A los campos hay que acudir…
Fue esa vez,
cuando saliste de Trouville para ir hasta aquella colina, caminando a través de
un estrecho sendero, pasando luego por un campo cosechado. Ibas en pos de la
vista perfecta. La tierra se pegaba en gordos terrones a tus zapatos, y la
humedad atravesaba el cuero. Allí estaba aquel crío, un niño que aún no habría
cumplido los diez años. Él te observó mientras caminabas por el campo, mientras
colocabas tu silla plegable y empezabas a esbozar aquel paisaje. Primero te
observó desde lejos, pero luego se fue acercando poco a poco, paso a paso,
desconfiado como un gato. Sus viejas ropas estaban sucias, su color se
asemejaba al del polvo del que había venido. Sus cabellos tenían cierto tono
rojizo, y se volvían casi transparentes cuando el sol incidía en ellos, un sol que
iba apareciendo de vez en cuando por entre las nubes. Tenía la nariz taponada,
y se sorbía los mocos una y otra vez. Mantenía la boca ligeramente abierta a
fin de poder respirar mejor, a raíz de lo cual su rostro, normalmente
atractivo, se deformaba en una mueca y cobraba una expresión estúpida.
Tú le alcanzas un
trapo sacado de tu caja de pintura, un pequeño trozo de lienzo con el que
sueles limpiar los pinceles.
-Límpiate la
nariz.
Qué manera la
suya de mirarte. El chico se sopla la nariz
y se enjuga la nuca con el trapo, como si sudara. Sin embargo, hacía
frío, y él no llevaba chaqueta. Debe de haberle copiado los movimientos a su
padre.
-¿Vives aquí?
El niño asiente y
se quita la gorra de la cabeza.
-¿Ese campo es
vuestro?
Él vuelve a
asentir y, a continuación, intenta ver el cuaderno de bocetos. Al hacerlo, ha
encogido la cabeza como si esperase algún golpe. Ves en su rostro cómo va
surgiendo la pregunta, a través de muchos atajos. Y luego notas el miedo que
siente de formularla. Pero la curiosidad es más fuerte.
-¿Por qué hace
usted eso, monsieur?
¿Por qué haces
eso? Es la más terrible de las preguntas. La pregunta que uno ni siquiera puede
hacerse a sí mismo. El chico no pregunta qué haces. No parece ser ningún estúpido.
Debe de haber observado a otros pintores.
¿Habría visto
alguna vez un cuadro? Tal vez en la iglesia, las imágenes de los santos. Pero
¿y un paisaje? ¡Cuán absurdo debe de parecerle que estés allí, en el campo que
pertenece a su padre, con los zapatos sucios, intentando fijar en un lienzo la
desembocadura del río, el mar y las pocas casas que hay en su pueblo, el único
pueblo que conoce!
Pagas tu rescate
con una moneda. El chico da las gracias con una inclinación y luego desaparece;
tú sigues trabajando, con rapidez, a fin de no perder el instante. Han estado
a punto de escapársete los botes de pescadores que hay en la desembocadura. Van
camino del puerto.
Más tarde lloverá,
y entonces te preguntarás dónde estará el niño, si tiene algún techo bajo el
cual cobijarse. Esa pregunta te inquieta. Te preguntas de qué dirección vienen
las nubes. Da igual. El estado del tiempo sólo preocupa a los labriegos.
Ahora sólo eres
manos y ojos. Tarareas una melodía de Mozart, tu Mozart. Pintar del mismo modo
que él compuso, con esa ligereza y obviedad. Pintar de tal manera que ya nadie
pueda hacer preguntas.
¿Por qué hace
usted eso? Porque eres un pintor. Nada más que un pintor.
Cuando realizaste
el boceto en el taller, cuando intentaste recordar la luz y las sombras, los
reflejos del mar -¿había reflejos sobre el mar?-, cuando intentaste recordar
los colores y los matices, sólo te venían a la mente aquel chico y la pregunta
que te hizo. La pregunta que nunca te has hecho. ¿Por qué lo haces?
Podrías seguir así
para siempre. Seguirás haciéndolo siempre. Entretanto has acumulado material
para toda una vida. Bocetos, carpetas llenas de bocetos, la cabeza llena de
paisajes que hay que pintar. Y cada día se suman otros nuevos. Cada paisaje
que ves es una tarea. Para ti sale el sol y se pone, para ti empuja el viento
las nubes a través del cielo, y para ti crecen la hierba y los árboles.
