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lunes, 18 de julio de 2016

Santo Toribio de Liébana


El alterego                                 

Mi mujer no cree una palabra de lo que voy a contarle, doctor. Por eso la abandoné. Trasladé mis desgracias, mi gabinete y mi covacha a un terreno que compré en las playas de Salinaseca. Colgué una hamaca de dos palos. Lo único que saqué de la casa de mi mujer fue a mi perro, el Alterego, de quien tengo mucho que platicarle, doctor. Yo sé que usted me cree, yo sé que usted va a querer escribir esta historia, doctor.
La parte de abajo de la playa la tienen ocupada los millonarios, casas rodeadas de malla ciclónica, adornadas con jardines y pintaditas de blanco. Alrededor hay un caserío de pescadores, agricultores, trabajadores de las quintas, empleadas domésticas, lavanderas y planchadoras de ropa, jardineros, choferes, cortadores de leña y otra gente menesterosa y urgida. Siempre es así, doctor. Esta parte del cuento usted debe sabérsela mejor que yo.
Yo me conseguí un terreno en la parte más alta. En la cresta de una loma. De manera que fui a quedar arriba de todos, por encima de pobres, acomodados y ricos. ¡Es una belleza mi terreno, viera qué vista! Tengo que llevarlo para que conozca, doctor. Yo sé que a usted va a encantarle el lugar.
De momento casi no hay nada. Un bajareque, unas tablas derribadas, una piedras amontonadas. Pero yo voy a convertir ese lugar en un oasis, en un paraíso mahometano. ¿Usted me cree, doctor? ¿De verdad?¿De verdad? ¡Deme un abrazo! Eso precisamente es lo que mi mujer alega que son puras locuras. Por eso la dejé.
Tenemos que ir allá para que usted conozca. Yo ya tengo controlada la cartografía, la escenografía y todo el elenco dramático de la comunidad. Está don Evaristo Garmendia Montiel, que es el patriarca de aquel pueblo, en una punta del caserío. Mientras al otro extremo, ya en mis linderos, viven Policarpo Salmerón, sus hijos y sus compinches, gente retobada y malhechora, que se han quedado representando a los malos de las películas mexicanas.
Y existen dos o tres mujeres casaderas, más una divorciada, que a todo el que llega desde afuera lo miden con ojos de posible partido marital.
De todo esto me di cuenta en cuanto llegué (porque hasta cierto punto yo estoy aprendiendo de usted, doctor).
Lo primero que les llamó la atención a los del pueblo fue la fidelidad con que me obedecía el Alterego, mi perro. Yo le ordenaba que se quedara de noche solo, cuidando el bajareque y el terreno. Y el perro se quedaba. Pero además no necesitaba ni hablarle, mucho menos gritarle ni pegarle, yo levantaba las cejas, o me alisaba el pelo, y el perro descifraba mis intenciones, y las ejecutaba al pie de la letra, cabal. Si lo que quería era que me dejara solo con alguna visita, con sólo oírme toser dos veces el perro comprendía y se salía al patio moviendo des­pacio la cola. Al entendido, por señas, dicen.
Pero lo que más los escandalizaba era que yo conversara con el perro, como se habla con una persona. Le consultaba mis problemas, le exponía mis proyec­tos, le confesaba mis dudas y hasta mis pecados, si quiere usted.
A decir verdad, durante los primeros quince días que estuve en ese lugar sólo conversaba de verdad con el Alterego. Yo sé que usted va a entenderme, doctor, yo sé que a usted no van a parecerle locuras lo que digo. Usted sabe que hasta los mayores disparates pueden nutrirse de insospechadas razones. Por eso se lo cuento a usted, que de todo se percata y advierte. Le digo, yo estoy ape­nas tratando de aprender de usted, doctor.
Yo estaba atravesando la mayor crisis financiera en ese tiempo (¿Pero, cuándo es que no?, dice mi mujer). Me preocupaba no tener que darle de comer al perro. Ayunábamos los dos, días enteros, doctor, le soy franco. Él se quedaba enrolladito en un rincón, haciendo la siesta. Hasta que de repente levantaba la cabeza, paraba las orejas... y entonces se oía a lo lejos «¡pum!» que alguien había dejado caer una bolsa de basura en el contenedor del sector de los ricos. El Alte­rego salía corriendo, se metía de cabeza al contenedor, rompía con los dientes la bolsa de plástico, hurgaba entre la basura fresca... y encontraba algo de comer.
Regresaba contento, satisfecho, orgulloso.
De noche salía yo a orinar al patio antes de acostarme. El Alterego me seguía. No crea que de confianzudo e igualado iba a pararse junto a mí. No. Se quedaba esperando unos pasos atrás, discreto, juicioso, educado, con las orejas tiesas, mientras yo orinaba contra el tronco de un chilamate.
Seguramente pensaba:
Mi jefe tiene problemas. Anda preocupado, caviloso, intranquilo. Las divi­sas líquidas se le escabullen, los proyectos más luminosos se le apagan. Se ha llenado de problemas y deudas. La mujer lo malcomprende, lo regaña y lo des­tierra. Vive aislado. Pero por lo menos, de ahora en adelante, sabe que lo que soy yo, no le voy a ocasionar ningún gasto para mi mantenimiento. Mientras exista basura de ricos en este mundo...
