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viernes, 8 de julio de 2016

Musée des Tissus de Lyon



Sepultura en el Sur: Luz de Gas

Cuando murió el abuelo, padre dijo probablemente lo primero que se le ocurrió, porque lo que dijo fue involuntario, porque si lo hubiera pensado dos veces no lo habría dicho:
-Maldita sea, ahora vamos a perder a Liddy.
Liddy era la cocinera. Era una de las mejores cocineras que habíamos tenido en la vida, y había estado con nosotros desde la muerte de la abuela, hacía siete años, cuando la cocinera anterior nos dejó; y ahora nos dejaría ella también, con pesar, porque también le gustábamos. Pero así actuaban los negros: dejaban al patrón tras una muerte en la familia, como si obedecieran no a una superstición sino a un rito: el rito de su libertad: no la libertad de poder dejar de trabajar, que nadie tendría hasta varios años después, con la entrada en vigor del WPA, sino la libertad de cambiar de un trabajo a otro, aprovechando una muerte en la familia como el momento, el acicate para marcharse, pues sólo la muerte era lo suficientemente importante como para ejercer un derecho tan importante como el de la libertad.
Pero no iba a marcharse todavía; su partida y la de Arthur (su marido) tendría lugar con dignidad proporcionada a la dignidad de la edad y posición del abuelo en la familia y la comunidad, y a la dignidad correspondiente de su sepultura.
Y eso sin mencionar el hecho de que el propio Arthur estaba en aquel momento rindiendo el apogeo de su calidad de miembro de la casa, como si los siete años que llevaba trabajando para nosotros no hubieran sido sino de mera espera para el presente momento, hora, día: estaba sentado (no de pie ya: sentado), recién afeitado y con el pelo recortado aquella misma mañana, con una camisa blanca y limpia y una corbata de padre y vistiendo su librea, en una silla de la trastienda de la joyería, mientras el señor Wedlow, el joyero, grababa en la hoja de pergamino con su bella y ágil caligrafía spenceriana la noticia formal de la muerte del abuelo, y la hora de su entierro; pergamino que, unido a la bandeja de plata con lazos de cinta negra y ramilletes artificiales de siemprevivas, Arthur llevaría de puerta en puerta (no a las de cocina ni a las traseras, sino a las puertas principales) por toda la ciudad, haciendo sonar la campana y haciendo llegar la bandeja hasta quienquiera que fuera, no ya como un sirviente que entrega una notificación formal sino como un miembro de nuestra familia que ejecuta un rito formal, pues para entonces la ciudad entera sabía que el abuelo había muerto. De forma que se trataba de un rito, y Arthur dominaba el momento, dominaba la mañana entera de hecho, pues no era ya un mero criado nuestro, ni siquiera un enviado nuestro, sino más bien un mensajero de la misma Muerte que dijera a las gentes de nuestra ciudad: «Deteneos, mortales; acordaos de Mí.»
Luego Arthur estaría ocupado el resto del día; con su chaqueta de cochero y el sombrero de castor que había heredado del marido de la antecesora de Liddy en el cargo, quien a su vez los había heredado del marido de la antecesora de la antecesora de Liddy, iría con el carruaje a recibir a los parientes y allegados que empezarían a llegar en uno u otro tren. Entonces la ciudad comenzaría a rendir las breves visitas formales y rituales, en las que apenas utilizarían la palabra, y aun así sólo en murmullos y susurros. Porque el ritual prescribía que madre y padre debían sobrellevar en la intimidad el primer dolor de la pérdida, y alentarse y confortarse el uno al otro. Así que habrían de recibir a las visitas los parientes más próximos: la hermana de madre y su marido, de Memphis, ya que tía Alice, la esposa de Charles, el hermano de padre, tendría que alentar y confortar a tío Charles, suponiendo, claro está, que lograran que se quedara arriba. Y las damas de la vecindad llegarían ininterrumpidamente a la puerta de la cocina (no a la principal en este caso; a la de la cocina y a las traseras), y entrarían sin llamar con sus cocineras o sus mozos, que traían las fuentes y bandejas de comida que habían preparado para nosotros y para la afluencia de parientes, y para la cena de medianoche de los hombres, los amigos con quienes padre cazaba y jugaba al póquer, que pasarían la noche en vela junto al ataúd que habrían de traer los de la funeraria y en donde habrían de instalar el cuerpo del abuelo.
