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viernes, 26 de febrero de 2016

Puzzle de propaganda electoral - ICV


Un testamento

Amado hijo, ya te habrás dado cuenta de que mi vida mor­tal está tocando a su fin. La sangre me corre por las venas pálida y lenta y en mi pulso el vigor de antaño se ha redu­cido de manera manifiesta. Hallarás esta carta entre mis papeles, junto con mi testamento hológrafo; también ésta es un testamento. Que no te engañe su concisión: cada pa­labra escrita está preñada de experiencia. Las palabras va­cías, que tanto han abundado en mi vida, las he suprimi­do una a una.
No dudo de que tú seguirás mis pasos y serás saca­muelas como yo lo he sido y como lo fueron también tus antepasados. Si no siguieses ese oficio, sería para mí como una segunda muerte, y para ti un error. No existe en el mundo ninguna profesión que compita con la nuestra en aliviar el dolor de los humanos, y en penetrar su valor, sus vicios y vilezas. Es mi propósito hablarte aquí de sus se­cretos.

De los dientes. En su inmensa sabiduría, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, como se lee en las Sa­gradas Escrituras. Repara en que se dice a su semejanza, no a su identidad. La figura humana diverge de la divina en algunos aspectos, entre los que destaca, en primer lu­gar, la dentadura. Los dientes que regaló Dios al hombre son más corruptibles que cualquier otra parte de su cuerpo con el fin de que no se olvide de que es polvo, pero también para que prospere nuestra corporación. Por donde se ve como Dios aborrece a los sacamuelas que abandonan su profesión, en cuanto, al actuar así, desprecian un privilegio concedido por Él.
Los dientes están hechos de hueso, carne y nervio. Se dividen en molares, incisivos y caninos. Un nervio se encarga de unir los colmillos a los ojos. En los molares más apartados, que son las muelas del juicio, anida a menudo un gusanillo. Éstas y otras cualidades de los dientes las podrás hallar descritas en los libros profanos, por lo que no hace falta que yo me detenga aquí.

De la música. Sin duda aprendiste en la escuela que Orfeo amansó con su lira a las fieras y a los demonios del abismo y que aplacó igualmente las olas del mar enfurecido. La música es necesaria para el ejercicio de nuestra profesión. Un buen sacamuelas debe andar siempre acompañado de por lo menos dos trompetistas y dos tamborileros, o mejor dos tocadores de bombo. Y conviene que todos ellos vistan espléndidas libreas. Cuanto más vigorosa sea la música que llena la plaza en que trabajes tanto mayor será el respeto que te profesen los clientes, y tanto menor el dolor que éstos sientan. Tú mismo lo notarías seguramente cuando asistías de niño a mi trabajo cotidiano. Los gritos del paciente no se oyen con la música; el público te admira con reverencia y los clientes que esperan su turno se despojan de sus temores secretos. Un sacamuelas que trabaje sin charanga es indecoroso y vulnerable como un cuerpo humano en cueros.
Escucha bien ahora lo que te digo con mi lucidez de moribundo. Vendrá el día en que esta admirable virtud de la música sea redescubierta por el gremio estúpido y so­berbio de los médicos, los cuales harán intrincados silo­gismos para explicar la razón física de ello. Guárdate de los médicos. En su altivez desdeñan los frutos de nuestra experiencia y se atrincheran en la torre de marfil de los dic­tados de Aristóteles. Rehúyelos, de la misma manera que ellos nos rehuyen.

De los errores. No olvides, hijo mío, que errar es hu­mano, pero que admitir el propio error es diabólico. Re­cuerda por otra parte que nuestro oficio se presta, por su naturaleza intrínseca, a cometer errores. Trata de evitar­los, naturalmente; pero en ningún caso confieses haber ex­traído un diente sano. Intenta más bien aprovechar el es­truendo de la orquesta, el aturdimiento del paciente, su mismo dolor y gritos y sus convulsiones desesperadas para extraer rápidamente después el diente enfermo. Recuerda que un golpe instantáneo y franco en el occipucio inmovi­liza al paciente más reluctante sin dañar sus constantes vi­tales, y sin que el público se dé cuenta. Recuerda asimismo que para estas necesidades, o para otras semejantes, un buen sacamuelas se cuida siempre de tener el carro listo, no alejado del tablado y con los caballos enganchados.

