaje y menudas floreci­llas de esmalte y perlas. Su incomparable belleza irritó aún más la ira de Clementina.
La hermosa odalisca de Salabert, aunque de inteligen­cia limitadísima, había tenido tiempo a reflexionar que su presencia en el baile podría acarrear un conflicto. Pero su antojo era tan vivo y desordenado, que de ningún modo quiso dejar de satisfacerlo, de lucir su costoso vestido de reina de Escocia. Pensó que podría sortear aquella difícil situación yendo a última hora, dando un par de vueltas por los salones y retirándose en seguida. Hízose acompañar de una amiga vieja de aspecto venerable. Amargo desengaño debió de experimentar cuando al penetrar en los salones y tropezar con una porción de distinguidos salvajes a quienes trataba con intimidad, Pepe Castro, el conde de Agreda, Maldonado y otros, observó que todos le volvían la espalda y se apresuraban a alejarse. Tan sólo el fiel Manolo, el loco marqués de Dávalos, la reconoció y consintió en la mengua de ofrecerla el brazo. 
Pocos minutos pudo disfrutar de su apoyo la malagueña. Cuando una sonrisa de triunfo plegaba ya sus labios y a paso lento y majestuoso iba dando su apetecida vuelta por los salones, se encontró repentinamente frente a Clementina. Sin previo saludo ni la más leve inclinación de cabeza, ni hacer caso alguno de su acompañante, ésta le puso la mano en el hombro, diciéndola: -Tenga usted la bondad de escuchar una palabra.
María Estuardo empalideció, titubeó unos instantes, perdieron mucho en el estético. Porque, a la verdad, y por fin dijo con firmeza y ademán orgulloso:        
-Nada tengo que hablar con usted. A quien deseo ver es al dueño de la casa, al duque de Requena. Margarita de Austria le clavó una mirada iracunda, que la otra sostuvo sin pestañear. Luego, acercando la ­boca a su oído, le dijo con rabioso acento:                             
-Si usted no me sigue ahora mismo, llamo a dos criados para que la saquen del salón a viva fuerza.                                                                                                                                         
La reina de Escocia se estremeció; pero tuvo aún ánimos para contestar:
-Deseo ver al señor duque.
-El señor duque no está visible para usted... ¡Sígame, o llamo!
Y al mismo tiempo echó una mirada en torno como en ademán de cumplir su promesa.
La Estuardo empalideció aún más. Desprendiéndose del brazo de Dávalos la siguió al fin.
Esta escena había sido observada por varias personas; pero nadie osó seguirlas si no es el demente Manolo, que lo hizo de lejos. La esposa de Felipe III se dirigió a la antesala y allí dijo a un lacayo:
-El abrigo de esta señora.
No se habló otra palabra. El lacayo entregó el abrigo. María Estuardo se lo puso sin ayuda de nadie, con mano temblorosa. Luego avanzó unos cuantos pasos, y volviéndose de pronto, dirigió una mirada de odio mortal a Dª. Margarita de Austria, que se la devolvió acompañada de una sonrisa de desprecio.
Estaba de Dios que la desgraciada reina de Escocia había de ser humillada siempre. Primero lo fue por su tía Isabel de Inglaterra. Ahora la reina Margarita la ponía sin miramientos de patitas en la calle. Donde encontró a su venerable amiga dentro ya del coche. Al ver el comienzo de la escena pasada se había escabullido prudentemente. Antes que partiesen, el marqués de Dávalos se juntó a ellas. No sabemos lo que los salones de Requena ganaron en su aspecto moral con la mar­cha de María Estuardo; pero sí podemos afirmar que estaba lindísima.
El baile tocaba a su fin. Comenzaron los preparativos para el gran cotillón. La muchedumbre se había aclara­do un poco. Algunos se fueron antes de terminar el bai­le, viejos en su mayoría a quienes hacía daño al trasnochar. Entre las damiselas hubo la agitación y el movi­miento que precede siempre al cotillón. En esta última etapa el baile adquiere un aspecto de recreo familiar muy grato. El arte y la imaginación intervienen para arrancarle sensualidad y hacerle un pasatiempo inocen­te, al estilo de las hermosas fiestas que en el siglo XIV se celebraban en los palacios de Inglaterra y Francia. Para las niñas casaderas suele ser también el momento en que termina el primer acto de la comedia amorosa que han empezado a representar.