Y el día siguiente también, mientras llegaban las coronas y las flores; entonces, todo el que lo deseara podía entrar en el salón de invitados a ver al abuelo, enmarcado en el raso blanco y con el uniforme gris y las tres estrellas en el cuello, recién afeitado y con un ligero toque de colorete en las mejillas. Y también el día siguiente, hasta después de nuestro almuerzo, cuando Liddy dijera a Maggie y a los demás niños: «Ahora vosotros, niños, id a jugar al prado hasta que os llame. Y tú cuida de Maggie.» Porque no se había referido a mí. Yo era no sólo el mayor sino varón, la tercera generación de primogénitos varones desde el padre del abuelo; cuando le llegara la hora a padre sería yo quien diría antes de darme cuenta: Maldita sea, ahora vamos a perder a Julia o Florence o como se llamara la cocinera de entonces. Era mi deber estar allí, pues, en traje de domingo, con un brazalete de crespón; estaríamos todos, salvo madre y padre y tío Charley (tía Alice estaría, sin embargo: la gente se lo permitía porque era una buena organizadora cuando se le presentaba la ocasión; y también tío Rodney, pese a ser el hermano más joven de padre), en el cuarto del fondo, el que el abuelo llamaba su despacho, adonde habían llevado la damajuana de whisky del aparador del comedor por deferencia ante el entierro; sí, también tío Rodney, que no tenía esposa, el elegante soltero que usaba camisas de seda y loción de afeitar perfumada, el preferido de la difunta abuela y de otras muchas mujeres; el viajante de comercio de unos mayoristas de St. Louis, que en sus breves visitas a la ciudad traía una bocanada, un aroma, casi un deslumbramiento de esas metrópolis extranjeras que no eran para nosotros: las populosas ciudades de botones de hotel y de revistas de coristas y de ostrerías; tío Rodney, que en mi primer recuerdo estaba de pie junto al aparador con la damajuana de whisky en la mano, y que ahora la tenía en la mano también, con la única diferencia de que la mano de tía Alice estaba también encima de ella y que todos podíamos oír su furioso susurro:
-¡No puedes, no debes dejar que se den cuenta de cómo hueles!
A lo que respondió tío Rodney:
-Está bien. Está bien. Dame un puñado de clavo de olor de la cocina.
Así que aquel aroma de clavo, inseparablemente unido al del whisky y la loción de afeitar y las flores cortadas, iba a ser parte del tránsito y última estadía del abuelo en el hogar; nosotros esperábamos en el despacho mientras las damas entraban en el salón, donde estaba el ataúd, y los hombres se quedaban fuera, en el césped, recatados y silenciosos, con sombrero hasta el comienzo de la música, momento en que se descubrirían y permanecerían allí en pie, con una ligera inclinación de cabeza, al luminoso sol de la tarde temprana. Madre, entonces, estaba en el vestíbulo, de negro y con profuso velo, y padre y tío Charley de luto; y nosotros pasábamos al comedor, en donde nos habían preparado las sillas y habían abierto las hojas plegables de la puerta que daba al salón, de forma que nosotros, la familia, estaríamos en las exequias pero no en el centro de ellas, como si el abuelo, en su ataúd, hubiera de desdoblarse en dos: uno para sus descendientes por la sangre y parientes políticos, y otro para quienes fueron sus amigos y conciudadanos.
Luego aquel cántico, aquel himno que ya ningún significado tenía para mí: ni canto fúnebre y lúgubre a la muerte, ni recordatorio de que el abuelo había partido y que ya nunca lo volvería a ver. Porque ya jamás llegaría a equipararse a lo que un día había significado para mí -terror, no a la muerte sino a los no muertos-. Tenía entonces cuatro años; Maggie, a mi lado, sabía apenas andar: estábamos con un grupo de niños mayores, medio escondidos en los matorrales de la esquina del patio. Yo al menos no sabía por qué, hasta que aquello pasó -la primera vez que lo vi en mi vida-: el coche fúnebre empenachado y negro, los negros y cerrados carruajes y coches de alquiler, que avanzaban a paso lento y solemne por la calle que súbitamente habría de quedar desierta, tan desierta -creí saber súbitamente- como la ciudad entera.
-¿Qué? -dije-. ¿Un muerto? ¿Qué es un muerto?
