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martes, 10 de noviembre de 2015

dÉpoca - El castillo azul





 


La tristeza del balduque

Yo, lector, soy poeta, poeta y covachuelista. ¡Qué gran contrasentido, lector bondadoso!
Yo soy poeta. Tengo una rizada cabellera blonda. Tengo unos ojos zarcos. Tengo un bigote de seda y unas manos blancas. Tengo una novia gentil que recita mis versos, allá en una bella campiña lejana, en un huerto galano que yo mismo planté de flores bonitas.
Soy poeta, lector. ¡Si hubieras visto mi silueta romántica paseando a lo largo de las avenidas en un día inhóspito, bajo la lluvia menuda de invierno, solitario, divagante, recitando en voz queda las viejas poesías que tantas veces han tenido sus­pensa a mi novia, entreabiertos los labios de coral, encendidos los ojos de ópalo, mientras yo musitaba bajo su balcón!
Soy un poeta, lector amigo. Soy un covachuelista, lector iró­nico.
Esta tarde he tomado posesión. Un poco ruboroso, te lo cuento.
Referiré la historia.
Yo le había dedicado mis versos ¡mis versos, no! que fuera profanación impía; yo le había dedicado un ejemplar de mi libro, a un señor concejal que tiene una tienda.
Este señor le había hurtado unas horas a su tarea de vender comestibles para leer mis versos. ¡Juzgad qué triunfo de la poe­sía tan esplendoroso!
Una mañana reparó en el poeta. Y lo vio un poco exangüe, un poco crecida la barba, más que un poco zurcida la ropa. Lo observé meditar un momento. Luego puso su mano sobre mi hombro, ungiéndome. Y me ofreció un destino.
¿Lo maté? ¿Atravesé despavorido el umbral de su puerta, dolido de la injuria? ¡Acepté el destino! Y esta tarde, lector, he ido a posesionarme de mi plaza. Compadéceme, despréciame, no merezco perdón.
He ido a la oficina. Al subir la escalera he creído morir. Ante la puerta del negociado ha tenido mi cuerpo un impulso de huida. Pero al fin, arriesgándome, entré.
Estoy en una estación lóbrega. Sobre los pupitres, se cohíben unos hombres vulgares, peor vestidos que yo, encima de unos papeles que van llenando de letras pausadas.
El jefe ¡mi jefe!, un señor cetrino, torvo, alza su vista, y por encima de las gafas me observa, insolente.
-¿Qué quiere usted?
-Soy un nuevo empleado de la casa.
-¡Ah! Bien -ha respondido el jefe-. Aguarde un momento.
Después ha zambullido su cabeza entre los papelotes.
Pasan unos minutos. Nadie me ofrece asiento. Nadie me cobija. Todos me miran irónicos, curiosos.
Al fin, el jefe se pone de pie, dando un nervioso brinco para acercarse a mí.
-¿Su nombre?
Mi orgullo se acicata. Al pronunciar mi nombre, mi nombre de poeta, el negociado entero se quedará absorto.
Y pronuncio mi nombre con voz altanera:
-Lisardo Sanchís.
-Bueno -replica el jefe, mirándome otra vez por cima de sus gafas-. ¿Sabe usted redactar comunicaciones?
-No, señor -he respondido con timidez.
-¿Sabe usted extender mandamientos de ingreso?
-No, señor -he contestado con rubor.
-¿Qué sabe usted hacer?
-Nada -he replicado pusilánime.
Y el jefe se me queda mirando. Hace luego un mohín de consternación. Después me grita:
-Ate esos expedientes con balduque.
Y se marcha a su mesa, volviéndome la espalda.
El jefe está furioso. Esto me cuenta un compañero confidencial, que se ha ido acercando a hurtadillas, para hacerme esta confesión espantosa que a todos tiene confundidos y aterrados.
Y yo ¿qué hago? Atar unos expedientes con balduque. He aquí mi cometido. Estoy absorto. Los expedientes se hallan sobre una mesa a mi alcance. Pero el balduque no aparece por ninguna parte. Desconozco qué cosa sutil es ésta, que se llama balduque. ¡Balduque! ¡Balduque! No he visto empleada esta palabra en ningún romancero.
Desparramo, inquiriendo, mis ojeadas perspicaces por todos los rincones.
El jefe me mira y se muerde los labios. ¿Qué hacer?
Y sonriendo me acerco a mi colega. Le toco suavemente:
-Perdón. ¿Dónde hay balduque?
El compañero me alarga un ovillo de cinta encarnada.
Yo lo recojo. Llego a los expedientes y los voy atando con parsimonia, con esmero, pensando morir.
Han pasado dos horas. He firmado con pulso vacilante mi toma de posesión. Han pasado otras horas de infinita angustia, tediosas y lentas. Al fin un portero se cuela en la oficina, para gritar con estentórea voz:
-¡La hora, señores!
Los empleados recogen sus sombreros y salen de prisa, ávidos, felices. Yo cojo el mío y me marcho. Salgo a la calle. Llego a mi casa. Requiero el revólver, lo cargo, me lo llevo a la sien. Luego, desesperado, tomo un pedazo de papel y escribo:
«Niña mía, Asunción de mi alma: Soy muy desgraciado. Soy un esclavo miserable y ruin. Siento una angustia, una pena infi­nitas. Asunción de mi alma, sufro de un modo horrible. Asunción de mi alma, ¡tenemos pan!...»

Luís Antón del Olmet