Blogs que sigo

domingo, 20 de diciembre de 2015

Marta Moreno - Fotógrafa




El otro afuera

Llueve y las calles están vacías. Como de costum­bre, miro por la ventana.
El parque solitario, los árboles rendidos bajo el peso del agua, los senderos de gravilla inundados. No creo que usted hoy venga a caminar. Claro que me encantaría verla con unas botas altas y un paraguas amarillo. Y que el agua se deslizara por los botones de su abrigo; un poco, no mu­cho. Nunca he visto su pelo mojado. No sabe cómo me gustaría secarlo. Después podría besar sus mejillas, besarla entera... con fuerza.     ­
No, no vendrá. Quizás mañana, si es que no llue­ve. Pero falta tanto y necesito verla, ¿me entiende? Alegra mis días, me hace soñar... si no aparece, tendré pesadi­llas, me revolcaré en la cama, no podré salir de esa asfixia, de la oscuridad total...
Sigo aquí, no me he movido. Hace un rato caminé hacia la cocina a prepararme un té. Lo bebí de un sólo trago, soportando el dolor. Quizás lo hice, pero no tengo memoria de un hecho tan definitivo; para mí es más sim­ple decir que siempre he estado aquí donde estoy ahora, mirando por el ventanal, esperándola.
Ya sé que el parque es un espacio verde, amplio, un oasis dentro de la ciudad, donde juegan niños y hay globos, algunas veces músicos solitarios, uno que otro vagabundo, un jardinero municipal. Estoy tan acostum­brado a esta certeza que ya no significa nada. Sólo usted logra que mi inquietud se convierta en algo físico. Cómo explicarle que no es sólo el temblor de las manos o el corazón latiendo a prisa, los ojos repletos de lágrimas, y esa sonrisa dibujada al instante de verla, que prolongo hasta que usted desaparece. No. Es mi cuerpo entero que sucumbe a la fascinación de la alerta, es la sensación de que estoy demasiado vivo y que por mis venas no es mi sangre la que corre, sino la suya. ¿Podría entender que cada paso que da es mío, que soy yo el que pasea por el parque, con la ayuda de sus piernas?
Todo cambiaría si usted se detuviera y observara que en el ventanal del tercer piso del edificio antiguo, el que está en reparaciones, hay una silueta mirando en di­rección al parque. Podría llegar a quererme, ¿no es cierto? No hablo de amor, sólo de un poco de cariño. Usted pa­rece ser una mujer tímida, a pesar de su caminar decidido. ¿Dejaría que le tomara la mano mientras caminamos amparados por las grandes paulonias?, ¿dejaría que la abrazara, que la tocara delante de todos?
Anochece. Los faroles del parque se prenden, pero su luz se atenúa con la lluvia. Apago la lámpara, a oscu­ras veo mejor hacia afuera. Respiro hondo. Usted debería estar de vuelta. ¿Habrá pasado a comprar? A veces lo hace y vuelve cargando una bolsa. Por la inclinación de su hombro determino que no es pesada. Nunca es pesada. La lleva con cierto fastidio, con el tedio de tener que com­prar para después comer sola, mirando las noticias de la televisión. ¿Es así? Imagínese conmigo, por un segundo imagíneme a su lado. Es cierto que no soy un hombre buen mozo, pero soy bueno. Sí. Con usted sería otro. Sus noches no serían largas, su televisión no quedaría encen­dida, chirriando rayas. Y no se encontraría más con esa leche agria en el refrigerador. No, no tropezaría con los muebles, ebria de penas antiguas, balbuceando cancio­nes de amor, con la bata de levantarse a medio abrir. No daría esos pasos de baile ni se abrazaría a sí misma como si otro la abrazara. No caería al suelo, golpeándose los pechos, gritando, llorando hasta quedarse dormida en el suelo helado de su pequeño departamento. No, yo esta­ría junto a usted velando sus sueños, susurrándole una historia donde un hombre echa de menos la voz de una mujer que no conoce, que nunca ha oído cómo canta me­lodías mientras se trenza el pelo, que no ha oído la entonación de sus palabras a medianoche, cuando se le­vanta de la cama y da vueltas y vueltas por su pequeño departamento, sin saber qué hacer.
Ese hombre echa de menos su voz y su piel, algu­nas veces áspera, no por despreocupación sino por parecerse a la arena de una playa que ella visitó cuando joven.
Él la amará de la misma forma que su madre lo amó, con esa dedicación incondicional, feo como el dia­blo, pero un pan de dios, así siempre le dijo, mientras lo vestía de princesa gitana o de españolita con peineta y velo. Así la amará...
Antes de que a ella le lastimen la carne y le cie­guen la mirada, el otro esperará en ese escaño. La esperará ahí hasta que pase; cuando ya le dé la espalda, se levan­tará para seguirla y oler la caminata de su perfume, podrá sentir el crujido de sus zapatos pisando las hojas secas, extasiarse de su belleza. Y cuando ella gire para saber quién la sigue sólo verá una sombra o una brisa, algo que no alcanzará a inquietarla...
Perdóneme, me excedí. La soledad me lleva a pensar cosas que no existen. Su vida debe ser tranquila, sin sobresaltos. Perdóneme. Soy yo el que cae al suelo y llora. Ahora golpeo el ventanal y sé que es inútil. Quiérame, se lo ruego.
Al fin usted. No puedo evitarlo: me emociono. Quisiera detener su imagen, pero todo es fugaz. Usa un abrigo negro o café oscuro, una chalina de colores que entibia su cuello. Camina de prisa, seguramente quiere llegar luego. Hace frío y sus manos deben estar heladas. Se detiene, mira hacia atrás. Apura el paso. Es incómodo caminar rápido con el paraguas, la bolsa de compras y la cartera que cuelga de su brazo. Una pareja pasa cerca suyo, pero se aleja para cruzar la avenida. De pronto, una silueta. Un hombre oscuro se detiene frente a sus ojos. ¡Huya! Él la agarra del brazo, tratando de quitarle la car­tera. No, no se resista. Usted retrocede, él se acerca y recién puedo ver la navaja que tiene en su mano. Recién mi mi­rada se detiene en su cara mientras él la ataca con furia, asestándole la navaja en el cuello.
Oigo su grito y puedo ver que usted está en el suelo, silenciosa, los ojos abiertos, desamparada. No puedo mover ni un sólo músculo para ayudarla. Me tapo la cara con las manos, siento el agotamiento de los que corren y corren sin saber dónde ir, esquivando tarros de basura, gente, mucha gente que se extraña ante la imprudencia del empujón, del rápido golpe en la espalda. Duelen las articulaciones, la garganta está seca y el sudor moja mi cara. Me detengo. Estoy solo en una callejuela, acezando. y usted está lejos, rodeada de curiosos y de policías. Us­ted es un cuerpo cubierto con papel de diario. Pronto vendrá la ambulancia para sacarla de esa postura indig­na en que ha quedado.
Mi miedo está aquí conmigo, firme, real. No sé dónde estoy ni quiero saberlo. Y no puedo moverme, sien­to el frío de la pared apoderándose de mi espalda. La oscuridad repleta mi vista, busco fósforos en los bolsi­llos, pero encuentro algo afilado, húmedo. Retiro la mano de inmediato y corro nuevamente, corro con su imagen incrustada en la piel.
La velocidad se hace más intensa a medida que grito la desesperación de no conocer su nombre.
  
Lilian Elphick