Y me lo explicaron. Yo ya había visto antes cosas muertas: pájaros, sapos, los cachorros que el anterior a Simon, el que estaba casado con Sarah, ahogó dentro de un saco en el abrevadero, porque dijo que la setter de raza de padre se había mezclado con un perro inadecuado, y había visto cómo él y Sarah mataban a palos, hasta dejarlas como tiras ensangrentadas e informes, a culebras que eran -ahora lo sé- inofensivas. Pero que esto mismo, esta ignominia, tuviera que sucederle también a la gente, me parecía algo que el Propio Dios no podía permitir ni dejar que continuara. Así que quienes ocupaban el coche fúnebre no podían estar muertos: tenía que ser algo parecido al sueño: una treta que empleaban con la gente las mismas fuerzas y poderes del mal que inducían a Sarah y a su marido a apalear a las inocuas culebras hasta convertirlas en una informe y sangrienta pulpa, o a ahogar a los cachorros; una treta que, merced a cierta broma pavorosa e inescrutable, sumía a la gente en aquel coma impotente, para acabar con la tierra apelmazada sobre el cuerpo, que se debatiría y agitaría convulsivamente y gritaría en la oscuridad sin aire, ya para siempre sin posibilidad de huida. Aquella noche, pues, fui presa de algo muy parecido a la histeria, y me aferraba a las piernas de Sarah jadeando:
-¡Yo no moriré! ¡Yo no! ¡Nunca!
Pero aquello pertenecía al pasado. Ahora tenía catorce años y aquel canto era cosa de mujeres, lo mismo que el sermón del pastor que venía a continuación; luego entraban los hombres, los ocho portadores del féretro, que eran los amigos con quienes padre cazaba y jugaba al póquer y hacía negocios, y los tres a título honorario, pues eran demasiado viejos para soportar carga alguna: los tres con uniforme gris también, pero de soldados rasos (dos de ellos habían estado en el viejo regimiento aquel día en que se replegaron ante McDowell para más tarde reagruparse en torno a Jackson frente a Henry House). Así que sacaron al abuelo; las mujeres se echaban un poco hacia atrás para dejarnos paso, sin mirarnos; el resto de los hombres en el soleado patio, sin mirar el féretro que pasaba ante ellos, sin mirarnos a nosotros tampoco, con la cabeza descubierta, hacían una pequeña inclinación o incluso se volvían ligeramente como si estuvieran pensativos, distraí­dos; se hizo un murmullo de asombro amortiguado, casi hueco, cuando los portadores -no profesionales- lograron introducir al fin el féretro en el coche fúnebre; luego, rápidamente, con una especie de celeridad decorosa, se desplazaron repetidas veces desde el coche al salón y del salón al coche, hasta que trasladaron a su interior todas las flores; luego empezaron a moverse con verdadera viveza, casi a la carrera, como si se disgregaran ya, no sólo del entierro sino también de la muerte, y doblaron la esquina hacia el carruaje que habría de llevarlos por calles secundarias hasta el cementerio, a fin de que estuvieran allí esperando cuando llegáramos nosotros; así, ningún forastero sureño que estuviera en la ciudad, al ver aquel carruaje lleno de hombres vestidos de negro y recién afeitados avanzando a trote rápido por una calle secundaria, a las tres de la tarde del miércoles, necesitaba preguntar qué había sucedido.
Sí, como una procesión: el coche fúnebre, luego nuestro carruaje, con madre y padre y conmigo, luego los hermanos y hermanas con sus esposas y esposos, luego los primos carnales y los de segundo y tercer grado, alejándose más y más del coche fúnebre a medida que disminuía la relación de parentesco con el abuelo, por la calle desierta, a través de la plaza, tan vacía como en domingo, mientras mi interior se henchía de vanidad social y de orgullo al pensar en lo importante que había sido el abuelo en la ciudad. Luego por la calle vacía que conducía al ce­menterio, flanqueada casi a cada yarda por niños que a lo largo de la cerca miraban con el mismo terror y emoción que yo guardaba en la memo­ria, pues recordaba el terror y el pesar con que había deseado un día vivir en la calle del cementerio para poder contemplar todos los entierros.