Cuando llegué a la comunidad lo primero que hice fue recoger a todos los cipotes. Ofrecí darles trabajo, pagarles. Se me hizo un grupo como de treinta. El trabajo sería recoger todas las latas vacías del basurero que había sido hasta entonces mi terreno. Las de cerveza y gaseosa las pago a diez centavos, las de sardinas a cinco, les dije, porque también estoy revalorizando todos esos billeti­tos de cinco y diez centavos que la gente desecha. Por eso es que le digo que estoy aprendiendo de usted, doctor.
Uniendo las latas con nailon de pescar hice unas ristras, y clavando unas ristras junto a otras en una regla hice una especie de cortinas para portones. Todavía no he podido vender ninguna. Mi mujer dice que por ese tipo de dispa­rates es que a ella no le cabe la menor duda de que estoy completamente loco, y que todos mis proyectos van a fracasar. Pero yo estoy seguro de que existe un cierto tipo de turista que podría pagar buen precio por un invento tan vistoso. O no sé si usted habrá visto a esos pintores que pegan latas en una tabla, las esmaltan, las barnizan y las venden carísimas. Algo así es lo que he querido hacer yo. ¿Usted cree en mí, doctor? ¿De verdad?
Se lo agradezco. Con gente como usted vamos hasta el final del cuento.
Yo no conversaba con nadie, más que con el Alterego, ya le digo, pero salu­daba a todo el mundo. De los cipotes había obtenido entre plática y chisme infor­mación detallada y completa de toda la gente adulta de la comunidad.
Un domingo decidí ir a la iglesia. Allí me encontré reunido a todo el pueblo. Había una Jacobita, divorciada, nieta de don Evaristo, el patriarca, que era la que me saludaba con más simpatía. Acaso porque ella pensaba Este hombre vive solo, y es el dueño de El Erario (que por capricho así había bautizado yo mi media manzana de terreno). La Jacobita no me despegaba los ojos. Yo me hacía el que no era conmigo, pero con cualquier pretexto le agarraba la mano. Le digo que lo que yo quisiera es apenas aprender de usted, doctor.
Pero resultó que la Jacobita de quien se había divorciado era del hijo cumi­che de Policarpo Salmerón, que todavía la celaba. Con la ayuda de unos amigos de mala calaña y de todo el resto de su familia.
Ahí comenzó el problema. Y si usted me creyó el principio, doctor, quiero que también me crea el final.
El Policarpito comenzó a buscarme camorra donde nos encontráramos. En las calles, en las ventas, en las ramadas playeras del caserío, hasta en el mis­mo atrio de la iglesita el hombre inventaba maneras de provocarme. Y nunca llegaba solo, siempre aparecía escoltado por dos o tres malvivientes que le hacían coro. Pero yo disimulaba, no le ponía mente, doctor.
Una noche nos encontramos en la cantina del pueblo. Como por desafío me invitó a bebernos media botella de aguardiente. Acepté. Me senté en la misma mesa donde estaba sentado él, junto con tres de sus amistades nefastas, lo peor del pueblo: Franz Gallina, Serrucho Marín y Tomasito Mierdal, vil escoria humana, gente fanfarrona y cuchillera. La segunda media de aguardiente la invité yo. Pero no platiqué con ellos ni media palabra. Sólo los oí presumir, con­tando sus aventuras, las hazañas de sus estafas y sus atracos.
A medianoche estábamos borrachos todos. Pero aun en medio de mi borra­chera noté que Gallina, Serrucho y Mierdal salían de la cantina primero. Me van a esperar afuera, pensé. Dije que iba a orinar y salí al patio. No había luna, la noche estaba oscura. A tientas me salté un cerco, pero afuera no se miraba el camino. Me sentí desorientado, inseguro. Pensé que mis enemigos me acecha­ban. Retrocedí hasta apoyar la espalda en las tablas del cerco. No sabía qué hacer.
Cuando en eso, se va apareciendo, calladito, calladito, el Alterego.
En la oscurana cerrada me fui siguiendo al perro. Me pareció que dábamos un rodeo muy largo, bordeamos el pueblo, orillamos la playa, pasamos por detrás de las casas de los ricos, subimos la loma por la retaguardia. Cuando lle­gamos a mi terreno me sentí seguro y a salvo. Yo sabía que mis enemigos po­dían haberme seguido, pero no se iban a atrever a meterse en mi propiedad. Aquí soy rey.
En lo oscuro siempre, me salí a lo más limpio de mi terreno, y les grité:
Hijos de puta (porque como le repito, doctor, yo apenas estoy tratando de aprender de usted), ¿por qué me acosan? Policarpitos de mierda, Tomasitos Mierdales, Serruchos y Gallinas, se extrañan porque me niego a hablarles, por­que prefiero la compañía de mi perro a la de ustedes. Si les digo que en mi perro encuentro más humanidad que en ustedes, les diría apenas un lugar común. Pero les digo más: si aquí en esta oscuridad algún bicho ponzoñoso me mordie­ra, más bien me serviría de alimento, comparado con lo que me destruye y corrompe la cercanía de alimañas tan inmundas como ustedes, ¡hijos de puta! Y eso fue todo, doctor. No se volvieron a meter conmigo.
El resto de la historia no es nada, doctor. Usted se sabe estos cuentos mejor que yo. No pasó nada. La Jacobita al final ni se enredó conmigo ni regresó tam­poco con el Policarpito. Más bien acabó enqueridándose con un agente viajero que llegaba cada quince días a distribuir mercadería en una Subaru verde, y que no tenía nada que ver.
Pero con esa bronca yo he definido mi estatuto en el coro mayor de la esce­na municipal. Además de que se ha sellado para siempre la afinidad, la con­fianza y el cariño recíprocos que nos dispensamos con mi fiel Alterego.
¿No le parece un gran logro, doctor?

 Pedro León Carvajal