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miércoles, 18 de mayo de 2016

Museo del Prado


El que más vale no vale tanto como Valle vale

I
Tal era el mote que en su escudo de armas lucía el Sr. D. Alonso González del Valle y Álvarez de Builla, primer marqués de Campo Ameno y el vecino más acaudalado de Ica, sin excluir ni al Sr. de Apezteguía, primer marqués de Torrehermosa. Nació en Santa María del Mar (Asturias). El título de Campoameno se expidió en 1753, libre perpetuamente de lanzas y medias anatas.
Las armas de los Valle, según el Nobiliario, eran: escudo cortado; el primero de azur y luna menguante, en plata, y con cinco estrellas de oro de ocho puntos; el segundo de plata y un castillo de gules en valle de sinople (verde); bordura de azur, y en letras de oro la antedicha leyenda, que todo puede revelar menos modestia. En materia de motes usados por los nobles del Perú, no estoy ni por el de el que más vale no vale tanto como Valle vale, ni por el de García, que era: de García arriba, nadie diga; pues ambos andan a la greña en soberbia y pretensiones. Para dignidad, el mote de las armas de la familia Escudero. Eran éstas espada de plata con empuñadura de oro, en campo de azur, y en la hoja de la espada dos palabras: sine dolo.
Ica, después del famoso terremoto de 1664, renació de entre las ruinas con mayor esplendidez, y nuevos y aristocráticos vecinos, como los Ríos, Tovares, Buendías, Benavides, Carvajales, Pintos y Caveros, vinieron a darla importancia. Hablando de la ciudad, dice el cronista padre Vázquez: «Ica, ciudad pequeña en la población, pero con un claro y benigno cielo; corta en el ámbito, pero sana en el temperamento, y tan fecunda en la nobleza de sus hijos, que cada uno de los que ha dado pesa más que algunas ciudades enteras del mundo». Yo no sé si el buen fraile cronista diría hoy lo mismo por la antigua villa de Valverde.
En cuanto a la proverbial riqueza de Ica, no son ya éstos los tiempos en que D. Juan Stuart, el inglés, minero de Castrovirreina, ocupaba al platero Cabito de vela en que fabricase del codiciado metal de sus minas una cuna para mecer en ella a su primogénito.
A propósito de la riqueza de Ica, cuéntase que en 1776, cuando el colegio de San Luis Gonzaga era convento de los jesuitas y pocos días antes de la expulsión de la Compañía de Jesús, que, dicho sea de paso, poseía valiosas propiedades en la ciudad y su campiña, hallábanse dos reverendos, a las cuatro de la mañana, parados en la portería, en momentos en que acertó a pasar un negro de la hacienda de Zambrano, y llamándolo los reverendos contrataron con él un trabajo de albañilería, al que era necesario proceder inmediatamente. Aceptado el compromiso por el esclavo, le vendaron los ojos, y después de hacerlo dar muchas vueltas y rodeos lo introdujeron en un sótano, donde lo ocuparon en enterrar una inmensa cantidad de dinero. Algunas horas llevaba ya el negro en la tarea, cuando quiso huir espantado por un ruido semejante al de temblor que sintió sobre su cabeza; pero los jesuitas lo tranquilizaron, diciéndole que tal ruido era producido por una calesa que pasaba por la calle.
Andando los tiempos, el negro refirió el suceso, y apoyándose en sus datos, se emprendieron en diversas épocas, y recientemente en 1863, trabajos de excavación en ciertas calles para descubrir el tesoro de los jesuitas. Lo mismo se ha hecho en Lima para buscar lo que se supone que en las bóvedas del convento de San Pedro escondieron los hijos de Loyola; y es fama que en la calle de la Coca, en la casa llamada de Piélago, que fue la morada del último rector, existe un pasadizo que conduce a los subterráneos.

II
Era D. Alonso González del Valle no sólo notable por su título y fortuna, sino también por su talento. Dice la tradición que escribió muy buenos versos y que como abogado lució sus dotes en defensa del homicida Anselmo Montanches, cuya causa tuvo incidentes que la hicieron célebre por entonces en los anales del crimen.
La tertulia del marqués de Campoameno era el centro de reunión de odas las notabilidades del país, incluyendo entre ellas al vicario eclesiástico doctor D. Manuel Murga y Muñatones, sobre cuya inteligencia cuentan que no equivocaba desatino. Así, en un festín dado por doña Bárbara de la Calzada, bellísima dama arequipeña avecindada en Ica, improvisó el santo sacerdote el siguiente brindis que él llamaba décima de pie quebrado:

«Bárbara del barbarismo,
entre las bárbaras bárbara,
viene hoy a darte los días
y muy felices te los desea
D. Manuel de Murga y Muñatones
tu afectísimo capellán».