¿Por qué lo haces?
¿Y por qué no? Los cuadros son buenos. Sabes que son buenos. Amas tus cuadros
por encima de todas las cosas, los pequeños bocetos. Las paredes de tu estudio
están llenas de ellos. Y adoras trabajar al aire libre, estar fuera, contemplar
paisajes y pintar. Sólo la luz cambia, sólo las sombras se desplazan
lentamente, de un modo casi inadvertido. Qué enojoso era siempre que intentabas
dibujar a los chicos de la calle en Roma y éstos salían corriendo antes de que
acabaras. Te quedabas allí con los bocetos inconclusos. Pero con los paisajes
eso no pasa, los paisajes no huyen.
No los pintas para
andar exhibiéndolos por ahí. Nunca expones los bocetos. Cuando tus amigos te
visitan en el estudio, quieren ver las grandes obras que piensas entregar, los
paisajes con escenas mitológicas o religiosas. Ellos hacen comentarios que a
ti no te sirven de nada. Pero tú no los escuchas. Prefieres hacer las cosas mal
a tu manera que hacer lo correcto siguiendo el estilo de otras veinte
personas. Todos creen saber mejor las cosas, te dan consejos, como si tú no
supieras que los temas grandes no te salen bien y el porqué de que no te salgan
bien. En el fondo, no te interesan las figuras bíblicas ni los personajes
mitológicos. Tu verdadero amor son los bocetos, las atmósferas.
¡Si consiguieras
representar el momento tal y como tú lo has sentido, de modo tal que el chico
de Trouville pudiera reconocer su pueblo! Que él viera la belleza de ese
pueblo, la belleza de ese instante. Pero ¿a quién le interesa?
El viejo Sennegon
adoraba las puestas de sol. Cuando estaban en Ruán, salía a pasear cada día
contigo, a última hora de la tarde. Te contaba historias de la Biblia, siempre
las mismas historias. Era como si necesitara un pretexto para estar contigo. A
ti las historias no te interesaban; jamás te interesó lo que había sido, lo
que se contaba. A ti no te interesa el pasado, sólo te interesa el presente, el
instante. El padre Sennegon caminaba dos pasos por delante de ti, con las
manos cruzadas a la espalda. Hablaba con parsimonia y mesura, y de repente
callaba, se detenía y decía: «Mira eso, los colores de las nubes». Como si tú
estuvieras viendo otra cosa.
Os sentabais en un
banco y contemplabais en silencio cómo se ponía el sol. Muy lentamente, iba
oscureciendo, y el cambio apenas se notaba. Luego, cuando el sol desaparecía
tras el horizonte, todo se hacía diferente en el intervalo de un segundo. Era
ese momento terrible en que la luz parece fenecer. Tú has pintado el crepúsculo
repetidas veces, como si quisieras detener el tiempo, escapar a lo único
seguro: la muerte.
Tienes veintinueve
años. Pronto abandonarás a tus padres y viajarás a Italia. Si quieres ser
pintor, tienes que viajar a Italia. Te alegra la perspectiva del viaje, pero
también te inspira temor. Todo será diferente. Conocerás gente nueva, dormirás
en camas extrañas, aprenderás un idioma desconocido. Piensas en las mujeres
romanas. Has estado un par de veces en la rue du Pélican, pero en Roma las mujeres
son distintas. Michallon te ha contado algunas historias acerca de las romanas.
Y esa vez las historias te interesaron.
Has comprado una
maleta y ropa para el viaje, un sombrero de ala ancha, pinturas y pinceles.
Estás listo. Partirás dentro de un par de días. Y ahora, cuando caminas por París,
lo ves todo distinto. Es como si vieras la ciudad por primera vez, una ciudad
que ahora te parece nueva y excitante. Te sientes asustado por la belleza de
la ciudad. La última mirada es como la primera.
Pintas un
autorretrato. Tu padre te lo ha solicitado. Te ha pedido que le dejes una
imagen tuya. Seguramente se llevará mejor con el cuadro que contigo. No tendrá
que enfadarse porque no te levantas a la hora por la mañana, porque olvidas
cosas o vagas por ahí, sin rumbo fijo.
