(Entrada dedicada a Ana Fontanals)
Esperanza
siempre abre el periódico en la sección de sociales y se pone a ver las novias.
Suspira: “Ay, señorita Diana, cuándo la veré a usted así”. Y examina
infatigable los rostros de cada uno de las felices desposadas. “Mire, a esta le
va a ir de la patada…” “A esta otra pue’que y se le haga…” “Esta ya se
viene fijando en otro. Ya ni la amuela. Creo que es el padrino…” Sigue hablando
de las novias obsesiva y maligna. Con sus uñas puntiagudas —“me las corto de
triangulito, pa arañar, así se las había de limar la señorita”—, rasga el papel
y bruscamente desaparece la nariz del novio, o la gentil contrayente queda
ciega: “Mire niña Diana, qué chistosos se ven ahora los palomos”. Le entra una
risa larga, larga, larga, entrecortada de gritos subversivos: “Hi ¡Hi! ¡Hi!
¡Hi! ¡Hiiii!”, que sacude su pequeño cuerpo de arriba abajo. “No te rías tanto,
Esperanza, que te va a dar hipo”.
A veces Diana
se pregunta por qué no se habrá casado Esperanza. Tiene un rostro agradable,
los ojos negros muy hundidos, un leve bigotito y una patita chueca. La sonrisa
siempre en flor. Es bonita y se baña diario.
Ha cursado cien
novios: “No le vaya a pasar lo que a mí, ¡que de tantos me quedé sin ninguno!”.
Ella cuenta: “Uno era decente, un señor ingeniero, fíjese usted. Nos sentábamos
el uno al lado del otro en una banca del parque y a mí me daba vergüenza
decirle que era criada y me quede silencia”.
Conoció al
ingeniero por un “equivocado”. Su afición al teléfono la llevaba a entablar
largas conversaciones. “no señor, está usted equivocado. Esta no es la familia
que usted busca, pero ojalá fuera”.
“Carnicería ‘La Fortuna’” “No, es una casa particular pero qué fortuna…”
Todavía hoy, a los cuarenta y ocho años, sigue al acecho de los equivocados.
Corre al teléfono con una alegría expectante: “Caballero yo no soy Laura
Martínez, soy Esperanza…” Y a la vez siguiente: “Mi nombre es otro, pero en
¿qué puedo servirle?” ¡Cuánto correo del corazón! Cuántos “Nos vemos en la
puerta del cine Encanto. Voy a llevar un vestido verde y un moño rojo en la
cabeza”… ¡Cuántas citas fallidas! ¡Cuántas idas a la esquina a ver partir las
esperanzas! Cuántos: “¡Ya me colgaron!” Pero Esperanza se rehace pronto y tres
o cuatro días después, allí está nuevamente en servicio dándole vuelta al
disco, metiendo el dedo en todos los números, componiendo cifras al azar a ver
si de pronto alguien le contesta y le dice como Pedro Infante: “¿Quiere usted
casarse conmigo?” Compostura, estropicio, teléfono descompuesto, 02, 04, mala
manera de descolgarse por la vida, como una araña que se va hasta el fondo del
abismo colgada del hilo del teléfono. Y otra vez a darle a esa negra carátula
de reloj donde marcamos puras horas falsas, puros: “Voy a pedir permiso”, puros:
“Es que la señora no me deja…”, puros: “¿Qué de qué?” porque Esperanza no atina
y ya le está dando el cuarto para las doce.
Un día el
ingeniero equivocado llevó a Esperanza al cine, y le dijo en lo oscuro: “Oiga
señorita, ¿le gusta la natación?” Y le puso la mano en el pecho. Tomada por
sorpresa, Esperanza respondió: “Pues mire usted ingeniero, ultimadamente y
viéndolo bien, a mí me gusta mi leche sin nata”. Y le quitó la mano.
Durante treinta
años, los mejores de su vida, Esperanza ha trabajado de recamarera. Sólo un
domingo por semana puede asomarse a la vida de la calle, a ver a aquella gente
que tiene “su” casa y “su” ir y venir.
Ahora ya de
grande y como le dicen tanto que es de la familia, se ha endurecido. Con su
abrigo de piel de nutria heredado de la señora y su collar de perlas
auténticas, regalo del señor, Esperanza mangonea a las demás y se ha instituido
en la única detentadora de la bocina. Sin embargo, su voz ya no suena como
campana en el bosque y en su último “equivocado” pareció encogerse, sentirse a
punto de desaparecer, infinitamente pequeña, malquerida, y, respondió modulando
dulcemente las palabras: “No señor, no, yo no soy Isabel Sánchez, y por favor,
se me va a ir usted mucho a la chingada”.
Elena
Poniatowska Amor