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sábado, 19 de marzo de 2016

Pozos mineros - Asturias



Los buscadores de entierros

III

Ogorpú, en la provincia de Huamachuco, era en 1817 un pequeño pago o chacra de un mestizo llamado Juan Príncipe. Hacia el lado fronterizo del bosque de Collay, había otra chacrita perteneciente al indígena Juan Sosa Vergaray.
Acontecióle al último tener que abandonar a media noche la cama y salir al campo, urgido por cierta exigencia del organismo animal, y mientras satisfacía ésta fijó la vista en un cerrillo o huaca de Ogorpú y violo iluminado por vivísima llama que de la superficie brotaba.
No sólo la preocupación popular, sino hasta la ciencia, dicen que donde hay depósito de metales o de osamentas nada tienen de maravilloso los fuegos fatuos. A Sosa Vergaray se le ocurrió que Dios lo había venido a ver, deparándole la posesión de un tesoro, y sin más pensarlo corrió a la huaca, y no teniendo otra señal que poner en el sitio donde percibiera el fuego fatuo, dejó los calzones, regresando a su casa en el traje de Adán.
Despertó a su mujer y a sus hijos y les dio la buena nueva. Según él, apenas amaneciera iban a salir de pobreza, pues bastaría un pico, barreta, pala o azadón para desenterrar caudales.
En la madrugada, al abrir la puerta de su casa acertó a pasar su vecino y compadre Antonio Urdanivia, y después de cambiar los buenos días, hízole Vergaray la confidencia. ¡Nunca tal hiciera!
-¡Está usted loco, compadre -le dijo Urdanivia-, proponiéndose ir de día a sacar el entierro! ¿No sabe usted que la huaca huye con el sol? Espere usted siquiera a las siete de la noche, y cuenta conmigo para acompañarlo. -Tiene usted razón, compadre  -contestó Sosa Vergaray-, y que Dios le pague su buen consejo. Lo dejaremos para esta noche.
Urdanivia era un grandísimo zamarro con más codicia que un usurero, y se encaminó a casa de Príncipe. Como él sabía lo de los calzones marcadores del sitio donde se escondía el presunto tesoro, estaba seguro de obtener ventajas antes de hacer la revelación. Príncipe convino en cederle la mitad del entierro; pero Urdanivia no fiaba en palabras, que arrastra el viento, y le exigió formalizar la promesa delante del gobernador. Príncipe no tuvo inconveniente para acceder.
Pero fue el caso que también al gobernador se le despertó la gazuza, y dijo que a la autoridad tocaba hacer antes una inspección ocular y percibir los quintos que según la ley tantos, artículo cuantos, de la Recopilación de Indias, correspondían al rey. Urdanivia y Príncipe, que no esperaban tal antífona, se quedaron tamañitos; pero ¿qué hacer?
El gobernador, con sus alguaciles y toda la gente ociosa del pueblo, se encaminó a la huaca. Súpolo Sosa Vergaray y les salió al encuentro. Sostuvo que el tapado era suyo, y muy suyo, por ser él quien tuvo la suerte de descubrirlo, como lo probaban sus calzones, y que en cuanto a los quintos del rey, no era ningún cicatero tramposo para no pagarlos, y con largueza. Arguyó Príncipe que el terreno era suyo, y muy suyo, y que no consentía merodeos en su propiedad.
El gobernador, echándola de autoridad, dijo que siendo el punto contencioso, ahí estaba él para tomar posesión del tesoro en nombre del rey.
Los interesados lo amenazaron entonces con papel sellado y con ocurrir hasta la Real Audiencia si la cosa apuraba. El gobernador les contestó: -Protesten ustedes hasta la pared del frente; pero yo saco el tesoro-. Y lo habría hecho como lo decía si los vecinos todos, armados de garrote, no se opusieran, amenazándolo con paliza viva y efectiva, amenaza más poderosa y convincente que mil resmas de papel sellado.
Entonces resolvió el gobernador que los calzones quedasen en el sitio hasta que la justicia fallara, y que nadie fuera osado, bajo pena de carcelería y multa, a remover el terreno.
Y hubo pleito que duró tres años, y Vergaray y Príncipe, para dar de comer al abogado, al procurador, al escribano y demás jauría tribunalicia, se deshicieron de sus chacras con pacto de retroventa; esto es, para rescatarlas con el tesoro que cada cual creía pertenecerle.
El fallo de la justicia fue a la postre que Sosa Vergaray era dueño de sus calzones y que podía llevárselos; pero que Príncipe era dueño de la huaca o cerrillo, y árbitro de dejarlo en pie o convertirlo en adobes.
Por supuesto, que celebró la victoria con una pachamanca, en la cual gastó sus últimos reales, y aún quedó debiendo.
¿Y sacó el tesoro? ¡Clarinete! ¡Vaya si lo sacó!
En la huaca no halló ni siquiera objetos curiosos de cerámica incásica, sino varias momias de gentiles.

Ricardo Palma


Para Remei, de Pato.