Por primera vez te
contemplas en el espejo con la mirada de un pintor. No eres atractivo, pero te
gustas. Sonríes. Te pintarás sonriendo, con esa sonrisa con la que seduces a
las mujeres y sacas de quicio a tu padre, cuando él te grita y te mete prisa.
Sonríes, y ya nadie puede hacerte nada. Tú no gritas, sonríes.
Pintas tu cara. Te
fijas en la tela. Siempre has intentado fijarte a través de los cuadros.
Durante tus estudios, cuando hacías de mensajero, te detenías delante de las
galerías para contemplar los cuadros, siempre los mismos cuadros. En una
ocasión en que uno de ellos desapareció -un estudio de Valenciennes-, entraste
en la galería en medio de tu excitación con intenciones de informarte sobre el
destino de la obra, verla una vez más. Fue como si hubieses perdido a un ser
querido. Pero luego no te atreviste. Dijiste que te habías equivocado de
puerta, te ruborizaste y saliste corriendo de allí.
Te aferras a los
cuadros, a tus cuadros. No tienes ninguna intención de venderlos. Has llegado
incluso a recomprar un cuadro comprándoselo al comprador. Esos cuadros son
parte de ti, forman parte de tu vida. Los contemplas, y ellos no cambian.
Cuando apagas la luz por las noches, sabes que están ahí, en la penumbra.
¡Si hubieras
pintado a Victoire cuando aún vivía! Sin ella jamás te hubieras convertido en
pintor. Tu padre quedó destrozado a raíz de su muerte. Después de eso, todo le
dio igual. Te dio a ti el dinero que estaba destinado a ella. Si la hubieras
pintado, ella aún estaría allí. Pero fue más tarde que aprendiste a pintar a
las personas. Sólo más tarde aprendiste a ver.
Aprendiste que el
mundo era plano, que el espacio estaba formado por opacidades y sombras, por
matices. Aprendiste que no existía el tiempo.
Cuando lleves
mucho tiempo muerto, cuando ese chico que conociste en el campo de Trouville
lleve ya mucho tiempo muerto, tus cuadros seguirán ahí. Apenas habrán cambiado.
Si le hubieras dicho eso a aquel chico: «Cuando tú y yo estemos muertos, este
cuadro todavía existirá y mostrará tu pueblo, tal como era, como hace mucho
tiempo dejó de ser». Pero ¿quién mirará este cuadro cuando ambos hayamos
muerto? Los niños siempre te recordaron la muerte, tu muerte, te recordaron el
paso del tiempo. Tal vez fue por eso que jamás quisiste tener una familia.
«Todo lo que
quiero hacer realmente en mi vida es pintar paisajes». Eso le escribiste a
Abel Osmond desde Italia; por entonces habías cumplido los treinta años. «Pintar
paisajes. Jamás renunciaré a ello. Esta firme decisión me impedirá establecer
vínculos duraderos, es decir, casarme».
Como si una cosa
descartara la otra. ¿Sólo le mentiste a él, o también te mentiste a ti mismo?
Eres un hombre de bocetos, ésa es la razón. No puedes decidirte por un paisaje
ni por una mujer. Te bastan una fugaz caricia, una breve mirada. Tan breve que
nada cambie. Los ojos, los hombros, las manos, el trasero. Cuadros de mujeres.
Pero esos breves momentos salen demasiado caros. Incluso en Roma.
Tu pasión es
mirar. Tu acto de amor es la pintura. Lo otro, el aspecto físico, es más bien
algo molesto para ti, sólo te distrae del trabajo. Haces el amor de la misma
manera que comes: cuando tienes hambre, de forma rápida y sin concentración.
Jamás fuiste muy selectivo. Para la cama, las bellas italianas; para el
sentimiento, las adorables francesas. Y en ello, según le escribiste a Abel,
prefieres, como pintor, a las primeras. Las prostitutas romanas. Ellas trabajan
por un precio fijo, y luego, cuando el trabajo está terminado, desaparecen con
una risotada.
Nunca amaste
verdaderamente a las personas, tenías miedo de amarlas, de perderlas, de
volverte dependiente. El amor nos hace vulnerables. Y tal vez por eso tú seas
tan popular: porque no esperas nada de la gente, porque las personas te dan
igual. Siempre fuiste generoso. Ayudaste a muchos sin grandes aspavientos.
