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domingo, 4 de septiembre de 2016

Serralves


Memorias de un perro amarillo

Supongo que ninguno de ustedes se desmayará del susto ante un relato de animales como éste. Ya por el señor Kipling, y muchos otros, ha sido suficientemente demostrado que los animales están capacitados para expresarse en un satisfactorio inglés, y no hay publicación actual que edite un número sin la correspondiente «historia de animales», exceptuando, por supuesto, las revistas mensuales, donde todavía aparecen fotografías de Bryan y del horror de Mont Pelée.
Sin embargo, no busquen en mi artículo elementos de afectación, como en el caso -pongo por ejemplo- de Bea­roo el oso y Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, todos ellos de El libro de la Selva. A un perro de color amarillo que ha pasado toda su vida en un modesto piso de la ciudad de Nueva York y que duerme en un rincón sobre una vieja enagua de satén (precisamente la que «ella» manchó al derramar una copa de vino de oporto en el banquete de lady Longshoremen), no se le puede exigir un lenguaje com­plicado.
He nacido amarillo. Lugar, fecha, peso y pedigree desco­nocidos. Mi recuerdo más viejo es... una anciana mujer que me mete en un cesto e intenta venderme a una dama gruesa en la calle 23, esquina a Broadway. Madre Hubbard -la anciana- pretendía realmente hacerme pasar por un perro de raza. La dama gruesa, hundiendo una mano en las profundidades de su bolso, bordado de gross-grain, consiguió lo que buscaba y pagó lo que le pedían. Desde este instante me convertí en un perrito faldero. Más exacto: en «el cariño de mamá». Vamos a ver, lector querido. ¿Se ha encontrado usted alguna vez a merced de una mujer que pesa doscientas libras, cuyo aliento tiene efluvios de queso Camenbert y que huele a perfume barato? ¿Ha tenido que sufrir que «ella» le agarre y le frote la nariz por la cara y el cuerpo, murmurando cosas absurdas, tales como: «¿Quién te quiere a ti, chiquirrititín, monada, encanto de la amita», etc.?
De pequeño perro amarillo con pedigree pasé, pues, a chucho anónimo, aparentemente surgido de un cruce entre gata de Angora y cajón de limones, pero mi ama nunca tomó esta circunstancia en consideración. Opinaba que los dos perros históricos que Noé metió en su arca no eran sino una rama colateral de mis antecesores. Su propósito era inscribirme en el concurso de Perros Sabuesos de Siberia, convocado en el Madison Square Garden, para evitar lo cual tuvieron que intervenir nada menos que dos policías.
Ahora voy a hablarles de mi casa.
Era una mansión de lo más vulgar. Una de ésas que tanto abundan en la ciudad de Nueva York, con suelo de mármol en el vestíbulo, piedras incrustadas en la fachada y tres escalones para alcanzar la puerta. Mi ama alquiló la vivienda «sin amueblar» y metió en su interior lo de costumbre: una sillería tapizada muy 1903, unos cromos -al óleo-­ enmarcados, representando diversas geishas en un salón de té de Harlem, una planta artificial y... a su esposo.
¡Por Júpiter! He aquí un bípedo a quien yo verdadera­mente compadecía. Era un individuo de corta estatura y patillas muy semejantes a las mías. ¿Dominado por su mujer? Pues... sí. Su suerte no era muy envidiable. Ni siquiera para un pelícano, un flamenco o un tucano.
Solía secar la vajilla escuchando la charla de mi ama, que ofrecía al detalle, una versión... de los andrajos que la vecina del segundo, «la del abrigo de pieles», colgaba en el tendedor. Además, mi ama, mientras preparaba cada noche la cena, le obligaba a sacarme a paseo tirando de la correa sujeta a mi collar.
Si los hombres supiesen lo que hace una mujer cuando está sola, no se casarían nunca. Laura Lean Jibbey, untada de crema y aceite de almendras por los músculos del cuello, con todos los platos sin fregar, releía un paquete de viejas cartas, picaba unos fiambres, bebía un poco de malta, miraba por un agujero de la persiana del renovador de aire lo que ocurría en el piso vecino y... nada más. Veinte minutos antes de que el esposo regresase, arreglaba la casa, se arreglaba el pelo para que no se le viese el postizo, y se disponía a coser..., a fin de producir el deseado efecto.