Pepe Castro había recibido el consejo de su ex querida Clementina referente a la conveniencia de festejar a la niña de Calderón, con risa como ya hemos visto. Sin embargo, no le cayó en saco roto. Mientras bailaba y bromeaba con otras jóvenes, no dejó de acordarse más de una vez. Al llegar el cotillón se acercó a Esperancita preguntándole si quería ser su pareja, a sabiendas de que esto no podía ser, pues todos los pollastres se apresuran a pedir tal merced a las damas así que entran en el baile. Pero le convenía para el plan que comenzaba a desen­volverse en su cerebro, fecundo en abstracciones. La niña lo tenía, en efecto, comprometido con el conde de Agreda; mas al oír la demanda de Castro, sintió tales deseos de acceder a ella, que con sorprendente audacia respondió que sí.
La duquesa designó como dama directora a la conde­sa de Cotorraso, a la cual se unió Cobo Ramírez. Éste se imponía en todos los bailes como habilísimo director de cotillones. Tan era así, que muchos días antes del baile ya había celebrado largas conferencias con Clementina acerca de este punto esencialísimo.
Formóse el corro de sillas. Pepe Castro fue a sacar a Esperanza, que tomó su brazo de buen grado. Mas antes de dar un paso llegó el conde de Agreda.
-¡Cómo, Esperancita! ¿No me había usted concedido el cotillón? -preguntó sorprendido.
La audacia no abandonó a la niña, la audacia de la mujer enamorada.
-¡Ay, perdóneme usted, León! Cuando se lo concedí a usted no me acordaba que ya lo tenía comprometido con Pepe -respondió en un tono que podía envidiar la más consumada actriz.
El conde se retiró diciendo algunas palabras de cor­tesía, que no pudieron ocultar su mal humor. Cuando quedaron solos, Esperancita, asustada de aquel testimon­io de interés que había dado a Castro, se apresuró a disculparse ruborizada.
-La verdad es que no me acordaba de que lo tenía comprometido con León... Y como ya había tomado el brazo de usted... y además el conde baila de un modo que me fatiga mucho...
Pepe Castro no abusó de su triunfo; se manifestó modesto y sumiso. En vez de galanteada descaradamen­te, adoptó un temperamento más insinuante, colmándo­la de atenciones delicadas, estableciendo mayor confian­za entre ellos, mostrándola, en una palabra, mucho cariño, pero sin hablada de amor. La niña rebosaba de dicha. Empezaba a sentirse adorada. Creía que la sim­patía y el afecto con que siempre se habían tratado Pepe y ella se transformaban al fin en amor. Su corazón empezó a saltar alegremente dentro del pecho.
También Ramoncito estaba satisfecho con aquel true­que. El conde de Agreda le era de poco tiempo atrás muy antipático, casi tan antipático como Cobo Ra­mírez, porque empezó a sentir de él los mismos celos que del otro. En cambio, a Pepe Castro considerábalo como su mismo yo; otro concejal más esbelto. Las atenciones que Esperancita le guardase, las tomaría como dirigidas a su propia persona. Así que, al verlos del brazo, se conmovió profundamente, y al acercarse a ellos para decides algunas palabras insignificantes no pudo menos de ruborizarse. Pepe le hizo un guiño malicioso como diciendo: "Has triunfado en toda la línea". El joven concejal sintió que se acercaba a pasos de gigante el logro de sus esperanzas y el apogeo de su dicha.
El cotillón fue digno remate de aquel baile brillantí­simo. La fantasía de Cobo Ramírez, apretada por la gravedad del caso, fascinó a los invitados con peregrinas trazas y artificios delicados: los tuvo enajenados cerca de una hora. Llamó la atención, y le valió unánimes aplau­sos, un juego de sortija que se organizó en el medio del salón. Cobo dividió a los caballeros en dos cuadrillas, que tiraron alternativamente flechas con unos primoro­sos arcos dorados a la sortija suspendida por una cinta del techo. Los vencedores tenían derecho a bailar con las damas de los vencidos, mientras éstos los habían de seguir dándoles aire con el abanico. Organizóse después otro juego de cintas para las damas. La vencedora salió un momento del salón y apareció en seguida en un magnífico carro tirado por cuatro lacayos vestidos de esclavos negros: dio así una vuelta rodeada de todas las demás, al compás de una marcha triunfal. Estas y otras invenciones no menos famosas, dejaron para siempre sentada sobre bases sólidas la fama del hijo de los marqueses de Casa-Ramírez.