Poniendo punto a las barbaridades del vicario, sigamos con nuestro rumboso marqués, y llámolo rumboso porque lo era y mucho el hombre que, cuando la ruina del Callao, hizo un donativo voluntario de cincuenta mil duros para socorrer a los desventurados, donativo que dejó boquiabiertos a todos los que en Lima disfrutaban fama de poseer gran caudal. D. Alonso no quería desmentir el mote de su escudo.
Por los años de 1760 fue nombrado mayordomo para la fiesta del Corpus en Chincha el Sr. D. Fernando Carrillo, conde de Monteblanco, quien se propuso echar la casa por la ventana y salir airoso en la mayordomía
Corridas de toros, jugadas de gallos, cuadrillas de danzantes, auto sacramental, árbol de fuego, moros y cristianos, papahuevos y gigantes; en fin, festejos y diversiones para ocho días. Invitó el conde a sus amigos de Lima e Ica, y por supuesto que el marqués de Campoameno y sus tres hijos no podían ser olvidados.
D. Alonso hallábase achacoso e imposibilitado para el viaje, pero convino en que sus retoños asistiesen a las fiestas. Eran tres los mancebos y el mayor contaba veintiún años. Dio el anciano a cada uno de ellos cien onzas de oro, recomendándoles que se portasen como hijos de su padre; echoles la bendición, y los muchachos, jinetes en soberbios caballos, emprendieron el viaje a Chincha.
Quince días después regresaron los jóvenes al hogar paterno, y cuando llegó el momento de dar cuenta de su conducta, dijo el mayor:
-Padre y Sr. D. Alonso, las cien peluconas con que su merced me avió se hicieron humo.
-Bien, muchacho. El oro se hizo para cambiarlo y la plata es escurridiza por lo que guarda de azogue.
-Pero es, señor -continuó el joven temeroso de una reprimenda-, que también he jugado por no ser menos que los otros caballeros, y que a D. Fernando le debo cinco mil duros que ha pagado por mí.
-¡Soberbio! ¡Te portas como quien eres y honras el nombre! -exclamó el viejo con orgulloso énfasis-. Dame un abrazo, marquesito.
-Y tú, ¿cómo te has manejado? -preguntó D. Alonso a su segundo hijo, que era un mocetón de veinte años y gran aficionado a las mozuelas.
-Yo, padre, no jugué; pero no traigo un cornado.
-¿Y en qué gastaste la plata?
-Señor, había en Chincha unos faldellines...
-¡Ya!¡Ya!. A tu edad fui yo rumboso y me sacaban de quicio los ojos negros. Gastaste como un Valle y gastaste bien, que a un Valle no le han de querer gratis y de cuenta de buen mozo como a cualquier zaragate. Ahora, monigotillo, te toca confesarte.
El monigotillo era el hermano menor, un chico de diez y ocho años, entre encogido y despierto. Sacó con pausa un bolsillo de seda, por entre cuyas mallas relucía el oro, y poniéndolo sobre la mesa, dijo:
-Padre sólo he gastado dos onzas y no cabales. Ahí tiene su merced el dinero.
Oír, esto y ponerse D. Alonso rojo como la púrpura, fue instantáneo.
-¡Ah, pícaro! -gritó- ¿Qué habrán dicho de mi casa los chinchanos? ¡Que los Valles somos unos pordioseros! Este muchacho es, por su miseria, la deshonra, el borrón de la familia. ¡Ah, zamarro! ¡Asno de Arcadia, lleno de oro y come paja! Pues para que otro día sepas dejar bien puesto el nombre, te voy a dar una lección que nunca olvides.
Y tomando el bastón aplicó a su hijo una paliza soberana.
Para él, en la fiesta de Chincha el último zarramplín se había portado con más rumbo que el monigotillo.
No exageramos. D. Alonso González del Valle era hombre de su época; y como él eran en América casi todos los que poseían un título nobiliario. La aristocracia deslumbraba al pueblo por el lujo y el derroche.
Y tan grande fue el bochorno que experimentó el marqués de Campoameno al saber que su hijo menor había andado cicatero, que durante quince días mantuvo enlutada con un crespón negro la famosa leyenda de su escudo: El que más vale no vale tanto como Valle vale.

Ricardo Palma