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viernes, 4 de diciembre de 2015

Museo Thyssen-Bornemisza - Lejano Oeste




Su mantenimiento principalmente es raíces de dos o tres maneras, y búscanlas por toda la tierra; son muy malas, y hinchan los hombres que las comen. Tardan dos días en asarse, y muchas de ellas son muy amargas, y con todo esto se sacan con mucho trabajo. Es tanta la hambre que aquellas gentes tienen, que no se pueden pasar sin ellas, y andan dos o tres leguas buscándolas. Algunas veces matan algunos venados, y a tiempos toman algún pescado; mas esto es tan poco, y su hambre tan grande, que comen arañas y huevos de hormigas, y gusanos y lagartijas y salamanquesas y culebras y víboras, que matan los hombres que muerden, y comen tierra y madera y todo lo que pueden haber, y estiércol de venados, y otras cosas que dejo de contar; y creo averiguadamente que si en aquella tierra hubiese piedras las comerían. Guardan las espinas del pescado que comen, y de las culebras y otras cosas, para molerlo después todo y comer el polvo de ello. Entre éstos no se cargan los hombres ni llevan cosa de peso; mas llévanlo las mujeres y los viejos, que es la gente que ellos en menos tienen. No tienen tanto amor a sus hijos como los que arriba dijimos. Hay algunos entre ellos que usan pecado contra natura. Las mujeres son muy trabajadas y para mucho, porque de veinti­cuatro horas que hay entre día y noche, no tienen sino seis horas de descanso, y todo lo más de la noche pasan en atizar sus hornos para secar aquellas raíces que comen. Desde que amanece comienzan a cavar y a traer leña y agua a sus casas y dar orden en las otras cosas de que tienen necesidad. Los más de éstos son grandes ladrones, porque aunque entre sí son bien partidos, en volviendo uno la cabeza, su hijo mismo o su padre le toma lo que puede. Mienten muy mucho, y son grandes borrachos, y para esto beben ellos una cierta cosa. Están tan usados a correr que sin descan­sar ni cansar corren desde la mañana hasta la noche, y siguen un venado; y de esta manera matan muchos de ellos, porque los siguen hasta que los cansan, y algu­nas veces los toman vivos. Las casas de ellos son esteras, puestas sobre cuatro arcos; llévanlas a cuestas, y múdanse cada dos o tres días para buscar de comer. Ninguna cosa siembran que se pueda aprovechar; es gente muy alegre; por mucha hambre que tengan, por eso no dejan de bailar ni de hacer sus fiestas y areitos. Para ellos el mejor tiempo que éstos tienen es cuando comen las tunas, porque entonces no tienen hambre, y todo el tiempo se les pasa en bailar, y comen de ellas de noche y de día. Todo el tiempo que les duran exprímenlas y ábrenlas y pónenlas a secar, y después de secas pónenlas en unas seras, como higos, y guár­danlas para comer por el camino cuando se vuelven, y las cáscaras de ellas muélenlas y hácenlas polvo. Mu­chas veces estando con éstos, nos aconteció tres o cuatro días estar sin comer porque no lo había; ellos, por alegrarnos, nos decían que no estuviésemos tristes; que presto habría tunas y comeríamos muchas y bebe­ríamos del zumo de ellas, y estaríamos muy contentos y alegres y sin hambre alguna; y desde el tiempo que esto nos decían hasta que las tunas se hubiesen de comer había cinco o seis meses. En fin, hubimos de esperar aquestos seis meses, y cuando fue tiempo fuimos a comer las tunas. Hallamos por la tierra muy gran cantidad de mosquitos de tres maneras, que son muy malos y enojosos, y todo lo más del verano nos daban mucha fatiga; y para defendernos de ellos hacía­mos al derredor de la gente muchos fuegos de leña podrida y mojada, para que no ardiesen y hiciesen humo. Esta defensión nos daba otro trabajo, porque en toda la noche no hacíamos sino llorar, del humo que en los ojos nos daba, y sobre eso, gran calor que nos causaban muchos fuegos, y salíamos a dormir, a la costa. Si alguna vez podíamos dormir, recordábannos a palos, para que tornásemos a encender los fuegos. Los de la tierra adentro para esto usan otro remedio tan incomportable y más que éste que he dicho, y es andar con tizones en las manos quemando los campos y montes que topan, para que los mosquitos huyan, y también para sacar debajo de tierra lagartijas y otras semejantes cosas para comerlas. También suelen matar venado, cercándolos con muchos fuegos; y usan tam­bién esto por quitar a los animales el pasto, que la necesidad les haga ir a buscarlo adonde ellos quieren, porque nunca hacen asiento con sus casas sino donde hay agua y leña, y alguna vez se cargan todos de esta provisión y van a buscar los venados, que muy ordina­riamente están donde no hay agua ni leña. El día que llegan matan venados y algunas otras cosas que pue­den, y gastan todo el agua y leña en guisar de comer y en los fuegos que hacen para defenderse de los mosquitos, y esperan otro día para tomar algo que lleven para el camino. Cuando parten, tales van de los mosquitos, que parece que tienen la enfermedad de San Lázaro. De esta manera satisfacen su hambre dos o tres veces en el año, a tan grande costa como he dicho; y por haber pasado por ello puedo afirmar que ningún trabajo que se sufra en el mundo se iguala con éste.
