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viernes, 6 de noviembre de 2015

Miriorama

El miriorama es un juego tradicional que consiste en una serie de tarjetas ilustradas que cuentan con un fondo común sobre el que se representan diferentes figuras, edificios y otras imágenes, y con las que es posible crear infinidad de combinaciones.
Hasta aquí todo muy bien pero no hay más instrucciones. ¿Alguno de vosotros sabe cómo se juega?









Los celosos                                                      

Irma Peinate era la mujer más coqueta del mundo; lo fue de sol­tera y aún más de casada. Nunca se quitaba, para dormir, el colo­rete de las mejillas ni el rouge de los labios, las pestañas postizas ni las uñas largas, que eran nacaradas y del color natural. Los len­tes de contacto, salvo algún accidente, jamás se los quitaba de los ojos. El marido no sabía que Irma era miope; tampoco sabía que antaño se comía las uñas, que sus pestañas no eran negras y sedo­sas, sino más bien rubias y mochas. Tampoco sabía que Irma tenía los labios finitos. Tampoco sabía, y esto es lo más grave, que Irma no tenía los ojos celestes. El siempre había declarado:
-Me casaré con una rubia de pestañas oscuras como la noche y de ojos celestes como el cielo de un día de primavera.
¡Cómo defraudar un deseo tan poético! Irma usaba lentes de contacto celestes.
-A ver mis ojitos celestes de Madonna -exclamaba el mari­do de Irma, con su voz de barítono que conmovía a cualquier alma sensible.
Irma Peinate no sólo dormía con todos sus afeites: dormía con todos los jopos y postizos que le colocaban en la peluquería. El batido del pelo le duraba una semana; el ondulado de los mechones de la nuca y de la frente, cinco días; pero ella, que era habili­dosa, sabía darles la gracia que le daban en la peluquería, con jugo de limón o con cerveza. Este milagro de duración no se debía a un afán económico, sino a una sensualidad amorosa que pocas muje­res tienen: quería conservar en su pelo las marcas ideales de los besos de su marido. ¿Y cómo los conservaba, si su marido no usa­ba lápiz labial? En el perfume de la barba: el pelo de la barba, mezclado al pelo de su cabellera de mujer, formaban un perfume muy delicado e inconfundible que equivalía a la marca de un beso. Irma, para no deshacer su peinado, dormía sobre cinco almoha­dones de distintos tamaños. La posición que debía adoptar era sumamente forzada e incómoda. Consiguió en poco tiempo una seria desviación de la columna vertebral, pero no dejó por ese motivo de cuidar su peinado. Se mandó hacer el almohadón como chorizo relleno de arroz que usan los japoneses. Como era muy bajita (hasta dijeron que era enana) se mandó hacer unos zuecos con plataformas que medían veinte centímetros de alto. Consi­guió que su marido se creyera más bajo que ella. Ella nunca se saca­ba los zuecos, ni para dormir, y su estatura fue siempre motivo de admiración, de comentarios sobre las transformaciones de la raza. Como amazona se lució y, como nadadora, en varias oportuni­dades, también. Nadaba, es natural, con un pequeño salvavidas; y al caballo que montaba su cuidador le daba una buena dosis de narcótico para que su mansedumbre fuera perfecta. El caba­llo, que se llamaba Arisco, quedó un día dormido en medio de una cabalgata. La caída de Irma no tuvo mayores consecuencias ni puso en peligro su vida; lo único desagradable que le sucedió fue que se le rompió un diente. La coqueta volvió a su casa fin­giendo tener una afonía y no abrió la boca durante un mes. Tam­poco quiso comer. Buscó en la guía la dirección de un odontó­logo. Esperó dos horas, contemplando los países pintados en los vidrios de las ventanas, que le sugerían futuros viajes a los bos­ques del sur, a las cataratas del Niágara, a Brasilia o a París; ya en los últimos momentos de la espera, cuando le anunciaron: «Pue­de pasar, señora», el dentista la saludó como un gran señor o como un gran payaso, agachando la cabeza. Señaló la silla de las tor­turas, sobre la que se acomodó Irma. Después de un «vamos a ver qué le pasa», contempló la boca, no muy abierta por coquetería, de la señora.
-Es este diente -gritó Irma-. Se me rompió en un accidente de caballo.
-De caballo -exclamó el dentista-. Que términos violen­tos. No será para tanto. Vamos a examinar este collar de perlas -dijo-. ¿Y cómo dice que se produjo? Algún tarascón, sin duda.
-El dentista gimió levemente al ver la perla quebrada-. Qué pena, en una boca tan perfecta. Abra, abra un poco más.