Terminado el cotillón, comenzó el desfile de la gente. Fue una retirada estrepitosa. Toda aquella muchedum­bre se agolpó en el vestíbulo y en la escalinata, charlan­do en voz alta, riendo, gritando alguna vez en demanda del coche. El vasto jardín, iluminado por algunos focos de luz eléctrica, ofrecía un aspecto fantástico, invero­símil, como los paisajes de los cosmoramas de feria. Aquellas luces blancas, intensas, hacían aún más negro y profundo el follaje, borraban los linderos del parque extendiéndolo desmesuradamente. La noche era des­pejada. En el oriente azuleaba ya la aurora. Hacía un frío intenso. Envueltos en sus gabanes de pieles, los jóvenes salvajes quemaban los últimos cartuchos de su ingenio en honor de las hermosas damas que tenían cerca. Los costosos y pintorescos abrigos de éstas chilla­ban debajo de las bombillas eléctricas. Los caballos piafaban, los lacayos gritaban, y los coches, al acercarse lentamente a la escalinata, hacían crujir la arena de los caminos. Sonaban golpes de portezuelas, ruido de besos, voces de despedida. La rueda de los coches, al pasar por delante de la gran escalinata, iba arrebatando poco a poco a los que allí estaban para dispersarlos por todo Madrid en busca de reposo.
Pepe Castro se había colocado al lado de Esperancita y la hablaba dulcemente al oído. La niña, embozada hasta los ojos, sonreía sin mirarle. Cuando su coche llegó al fin, se estrecharon las manos largamente.
-Supongo que no nos tendrá tanto tiempo olvidados como hasta ahora; que irá por casa más a menudo -dijo ella teniendo aún su mano entre las del gallardo salvaje.
-¿Usted quiere de verdad que vaya a menudo por su casa? -dijo mirándola fijamente como un magne­tizador.
-¡Ya lo creo que quiero!
Al decir esto se ruborizó fuertemente debajo del embozo, y desprendiendo bruscamente su mano, siguió a su mamá que entraba en el carruaje.
Pepa Frías había dicho a su hija:
-Mira, chica, cuando nos vayamos, deseo que Emi­lio me acompañe. Estoy nerviosa y no podría dormir si no le ajustase antes las cuentas. No quiero más escánda­los, ¿sabes? Le voy a dirigir el ultimátum. Si persiste, tú te vienes conmigo y él que se vaya al infierno.
Estaba furiosa. Su hija, aunque quisiera poner repa­ros a esto de la separación, pues adoraba a su infiel marido, no se atrevió. Bajó sumisa la cabeza. Cuando llegó el momento de marchar, Pepa se dirigió a su yerno:
-Emilio, haz el favor de acompañarme. Deseo ha­blar contigo.
"¡Malo!" dijo para sí el joven.
-¿E Irene?
-Que vaya sola. No se la comerán los lobos -res­pondió ásperamente.
"¡Malísimo!" tomó a decirse Emilio.
En efecto, Irenita, dirigiendo ojeadas de temor y ansiedad a su mamá y su marido, se metió sola en su berlina, mientras ellos subían a la de la primera.
Cuando el carruaje comenzó a rodar. Emilio, para desarmar a su suegra, quiso, como un chiquillo que era, desviar el rayo sacando una conversación que pudiese entretenerla.
-¿Ha visto usted qué audacia la de Amparo? La creía capaz de muchos desatinos, pero no de uno semejante.
Y habló de la Amparo con gran verbosidad sin conseguir que su suegra desplegase los labios. Lo mismo sucedió cuando principió a hacer comentarios acerca de la fortuna de Salabert, de los gastos del baile, del extraordinario honor que había merecido de los sobera­nos aquella noche, etc., etc. Pepa reclinada en su rincón, guardaba un silencio feroz que no anunciaba nada bueno. Pero Emilio, sin desanimarse, tocó con habilidad la tecla que responde en todas las mujeres.
-¿Sabe usted, Pepa (así la seguía llamando, lo mismo que cuando era novio de su hija), que en un grupo donde estaba el presidente del Consejo, oí, sin querer, grandes elogios de usted? Elogiaban mucho el traje; pero más aún la figura. Decían que no había ninguna niña en el baile que pudiera competir con la frescura de usted; que tenía usted un cutis como raso, cada día más terso y brillante.
-¡Jesús, qué tontería! Ésas son payasadas, Emilio. En otro tiempo, no digo...
-No, Pepa, no; el cutis de usted es proverbial en Madrid. Ya daría Irene algo por tenerlo como usted.
-¿Es mejor que el de María Huerta? -preguntó con tonillo irónico, donde no se adivinaba, sin embargo, gran irritación.
Pepa había cambiado de plan: pensó que sería mucho mejor adoptar la vía diplomática. A un chiquillo como Emilio, que no había sido indócil hasta entonces, era fácil atraerlo con el cariño. Aquél, en la oscuridad del coche, se había puesto colorado.
-El de María Huerta no vale nada.
-Por eso te gusta. Todos los hombres sois lo mismo en eso de cambiar las orejas por el rabo. Mira, Emilio -añadió cogiéndole una mano-, yo tenía que reñirte mucho, hablarte muy seriamente, decirte cosas muy amargas... pero no puedo, tengo un corazón tan estúpi­do que para todas las ofensas encuentra disculpas. Hoy has hecho una barrabasada de marca, lo bastante para que Irene se separase de ti; pero a mí se me antoja que no es tan grande como parece, porque eres un chiquillo aturdido. Estoy segura de que tú mismo no te explicas la gravedad de ella...