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Contrataba con estos indios haciéndoles peines, y con arcos y con flechas y con redes hacíamos esteras, que son cosas, de que ellos tienen mucha necesidad; y aunque lo saben hacer, no quieren ocuparse en nada, por buscar entretanto qué comer, y cuando entienden en esto pasan muy gran hambre. Otras veces me mandaban raer cueros y hablandarlos. La mayor pros­peridad en que yo allí me vi era el día que me daban a raer alguno, porque yo lo raía mucho y comía de aquellas raeduras, y aquello me bastaba para dos o tres días. También nos aconteció con estos y con los que atrás habemos dejado, damos un pedazo de carne y comérnoslo así crudo, porque si lo pusiéramos a asar, el primer indio que llegaba se lo llevaba y comía. Parecíamos que no era bien ponerla en esta ventura, y también nosotros no estábamos tales, que nos dába­mos pena comerlo asado, y no lo podíamos tan bien pasar como crudo. Esta es la vida que allí tuvimos, y aquel poco sustentamiento lo ganábamos con los res­cates que por nuestras manos hicimos.
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Desde la isla del Mal Hado, todos los indios que a esta tierra vimos tienen por costumbre desde el día que sus mujeres se sienten preñadas no dormir juntos hasta que pasen dos años que han criados los hijos, los cuales maman hasta que son de edad de doce años; que ya entonces están en edad que por sí saben buscar de comer. Preguntámosles que por qué los criaban así, y decían que por la mucha hambre que en la tierra había, que acontecía muchas veces, como nosotros veíamos, estar dos o tres días sin comer, y a las veces cuatro.
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En el tiempo que así estaba, entre estos vi una diablura, y es que vi un hombre casado con otro, y estos son unos hombres amarionados, impotentes, y andan tapados como mujeres y hacen oficio de muje­res, y tiran arco y llevan muy gran carga, y entre estos vimos muchos de ellos así amarionados como digo, y son más membrudos que los otros hombres y más altos; sufren muy grandes cargas.
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Aquí me trajeron un hombre, y me dijeron que había mucho tiempo que le habían herido con una flecha por el espalda derecha, y tenía la punta de la flecha sobre el corazón. Decía que le daba mucha pena, y que por aquella causa siempre estaba enfermo. Yo la toqué, y sentí la punta de la flecha, y vi que la tenía atravesada en la ternilla, y con un cuchillo que tenía le abrí el pecho hasta aquel lugar, y vi que tenía la punta atrave­sada, y estaba muy mala de sacar. Torné a cortar más, y metí la punta del cuchillo, y con gran trabajo en fin la saqué. Era muy larga, y con un hueso de venado, usando de mi oficio de medicina, le di dos puntos. Dados, se me desangraba, y con raspa de un cuero le estanqué la sangre; y cuando hube sacado la punta, pidiéronmela, y yo se la di, y el pueblo todo vino a verla, y la enviaron por la tierra adentro, para que la viesen los que allá estaban, y por esto hicieron muchos bailes y fiestas, como ellos suelen hacer. Otro día le corté los dos puntos al indio, y estaba sano; y no parecía la herida que le había hecho sino como una raya de la palma de la mano, y dijo que no sentía dolor ni pena alguna. Esta cura nos dio entre ellos tanto crédito por toda la tierra, cuanto ellos podían y sabían estimar y encarecer. 
Álvar Núñez Cabeza de Vaca - Naufragios