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miércoles, 9 de marzo de 2016

Mapamundi



Otoño en primavera

Me dirigía a Grunewald cuando me ocurrió algo extraño: en el compartimiento del tren, que estaba lleno de los pri­meros aromas de la primavera procedentes de los campos que había a ambos lados del terraplén, de pronto entró el otoño.
Ocurrió de la siguiente manera:
La puerta se abrió -era la estación de Schmargendorf- y un caballero y una dama aparecieron sobre el estribo. Ella se subió al tren con entusiasmo y aire jovial, aunque ya no era tan joven. Sus ojos estaban ajados, tenía grietas y hendeduras como el mármol vie­jo, los bucles, delicadamente rizados, que se hallaban bajo el caprichoso y elegante birrete estilo Wagner de terciopelo violeta, no con­seguían ocultar las líneas de la frente. Sin embargo, su figura era to­davía delgada y esbelta, y había algo luminoso en su carácter.
El caballero entró detrás de ella más lentamente.
-¡Dios mío! -gritó la dama, con un pie todavía sobre el estribo y el otro en el compartimiento-. Pero ¿qué es eso que hay sobre la alfombra del pasillo? ¡Pero si es nada menos que una mo­neda de diez pfennigs! Se lo daré a un pobre.
La dama se agachó y recogió la moneda. Mientras tanto, el ca­ballero también había subido al tren, había cerrado la puerta del compartimiento tras de sí y en ese momento también presencia­ba apaciblemente el hallazgo de la dama.
-Sin lugar a dudas -dijo él-. Desde luego, tú siempre te encuentras algo. No hay más que dar tres pasos contigo y ense­guida te encuentras algo.
-¿Y? -dijo ella alegre y lo miró-. Bueno, ¿y qué es todo eso que me he encontrado estando a tu lado? ¡Di!
El caballero la miró brevemente a la cara pero con una expresión indescriptible.
-¿A mi lado? Pues tu corazón...
Aquellas palabras me llamaron la atención. Habían sido pronunciadas a la ligera, en cierto modo era como si hubieran sido dispuestas para que salieran volando por la ventana abierta del compartimiento. Aquellas palabras sonaban, o debían sonar, como una especie de conversación de viaje. Uno podía percibir el esfuerzo por hacer que sonaran superficiales y socialmente acep­tables. Por eso me chocaron aún más.
Tras la breve contienda, tanto el caballero como la dama se volvieron hacia mí para examinarme. "Es una completa extraña", decía su mirada rápida y escrutadora. "Tan extraña como los hi­los del telégrafo que pasan por delante de las ventanillas".
-¡Eres tan bueno! -dijo la dama mientras le agarraba la mano rápidamente. Él no pudo soportar el hecho de que ella lo agarrara de la mano. Un poco impetuosamente, con un movi­miento tierno pero nervioso, levantó la mano hacia arriba como si tuviera que coger necesariamente su sombrero de ala ancha y colocado en la red del compartimiento. Y mientras lo hacía apro­vechó para volver a lanzarme una mirada examinadora.
Desde ese momento estuvieron sentados en silencio, y yo los miraba de reojo. El caballero tenía algunas canas, debía de tener cincuenta y muchos años. Tenía un rostro bonachón, colorado y de rasgos poco definidos, y una nariz aguileña magníficamente modelada. Parecía ingeniero o arquitecto, o incluso comerciante de alta esfera, con cierto aire artístico en sus gestos y su indu­mentaria. Sus manos bien cuidadas, con un brillante de tamaño mediano en el dedo anular de la mano izquierda, eran las manos de un burgués; sin embargo, el gran sombrero de ala ancha suave como la seda, la precisión y el buen corte de su ropa le conferían algo de libertad y frescura.
