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sábado, 26 de diciembre de 2015

Museo Cerralbo




Un palafrenero yace con la mujer del rey Agilulfo, lo que éste nota. Busca al hombre y le corta el cabello, mas él lo corta a todos los demás y así se libra de una desventura.

Agilulfo, rey de los longobardos, estableció en Pacia, ciudad de Lombardía, la sede de su reino, como sus pre­decesores, y tomó por mujer a Teudelinga, viuda de Autari, también rey de los longobardos. Era la dama bellísima, pru­dente y honesta, pero desgraciada en amores. Y, andando por la virtud y seso de Agilulfo muy bien las cosas de los longobardos, sucedió que un palafrenero de dicha reina, hombre de muy vil condición por su nacimiento, pero por lo demás superior a su oficio, y en su persona tan arrogante y corpulento como el rey, enamoróse desmedidamente de la reina, y como su bajo estado no le privaba de atender que aquel amor estaba fuera de toda conveniencia, a nadie se lo declaró, ni aun a ella con sus miradas. Y vivía sin es­peranza alguna. Pero consigo mismo se alababa de haber puesto en tan alta parte sus pensamientos, y, ardiendo en amoroso fuego, se aplicaba a hacer mejor que sus compañeros lo que a la reina pudiese agradar. Por ello, cuando la reina quería cabalgar, prefería a los demás el palafrén que el hombre cuidaba, lo que él tenía a grandísimo favor, y no se separaba de ella, considerándose dichoso si a veces podía tocarle las vestiduras. Pero, como vemos, a menudo, el amor, cuando menos esperanzas tiene, suele crecer más, y así le acontecía al pobre palafrenero, que hallaba pesadísimo so­portar su escondido deseo, al que ninguna esperanza ayu­daba. Y muchas veces, no pudiendo librarse de su amor, pensó morir. Y, meditando cómo hacerlo, resolvió que fue­se de modo que se viera que moría por el amor que a la reina había tenido y profesaba, y propúsose que ello fuese de modo que la fortuna le deparara el poder, en todo o en parte, satisfacer su deseo. No quiso decir nada a la reina, ni escribirle descubriéndole su amor, ya que sabía que en vano hablaría o escribiría, pero determinó probar a ver si podía, por ingenio, yacer con ella. Mas no veía otro medio ni recurso que hacerse pasar por el rey, el cual no dormía con la reina de continuo. Y para a ella llegar y entrar en su estancia, procuró el hombre averiguar en qué forma y hábito iba allá el rey; y así muchas veces, durante la noche, se escondió en una gran sala del real palacio a la que daban los aposentos de la reina y del rey. Y una noche vio a Agilulfo salir de su cámara envuelto en un gran manto en una mano una antorcha encendida y en la otra una varita, y en llegando a la puerta de la reina, sin nada decir, gol­peó la madera con la vara una vez o dos, y abrióse la puer­ta y quitáronle la antorcha de la mano.
Y esto visto, y vuelto a ver, pensó el palafrenero que él debía hacer otro tanto, y mandó que le aderezasen un manto semejante al del rey, y, provisto de una antorcha y una vara, una noche, tras lavarse bien en un baño para que la reina no advirtiese el olor del estiércol y con él el engaño, en la sala como solía, se escondió. Y notando que ya todos dormían, pensó que era momento de conseguir su deseo, o, con alta razón, la muerte que arrostraba, y, ha­ciendo con la yesca y eslabón que llevaba encima un poco de fuego, encendió la luz y, envuelto en el manto, se acercó al umbral y dos veces llamó con la vara. Abrió la puerta una soñolienta camarera, que le retiró y apartó la luz, y él, sin decir nada, traspasó la cortina, quitóse la capa y acostóse donde la reina dormía. Deseosamente la tomó en sus brazos, y, fingiéndose conturbado, por saber que en esos casos nunca el rey quería oír nada, sin nada decir ni que le dijesen, conoció carnalmente varias veces a la reina aquella noche. Apesarábale partir, pero comprendiendo que el mucho retardarse podía volverle en tristeza el deleite obtenido, se levantó, púsose el manto, empuñó la luz y, sin nada hablar, se fue y volvióse a su lecho tan presto como pudo. Y apenas había llegado allá cuando el rey, alzándose, fue a la cámara de la reina, de lo que ella se maravilló mucho, y entrando en el lecho y alegremente saludándola, ella, adquiriendo osadía con el júbilo de su marido, dijo:
-Señor, ¿qué novedad es la de esta noche? Ha ins­tantes que os partisteis de mí y más que de costumbre os habéis refocilado conmigo, ¿y tan pronto volvéis? Mirad lo que hacéis.
Al oír tales palabras, el rey presumió que la reina había sido engañada por alguna similitud de persona y costumbres, pero, como discreto, en el acto pensó que pues la reina no lo había advertido, ni nadie más, valía más no  hacérselo comprender, lo que muchos necios no hubiesen  hecho, sino que habrían dicho: «Yo no fui  ¿Quién fue ése? ¿Cómo se fue y cómo vino?» De lo que habrían dimanado muchas cosas con las cuales hubiera a la ino­cente mujer contristado, y aun quizá héchole venir en deseo el volver a desear lo que ya había sentido. Y lo que, ca­llándolo, ninguna afrenta le podía inferir, hubiera, de hablar, irrogándole vituperio. Y así el rey respondió, más turbado en su ánimo que en su semblante y palabras:
-¿No os parezco, mujer, hombre capaz de estar una vez acá y tornar luego?
-Sí, mi señor, pero, con todo, ruégoos que miréis por vuestra salud.
Entonces dijo el rey:
-A mí me place seguir vuestro consejo y, por tanto, sin más molestia daros, me vuelvo.
Y, con el ánimo lleno de ira y de mal talante por lo que ya sabía que le habían hecho, tomó su manto, salió de la estancia y resolvió con sigilo encontrar al que tan feo recado le hiciera, imaginando que debía ser alguien  de la casa y que no había podido salir de ella.
Y así, encendiendo una lucecita en una linternilla, se  fue a una muy larga casa que había en su palacio sobre las cuadras y en la que dormían casi todos sus sirvientes en distintos lechos. Y estimando que al que hubiese hecho lo que la mujer decía no le habría aún cesado la agitación de pulso y corazón por el reciente afán, con cautelosos pasos, y comenzando por uno de los principales de la casa, a todos les fue tocando el pecho para saber si les latía el corazón con fuerza. Los demás dormían, pero no el que había yacido con la reina, por lo cual, viendo venir al rey e imaginando lo que buscaba, comenzó a temer mucho, en términos que a los pálpitos anteriores de su corazón se agregaron más, por albergar la firme creencia de que, si el rey algo notaba, le haría morir. Varias cosas le bulleron en el pensamiento, pero, observando que el rey iba sin armas, resolvió fingir que dormía y esperar lo que aconte­ciese. Y habiendo dado el rey muchas vueltas, sin que le pareciese encontrar al culpable, llegóse al palafrenero, y observando cuán fuerte le latía el corazón, se dijo: «Este es.» Pero como no quería que nadie se percatase de lo que pensaba hacer, se contentó, usando unas tijeras que llevaba, con tonsurar al hombre parte de los cabellos, que entonces se llevaban muy largos, a fin de poderle reconocer al siguiente día; y, esto hecho, volvióse a su cámara.
El hombre, que todo lo había sentido y era malicioso, com­prendió por qué le habían señalado así y, sin esperar a más, se levantó y, buscando un par de tijeras que había en el establo para el servicio de los caballos, a todos los que allí yacían, andando sin ruido, les cortó parte del cabello por encima de la oreja y, sin ser sentido, se volvió a dormir.
El rey, al levantarse por la mañana, mandó que, antes de que las puertas del palacio se abriesen, se le presentase toda la servidumbre; y así se hizo. Y estando todos ante él con la cabeza descubierta, y viendo a casi todos con el cabello de análoga moda cortado, se maravilló y dijo para sí:
«El que ando buscando, aunque sea de baja condición, muestra da de tener mucha sentido.» Y, reconociendo que no podía, sin escándalo, descubrir al que buscaba, y no queriendo, por pequeña venganza sufrir gran afrenta, resol­vió con cortas palabras hacerle saber que él había reparado en las cosas ocurridas y, vuelto a todos, dijo:
-Quien lo hizo, no lo haga más, e id con Dios.
Otro les habría hecho interrogar, atormentarlos, examinarlos e insistirlos, y así habría descubierto lo que todos deben ocultar, y al descubrirlo, aunque tomare entera venganza, habría aumentado su afrenta y empañado la hones­tidad de su mujer. Los que sus palabras oyeron se pasmaron y largamente trataron entre sí de lo que el rey había querido significar, pero nadie entendió nada, salvo aquel que tenía motivos para ello. El cual, como discreto, nunca, mientras vivió el rey, esclareció el caso, ni nunca más su vida con tan expuesto acto confió a la fortuna.

Giovanni Boccaccio - Decamerón