Pero te compras tu rescate. Quieres que se te deje en paz.
No te gusta la
gente por la misma razón por la que no te gusta el mar. Aquella vez, en el
campo de Trouville, estuviste mirando el mar, y viste entonces con claridad
por qué no te gustaba. Porque el mar está cambiando constantemente. Es
peligroso. Uno puede ahogarse en él. Y tú necesitas tierra firme bajo tus pies.
Habría que congelar el mundo. Resulta curioso que nunca hayas pintado la nieve.
Sería preciso que
pudiéramos acoger dentro de nosotros ese momento de amor y luego vivir
únicamente de su recuerdo. Pero la memoria es engañosa. Uno recuerda los
sentimientos, no el aspecto externo. En una ocasión intentaste dibujar a Anna
de memoria, tu amada y adorable Anna. Pero en cuanto tuviste el lápiz en la
mano, su rostro desapareció. Tu recuerdo sólo era un sentimiento, y un
sentimiento no tiene nariz, mejillas, boca. No se puede confiar en los
sentimientos, porque son imprecisos. Y la precisión fue siempre tu mandamiento
supremo. Cuando pintas, no sabes dejar las cosas sin haber tomado una decisión.
La memoria te
engaña, y tú engañas a tu memoria. Pintas sobre ella, la destruyes. El mundo
no tiene colores. Los colores se derivan los unos de los otros, se condicionan mutuamente.
Tú obedeces a los colores. Este verde, este marrón, este azul: los has visto
por primera vez cuando los has mezclado sobre la paleta. Tu mundo se conforma
de líneas, de superficies y colores. Tu luz es de una tonalidad
blanca-plomiza.
¡Cuánto te
asustaste cuando te pintaste a ti mismo! ¡Cómo se transformó tu rostro bajo el
pincel! El propio rostro se convirtió en un paisaje, un paisaje indeterminado,
una superficie. Por un momento tuviste miedo de perderlo.
«Pinto los pechos
de una mujer exactamente del mismo modo que si se tratara de un bidón de leche
común y corriente. La forma y los contrastes de los valores del color, eso es
lo esencial». ¿Acaso, cuando dijiste eso, pensaste en los pechos de Anna?
Su amor sólo te
vuelve impaciente. Tendrías que acostarte con ella para liberarte de su figura,
tendrías que pintarla. «¿Por qué no me pinta usted?», había preguntado ella
una vez, en tono de broma. ¿Por qué quiere ella que tú la pintes? Cree que
sería una prueba de tu amor. No sabe que eso destruiría tu amor, forzosamente
lo destruiría. Lo que tú contemplas, se transforma, se convierte en imagen. Y
si la contemplases a ella, su rostro quedaría petrificado. Por mucho que te
opongas a ello, ves las líneas, las superficies, los colores. Si la pintaras,
redescubrirías su belleza, la belleza de su imagen. Y adorarías esa imagen. Y
la Anna de carne y hueso ya no podría imponerse contra eso jamás.
-Podría colgarlo
en su estudio, de ese modo siempre estaré con usted.
-Ya sabe
usted que el hacer de modelo es un trabajo duro. No puede moverse usted durante
largo rato.
-Eso me
resulta fácil. No he hecho otra cosa en toda mi vida.
-No puedo
pintarla, porque no puedo verla. Mis sentimientos para con usted enturbian mi
mirada. No puedo pintar aquello que amo.
Ella se ríe.
Se siente halagada, pero te mira con ojos de reproche.
-Si me amara
usted...
Anna no concluye
la frase. Ahora te tocaría intervenir a ti, pero te limitas a besarle la mano.
Nadie es capaz de callar como tú.
Anna reflexiona.
-Entonces, ¿no ama
usted los paisajes que pinta?
-Amo mis cuadros.
Los paisajes me dan igual.
Vista de
Villeneuve-les-Avignon, Vista de la iglesia de Saint Paterne en Orleans, El
bosque de Fontainebleau, Trouville, Desembocadura del Touques. Les pones nombres a tus cuadros, como si te
importara mostrar este o aquel pueblo, una iglesia, un puente. Amas esos
pueblos, los paisajes, pero una vez que los has pintado, deberían darte igual.