Del dolor. Dios te guarde de volverte insensible al do­lor. Sólo los peores de entre nosotros se endurecen hasta el punto de reírse de sus pacientes cuando éstos sufren bajo nuestras manos. La experiencia te enseñará también a ti que el dolor, si bien no es probablemente el único dato de los sentidos del que sea ilícito dudar, es sin duda el menos dudoso. A mí me parece que aquel sabio francés cuyo nom­bre no recuerdo ahora y que afirmaba estar seguro de existir en tanto en cuanto estaba seguro de pensar no debió de sufrir mucho en su vida, pues, de lo contrario, habría construido su edificio de certidumbres sobre una base distinta. En efecto, a menudo ocurre que quien piensa no está se­guro de pensar: su pensamiento oscila entre el percatarse y el soñar, se le escapa de las manos, se niega a dejarse aferrar y a ser trasladado al papel en forma de vocablos. En cambio, quien sufre nunca tiene la menor duda; siempre está seguro de sufrir y por lo tanto de existir.
Es mi deseo que tú llegues a ser un maestro en nuestro arte y que nunca tengas que ser objeto pasivo del mismo. Sin embargo, si esto debiera suceder, el dolor de tu carne te proporcionará la brutal certeza de estar vivo, sin que debas buscarla en las fuentes de la filosofía. Ten, pues, en gran estima este arte: él hará de ti un ministro del dolor y te hará asimismo capaz de poner término a un largo dolor pasado mediante un breve dolor presente, y de prevenir un largo dolor de mañana gracias a una punzada infligida hoy. Nuestros adversarios nos escarnecen diciendo que sólo valemos para transformar el dolor en dinero. ¡Necios! No se dan cuenta de que es el mayor elogio que se puede hacer de nuestro magisterio.

Del discurso persuasivo. Las palabras persuasivas, llamadas también pregón de charlatán, conducen a que se decidan los clientes que dudan entre el dolor actual y el temor a las tenazas. Son de suma importancia. Hasta el más inepto de los sacamuelas se las apaña, mal que bien, para sacar una muela. La excelencia de nuestro arte se manifiesta sobre todo en el discurso persuasivo. Éste se profiere con voz alta y firme y con rostro alegre y sereno, como quien está seguro de lo que hace y contagia su seguridad a los demás. Pero, fuera de ésta, no existen reglas seguras. A tenor de los humores que olfatees entre los presentes, tu discurso será jocoso o austero, noble o plebeyo, prolijo o conciso, sutil o craso. Sin embargo, conviene que en todos los casos sea oscuro, pues el ser humano tiene miedo de la claridad, nostálgico tal vez de la dulce oscuridad del seno materno y del lecho en que fue concebido. Recuerda que, cuanto menos te entiendan los que te escuchen, tanta ma­yor será la confianza que tengan en tu sabiduría y tanta más música oirán en tus palabras. Así está hecho el vulgo y en el mundo no hay más que vulgo.
Por eso has de introducir en tu sermón voces de Fran­cia y de España, alemanas y turcas, latinas y griegas, sin importarte que sean o no propias y pertinentes. Si no te vienen a la punta de los labios, acostúmbrate a acuñar so­bre la marcha otras nuevas, nunca antes oídas. Y no temas que te pidan alguna explicación, pues esto no ocurre jamás: nadie tendrá valor suficiente para interrogarte, ni siquiera el que sube al tablado con pie firme para que le arranquen una muela.
Ni llames nunca, en tu discurso, a las cosas por su nom­bre. No dirás muelas, sino protuberancias mandibulares, o cualquier otra rareza que te venga a la cabeza; ni dolor, sino paroxismo o eretismo. No llamarás al dinero dinero, y menos aún tenazas a las tenazas; mejor dicho, no nom­brarás estas cosas en absoluto, ni siquiera por alusión. Ni tampoco dejarás ver las tenazas al público, y menos aún al paciente, procurando esconderlas en la manga hasta el úl­timo instante.

Del mentir. De todo lo leído aquí habrás concluido que la mentira es un pecado para los demás, pero virtud para nosotros. La mendacidad está indisolublemente ligada a nuestro oficio. A nosotros nos conviene mentir con el idioma, con los ojos, con la sonrisa, con la indumentaria. Y no solamente para iludir a los pacientes. Tú sabes bien que nosotros miramos más alto, y que la mentira es nuestra verdadera fuerza (no la de nuestras manos). Con la men­tira, pacientemente aprendida y piadosamente ejercida, si Dios nos asiste llegaremos a dominar este país y quizá tam­bién el mundo. Pero esto sólo acontecerá si sabemos men­tir mejor y durante más tiempo que nuestros adversarios. Tal vez tú lo veas, pues yo ya no: será una nueva edad de oro, en la que sólo en casos extremos seremos llamados a sacar muelas, en tanto que, ante el gobierno de la nación y ante la administración de la cosa pública, nos bastará ampliamente con la mentira piadosa, llevada por nosotros a la perfección. Si nos mostramos capaces de ello, el im­perio de los sacamuelas se extenderá de oriente a occiden­te hasta las islas más remotas y no tendrá nunca fin.
Primo Levi


De Javier para Eli