Por un momento se callaron los dos. En el compartimiento lo único que se oía era el traqueteo de las ruedas del tren, ese ruido monótono, arrullador y ronroneante. A través de la ventanilla abierta llegaba, desde el bosque que se divisaba junto al terraplén, un olor a ozono que se mezclaba con el aroma del tapizado de los asientos. Se podía ver el extenso arrabal berlinés todavía sin culti­var extendiéndose hasta el infinito; aquellos campos, grandes y pequeños, aún sin arar, y entre ellos los pabellones de estacas y las casas de vecindad plantados en mitad del campo con gigantescas imágenes de reclamo pegadas, como si fueran enormes vitrinas le­vantadas en lo alto. Una región tan desoladora como trasnocha­da, apática y sin alma, que sin embargo se estremece con el suave aroma primaveral, con un leve soplo azulado que llega al alma.
La pareja miraba perpleja el paisaje. De repente, el caballero dijo con tono suave y contenido:
-¿Fuiste también lo suficientemente cauta? ¿No notará él nada?
Y la dama le respondió con la misma suavidad y rapidez, y en cierto modo de manera inexpresiva:
-Me he ido de viaje un día a visitar a mi hermana.  ¿Cómo va a notar nada?
De nuevo se callaron los dos y me miraron. Pero yo miraba fijamente por la ventana.
Entonces lo supe todo.
Un fervor de principios de otoño. El otoño estaba allí con sus hojas rojas, sus tardes breves de anocheceres tempranas. Sentía el otoño en el compartimiento, lo notaba en ese momento en la expresión de sus rostros, lo oía soplar a través de cada palabra que se decían. ¡Quizá fueran amantes de juventud! ¡Quizá se hubieran conocido ya tarde! No tienen ninguna esperanza de futuro juntos, él tiene su mu­jer, ella su marido, y se reúnen en un viaje tranquilo y feliz. Sólo un día, luego se acabó, y cada uno regresa de nuevo a su casa.
¡Un solo día! Y sus rostros otoñales, fatigados por la vida, aja­dos por la gran resignación, pierden sus arrugas y líneas. Ya no veía al robusto cincuentón amable, y tampoco a la pálida mujer agradecida; los veía jóvenes, bajo los besos cuyo escaso aliento sólo saborearían ese único día, estremeciéndose y fortaleciéndose. Yo oía sus primaverales palabras de amor..., y la tímida, cauta y miedosa contienda de hacía un momento perdió su sentido...
Se bajaron.
-Ve delante -dijo el caballero.
Y como si lo hubieran convenido con bastante antelación, se separaron el uno del otro durante el recorrido por el andén con­currido de gente, caminando la una rápidamente, el otro despa­cio, como si no tuvieran nada que ver en absoluto el uno con el otro.
Girándose temerosamente y con gran recato, ella miró una vez hacia atrás de forma disimulada e indiferente; y él asintió con la cabeza de manera imperceptible, "no te preocupes, estoy aquí", con la misma expresión indiferente en el rostro que ella. Pero, arrastrados por la multitud, al llegar a las taquillas de venta de bi­lletes, donde los caballeros intentaban ver el rostro de ella bajo el sombrero, él se colocó pegado detrás de ella y como sin querer le rozó la mano con la suya con gesto protector.
De ese modo bajaron las escaleras para dirigirse hacia los tre­nes de largo recorrido. La dama siempre un gran trecho por de­lante. Sobre su birrete estilo Wagner resplandecía el plateado bro­che, sus faldas susurraban y hacían fru-fru. E incluso en aquel su­surro resonaba la palabra: ¡Otoño! ¡Hojas rojas que revolotean!
Sólo en el oscuro túnel que conducía hacia el andén de largo recorrido volvieron a unirse. Casi sin aliento, como cuando se ha superado un peligro.
Y su miedo y su necesidad me dieron lástima.
¡Qué mundo, que hace que las personas marchitas se escabullan!
¡Que los empuja, junto a los restos de su fuego vital, hacia la clandestinidad, como si fueran criminales!
¡Dos personas tan llenas de bondad mutua que lo único que se dicen la una a la otra es una palabra que permanecerá leal para siempre!
Y yo tuve la necesidad de seguirlos y ver cómo subían lentamente los escalones hacia la taquilla de venta de billetes.
Un hombre por así decirlo en la "mejor edad" que haya tenido nunca.
Y una mujer amargada, acicalada de forma juvenil.
Cada uno por su lado.
Elsbeth Meyer Foerster


Como homenaje a David Bowie nos la pide Eduard.