«Si mi marido estuviera en el cuarto de al lado -pensó Irma-, qué imaginaría, él que es tan desconfiado.»
-Habrá que colocar un pivot -dijo el dentista-. No se va a notar, se lo puedo garantizar.
-¿Saldrá muy caro?
-Para estas perlas nada resultaría bastante valioso.
-Sin broma.
-Sin broma. Le haré un precio especial.
-¿Especialmente caro?
Tal vez se había excedido en las bromas, pues el facultativo le guiñó el ojo y le oprimió la pierna como con tenazas entre las de él, lo cual provocó un gemido, pero todo esto lo hizo muy respetuosamente, sin ningún alarde ni vacilación. Después de concretar, en una tarjeta rosada, la hora en que se empezaría el tra­bajo, Irma recogió sus guantes, la tarjeta, su bufanda y la cartera y, corriendo, salió del consultorio, donde tres enanas la miraban con envidia.
Transcurrieron los días sin que el marido lograra arrancar una palabra a su mujer. De noche, antes de acostarse y de besarlo, apa­gaba la luz.
-¿Cuándo oiré tu voz melodiosa, deidad de mis sueños?
Un arrullo de palomas le contestaba con el encanto habitual, porque, hablara o no hablara, la gracia era una de las especialida­des de Irma.
-Te noto extraña -le dijo un día su marido-. Además, nun­ca sé adónde vas por las tardes.
-Loquito, adónde vaya ir que no sea para pensar en vos.
-Por lo menos hablaba.
-Me parece muy natural, inevitable casi podría decir, pero no creas que me quedo tranquilo. Sos el tipo de mujer moderna que tiene aceptación en todos los círculos. Alta, de ojos celes­tes, de boca sensual, de labios gruesos, de cabellos ondulados, brillantes, que forman una cabeza que parece un soufflé, de esos bien dorados, que despiertan mi alma golosa. ¡La pucha que me da miedo! Si fueras una enana o si tuvieras ojos negros, o el pelo pegoteado, mal peinado, y las pestañas descoloridas... o si fueras ronca, ahí nomás; si no tuvieras esa vocecita de palo­ma. A veces me dan ganas de querer a una mujer así, ¿sabés? Una mujer que fuera lo contrario de lo que sos. Así estaría más tranquilo.
-¿Qué sabés? ¿Acaso no hay otras cosas que la altura, el pelo, los ojos celestes, las pestañas?
-Si lo sabré. Pero, asimismo, convendría que fueras menos vistosa.
-Vamos, vamos. ¿Querés acaso que me vista de monja?
-Y ese collar de perlas que se entrevé cuando sonreís, es lo más peligroso de todo.
-¿Querés que me arranque los dientes?
El marido de Irma cavilaba sobre la belleza de su mujer. «Tal vez todo hubiera sido distinto si no fuera por la belleza. Me hubie­ra convenido que fuera feíta como Cora Pringosa. Era agradable y no me hubiera inquietado por ella, pues a quién le hubiera gus­tado y, si a alguien le hubiera gustado, a quién le hubiera impor­tado.»
¿Adónde iría Irma por la tarde? Salía con prisa y volvía escon­diéndose. Resolvió seguida. Es bastante difícil seguir a una mujer que se fija en todo lo que la rodea. Fracasó varias veces en sus inten­tos porque se interceptó entre él y ella un automóvil, un colecti­vo, unas personas y hasta una bicicleta. Logró por fin seguirla has­ta Córdoba y Esmeralda, donde tomó un taxi hasta la casa del dentista. Ahí bajó y entró sin que él supiera a qué piso iba. No había ninguna chapa indicadora. Esperó en la planta baja, fingiendo leer un diario. Subía y bajaba el ascensor. Se sentó en un escalón de mármol de la escalera.
Aquella tarde en que se aproximaba la primavera, el dentista acompañó a Irma hasta la puerta del ascensor. Al pasar junto a los vidrios pintados de las ventanas, el odontólogo murmuró:
-¿No sería lindo pasear por estos paisajes?
A Irma le pareció que la abrazaba en una cama de hotel. Se ruborizó y, al entrar en el ascensor, no dijo adiós.
-¿Está enojada? ¿Le hice doler? Sonría. Muéstreme mi obra de arte -exclamo el odontólogo, asustado.
El ascensor se llevaba a la paciente entre sus rejas como a una prisionera.
Afuera llovía, ya estaba su marido apostado con un paraguas cerrado en la mano. Había oído las frases pornográficas pronun­ciadas por esa voz de barítono sensual. Ciego de rabia, blandió el paraguas y, al asestar a Irma un golpe en la cabeza, le rompió el premolar recién colocado y simultáneamente se le cayeron los cristales de contacto, las pestañas, los postizos de su peinado; las sandalias altas fueron a parar debajo de un automóvil. No la reconoció.
-Discúlpeme, señora. La confundí. Creí que era mi esposa -dijo perturbado-. Ojalá fuese como usted; no sufriría tanto como estoy sufriendo.
Apresurado, se alejó, sintiéndose culpable por haber dudado de la integridad de su mujer.

    Silvina Ocampo