Podíamos ya verlas, gigantescas y blancas, más altas sobre sus pedestales de mármol que la cerca oculta bajo la urdimbre de rosas y madreselvas, cerniéndose sobre los propios árboles, los magnolios y los cedros y los olmos, mirando para siempre hacia el este con sus vacíos ojos de mármol; no símbolos: no ángeles de misericordia o serafines alados o corderos o pastores, sino efigies de los seres reales, tal como habían sido en vida, ahora en mármol duradero, impenetrable, de dimensiones heroicas, elevándose sobre sus cenizas según la tradición implacable de nuestro fuerte, inflexible, severamente exaltado protes­tantismo baptista-metodista, talladas en piedra italiana por exclusivos artesanos italianos y embarcadas en un largo y costoso viaje por mar para convertirse en otros invencibles centinelas en el templo de nues­tras tradiciones del Sur, las cuales, válidas tanto para banqueros y comerciantes y plantadores como para el último colono que no posee ni el arado que guía ni la mula que lo arrastra, decretaban, exigían que, por espartana que hubiera sido la vida, en la muerte la importancia de los dólares y centavos quedara abolida: acaso una abuela había tenido que partir leña para la estufa hasta el día de su muerte, pero debía entrar en la tierra envuelta en satén y caoba y asas de plata -si bien el satén y la caoba fueran sintéticos y la plata, plata alemana-, en ceremo­nia no dedicada en modo alguno a la muerte, ni al momento de la muerte siquiera, sino al decoro: la víctima de accidente o incluso de asesinato era representada en efigie no en el instante del tránsito, sino en el ápice de la sublimación, como si al fin en la muerte negara para siempre los pesares y desatinos de los asuntos humanos.
Y la abuela también; el coche fúnebre se detuvo al fin junto al hueco fresco de la fosa; el pastor y los tres viejos de gris (con las medallas de bronce colgándoles del pecho, medallas que carecían de sentido, que no simbolizaban valor sino únicamente reencuentros, pues en aquella guerra habían sido valientes los hombres de ambos bandos, y el solo espaldarazo de distinción individual era el de plomo de los mosquetes de los pelotones de fusilamiento) esperaban al lado del foso, los viejos con escopetas, mientras los portadores retiraban las flores y el féretro del coche fúnebre; la abuela también, con su polisón y sus ampulosas mangas y el rostro que recordábamos -salvo los ojos vacíos-, ensimis­mada en nada mientras el ataúd se hundía en la tierra y el pastor encontraba al fin un lugar donde situarse y los primeros terrones golpeaban con ruido plácido y hondo y casi hueco la madera ya invisible y los tres viejos lanzaban andanadas discordantes y alzaban gritos discordantes y trémulos.
La abuela también. Yo recordaba aquel día, seis años atrás: la familia reunida; padre y madre y Maggie y yo en el carruaje, porque el abuelo quiso montar su caballo; el cementerio, el trozo de terreno de nuestro panteón. La efigie de la abuela, entonces intocada y deslum­brante, recién sacada de la caja de embalaje, alta sobre el pedestal resplandeciente que se alzaba sobre la propia tumba; el empresario de pompas fúnebres, sombrero en mano, y los obreros negros que la habían alzado a fuerza de sudor hasta dejarla enhiesta, se apartaron a un lado para que nosotros, la familia, pudiéramos mirarla y dar nuestra aproba­ción. También el abuelo, después de un año de tediosa talla en Italia y del largo viaje por el Atlántico, estaría allí, junto a ella, sobre su pedestal, no como el soldado que había sido y como yo deseaba verlo, sino -siguiendo la vieja e inalterable y rigurosa tradición del apogeo apoteósico- como el abogado, el parlamentario, el orador que no había sido: en levita, con la cabeza descubierta echada hacia atrás, con un esculpido libro abierto en una mano esculpida y la otra extendida en in­memorial gesto de declamación, y entonces madre y Maggie y yo en el carruaje, porque padre querría hacerlo a caballo, acudiríamos al cemen­terio a cumplir con el privado y formal examen y ulterior aprobación.
Y tres o cuatro veces al año yo volvería solo, sin saber por qué, a mirarlos, no sólo al abuelo y a la abuela sino a todos ellos, que recortarían sus siluetas enormes entre el verde exuberante del estío y el fulgor regio del otoño y la lluvia y la ruina del invierno antes de que la primavera volviera de nuevo a florecer, ya maculados y algo oscureci­dos por el tiempo y el clima y la entereza, pero aún serenos, impenetra­bles, remotos, con la mirada en nada, no como centinelas, no defen­diendo a los vivos de los muertos mediante sus toneladas de peso y su vasta masa, sino antes bien a los muertos de los vivos; protegiendo a los huesos consumidos y vacíos, a las inocuas e inermes cenizas, de la angustia y la congoja y la inhumanidad del género humano.

William Faulkner