Lo habías dicho en son de broma, pero es cierto: trabajas a partir de una
apasionada indiferencia.
Es algo difícil de
explicar y difícil de entender. Pintas lo que ves, y lo haces con la mayor
precisión posible, pero lo que menos te importa es la precisión de la copia.
Intentas atrapar el sentir, retener y fijar ese sentimiento de la manera más
exacta posible. Lo que cuenta es la decisión.
Tu mirada es fría,
pero no está despojada de sentimientos. La frialdad de la mirada es una
premisa. Si pretendes ver con claridad, no puedes vibrar con lo que ves. Ver
algo con mirada fría significa ser todo ojos. De otro modo no es posible
meterse en un paisaje o en una persona. Meterse e involucrarse en algo
significa, sobre todo y en primer lugar, olvidarse de uno mismo, estar fuera
de sí. Tu meta es la no proximidad. Siempre has fracasado con el primer plano
cuando no lo has ignorado. Has tomado una decisión en contra de la proximidad.
La proximidad significa calidez, se está próximo cuando uno ama.
Cuando estuviste
de nuevo en Trouville, fuiste de nuevo hasta aquella elevación para verificar
algunos detalles. «A los campos hay que acudir, no a los cuadros». ¡Con cuánta
frecuencia les dijiste eso a tus colegas, esos rumiantes que van al Louvre a copiar
los cuadros de los grandes maestros, y creen que con eso llegarán a ser tan
grandes como ellos! Bertin te había dicho que fueras y te encargó que copiaras algunos
cuadros, pero tú sólo dibujaste a los pintores, esas lamentables figuras que se
esforzaban con los rostros desencajados. A los campos hay que acudir...
Subiste aquella
empinada cuesta. Aunque hacía frío, sudabas. Todavía estabas un poco
adormilado por la comida. A lo lejos escuchaste el oleaje del mar y los
ladridos de un perro. Esta vez caminaste por el borde del campo, a fin de no
ensuciarte los zapatos. Y luego por fin tuviste de nuevo ante ti aquella vista
sobre el pueblo, sobre la desembocadura del río y el mar.
Y de repente,
tuviste una extraña sensación, sentiste que el paisaje no encajaba, no
coincidía con la realidad que tú habías creado. Más tarde pintarás esa
sensación una y otra vez. Como en La lectora. Ella interrumpe su
lectura, levanta la vista de su libro y ya no reconoce el mundo. En sus ojos
pintarás la perplejidad. Su sonrisa es tu sonrisa. Ella sabe que ya no hay cosa
que pueda hacerle nada. Vive en su propio mundo, un mundo en el que el tiempo
no transcurre, en el que no existe la muerte.
Estás en la
colina, al borde de un campo con vistas hacia Trouville. Es tu campo, y miras
hacia abajo, hacia un pueblo que es tu pueblo, hacia tu mar, tu cielo;
contemplas esa luz de tono blanco plomizo.
Al anochecer,
cuando regresas al pueblo, ves al chico que conociste la última vez. Está en
cuclillas al borde de un camino, jugando con un pedazo de madera. Lo empuja
por el suelo como si fuera una vaca, un cerdo, quién sabe lo que el niño ve en
él. Le preguntas, y el chico levanta la mirada temerosa hacia donde estás tú,
como si lo hubieses sorprendido haciendo algo prohibido. Tal vez no te
reconoce.
-Es un carruaje, monsieur.
Como si tú
tuvieras que ver lo mismo.
-¿Y hacia dónde se
dirige?
-A París.
-Yo también
viajaré a París muy pronto. ¿Hay sitio en tu carruaje?
Entonces el
chico ríe. Se burla de ti. Has caído en su trampa.
-Es sólo un
trozo de madera.
Un trozo de
madera, una hoja de papel, un lienzo. Llámalo como quieras: carruaje, puente,
paisaje. Di que es un ser humano. A fin de cuentas es sólo un juego, y
cualquier niño lo sabe.
-¿Por qué haces
eso?
Él te mira con
ojos totalmente vacíos, esos ojos que sólo los niños tienen. Entonces se
levanta y se aleja corriendo. Ha dejado allí su juguete, que ahora está a tus
pies. Te agachas y lo recoges. Es sólo un trozo de madera, un noble trozo de
madera.
Peter Stamm