Pepa continuó su sermón en tono dulce y persuasivo. Emilio, que esperaba una rociada de injurias, quedó gratamente sorprendido. Escuchólo con sumisión, y después, con voz conmovida, empezó a disculparse. Verdad que había coqueteado un poco con María Huerta, pero juraba que no estaba interesado por ella. Era una cuestión de amor propio. Cuando él se había casado con Irene, esta María había dicho en casa de Osorio que no comprendía cómo Irene aceptaba por marido un chico tan feo y tan insustancial. Entonces juró que se tragaría aquellas palabras: ya estaba conse­guido. Por lo demás ¡qué amor ni qué calabazas! Nunca había estado enamorado de María Huerta ni pensaba estarlo.
-Yo no podía creer que estuvieses enamorado, por­que siempre has tenido buen gusto... Porque en resu­men, esa mujer no es más que un paquete de trapos... Si vistes el palo de la escoba como ella, puede muy bien hacer sus veces... Pero ya ves, Irene lo cree y tienes la obligación de evitarla esos disgustos. Si yo estuviese en su caso no me los darías, monigote -añadió cogiéndole cariñosamente de la oreja-. Ya sabría yo tenerte bien amarradito a mis faldas.
-Lo creo -repuso el joven dirigiéndola una larga mirada que nada tenía de filial-. Usted tiene más recursos que Irene.
-¿Pues? -preguntó ella con una mirada poco ma­ternal.
-Porque usted es una mujer más complicada; que necesita más estudio. Por lo mismo, no me dejaría tiempo a aburrirme seguramente.
-¿Qué sabes tú de eso, mamarrachillo? Hablas de mí como si me supieses de memoria.
-¡Qué más quisiera yo!
-¡Vaya, Emilio, no seas payaso! Mira que me estás faltando al respeto.
La conversación siguió en este tono alegre y cariñoso mientras el carruaje rodaba por las calles sombrías. En aquel rincón oscuro, sacudidos por el vaivén de los resortes y aturdidos por el estrépito de las ruedas al saltar sobre el pavimento, el cuchicheo se hizo cada vez más íntimo, más insinuante, animado a cada momento por risas ahogadas y palabritas dulces. De ambos se había apoderado un suave enternecimiento; de Pepa por haber hallado a su yerno tan dócil; éste por ver a su suegra tan cariñosa y transigente, creyendo encontrarla hecha una furia. Animado con su éxito, acariciado por aquella dulce confianza que repentinamente se estable­ció entre ellos, no cesaba de piropearla. Pepa se enfada­ba o fingía enfadarse, le daba pellizcos feroces, le llamaba hipócrita, coquetón desvergonzado. Concluyó por decir:
-Todo eso que me dices es una farsa tuya. Si fuese verdad me alegraría, porque así tendría cierta influencia contigo para hacerte un buen marido.
Al salir del coche, con el rostro encendido, más hermosa que nunca, le dijo:
-Sube un momento; tengo que darte el reloj de Irene, que se le ha olvidado ayer.
Emilio la subió del brazo y entró con ella en su gabinete.
Mientras tanto, Irenita llegaba a casa en un estado de agitación fácil de comprender en una niña tan sensible y enamorada de su marido. La conducta de Emilio aque­lla noche la había trastornado, la había puesto excesiva­mente nerviosa. Y para fin de fiesta, la escena violenta que preveía entre su madre y su marido, de la cual tal vez saldría su ruptura definitiva con éste, la llenaba de espanto. Así que, apenas saltó en tierra delante de la puerta, acometida súbito de un vivo e irresistible anhelo, volvió a montar apresuradamente, diciendo al cochero:
-A casa de mamá.
Le abrió el sereno la puerta exterior; la del piso, el criado que había estado velando y que aguardaba la salida del señorito para irse a acostar.
-¿Dónde está mamá?
-En las habitaciones de adelante con el señorito Emilio.
Irenita se dirigió con precipitación a la sala. No estaban allí. Pasó luego al boudoir. Tampoco, ni se oía el más leve ruido. Entró en el gabinete. Nada. Entonces, sobrecogida de terror, de duda, de ansiedad, lanzóse hacia la alcoba oculta por cortinas de brocatel donde creyó percibir algún rumor. En aquel momento se alza­ron las cortinas y apareció su marido agitado y descom­puesto, contemplándola con ojos de espanto. Irenita dio un grito y se desplomó sobre el pavimento.

 Armando Palacio Valdés