Llevé en aquel piso una vida de perro. Me pasaba casi todo el día en mi rincón mirando a la mujer gorda, para matar el tiempo. Algunas veces me dormía, y entonces soñaba que corría persiguiendo gatos por la calle y que ladraba a las viejas mujeres de mitones negros, tal como un perro debe hacer. Sin embargo, de pronto, «ella» se abalanzaba sobre mí y comenzaba su absurda charla, besándome en el hocico. ¿Qué podía hacer yo? Al fin y al cabo..., uno es un perro.
Verdaderamente, Hubby me inspiraba lástima. ¡Que me ahorquen si miento! Nos parecíamos tanto que en la calle la gente lo advertía. Dejamos, pues, de frecuentar lugares elegantes, y en los fríos días de diciembre nos dio por pasear entre los barrios bajos.
Cierta tarde, durante uno de nuestros paseos y mientras yo me esforzaba por adoptar la actitud de un perfecto San Bernardo y el viejo se afanaba por disimular que era capaz de agredir al primer organillero que atacase los compases de la marcha nupcial de Mendelssohn, le miré y, a mi modo, le dije:
-¿A qué viene ahora ese aire compungido, mi buen ami­go? «Ella» a ti... no te besa. Tú no tienes que sentarte en su falda y escuchar una charla ante la cual el texto de una comedia musical sería pura filosofía. Tendrías que estar contento de... no ser perro. Vamos, ¡arriba el ánimo! Olvida tus penas.
El infortunado cónyuge me miró casi con expresión de perruna inteligencia.
-¡Vaya con el chucho! -dijo-. ¡Qué bárbaro! Pero si casi parece capaz de hablar. ¿Qué es lo que quieres decir­me? ¡Maldita sea! 
¡Maldita sea! ¡Capaz de hablar!... Por supuesto, era él quien no podía entenderme. Los humanos no entienden el lenguaje de los animales. Sólo en las novelas y los cuentos llegan verdaderamente a comprenderse los hombres y los perros.
En el piso frente al nuestro vivía una señora que era dueña de un fox-terrier. Un bicho blanco con manchas negras. El marido de nuestra vecina solía sacar a mi colega cada noche; también tiraba de la correa; sólo que volvía siempre al hogar contento y alegre. Un día rocé con mi hocico el del fox-terrier, precisamente en el pasillo, solicitando una confidencia.
-Oye, tú, presumido -dije-. Sabes muy bien que ningún hombre es capaz de hacer de niñera de un perro en público y quedarse tan fresco. Nunca vi por ahí un tío tirando de una correa que no apareciese como dispuesto a atizar de fir­me a quien le mirase... No obstante, tu amo vuelve siempre feliz y alegre, como si tal cosa. ¿Qué demonios hace? ¿Es prestidigitador? No irás a decirme ahora que el trabajo le gusta...
-¿Gustarle? -respondió mi vecino el fox-terrier-. ¡Qué va! Lo qué pasa es... que recurre a la naturaleza. La verdad es que... ¡bebe para olvidar! Cuando salimos, es todo timidez. No se atreve a mirar a nadie. Pero después de visitar ocho tascas ya no sabe si lo que arrastra de la correa es un perro o un gusano. He perdido dos pulgadas de rabo procurando rehuir las puertas giratorias.
La explicación del fox-terrier me dio realmente mucho que pensar.
Una tarde, a eso de las seis, mi ama le ordenó que se dispusiera a atender a su... «amorcillo». Porque -hasta ahora no me había atrevido a confesarlo- así es como «ella» me llama. Claro que al fox-terrier le llaman Dulzura, lo cual quizás es peor. Sin embargo... Amorcillo era un calificativo que atenta claramente contra el honor de un perro.
Al llegar a un tranquilo recodo de una calle apartada procuré atraer la atención de mi amo y guiarle a un bello y elegante establecimiento. Con el ruido necesario e im­prescindible fui hacia la puerta aullando, ladrando como el can de la historia cuando encuentra a la familia y explica, desesperado y a su manera, que la pequeña Alicia está a punto de perecer ahogada porque se ha caído al arroyo mientras cogía lirios.
-Casi no puedo creerlo -gritó el viejo, con una sonrisa burlona-. ¡Que me maten si el condenado perro de azafrán no está pidiendo a voces echar un trago! Veamos... ¿Cuánto tiempo llevo sin empinar el codo? Casi me parece que...
Evidentemente, le tenía cogido en la trampa. Entró. Se sentó a una mesa y bebió unos whiskies. Una hora perma­neció allí, mientras yo, tumbado a su lado, celebraba con un ligero movimiento del rabo las idas y venidas del camarero, engullendo a placer un menú mucho más sabroso que el que solía preparar «mamá» después de comprar en cual­quier tienda unos manjares precisamente ocho minutos an­tes de la llegada del marido.
Terminado el whisky, cuando sólo quedaron unas migajas de pan que el viejo me obligaba a pillar en el aire, como si yo fuese un salmón y él un pescador, tiró de la correa y me sacó afuera. Una vez en la calle, me quitó el collar y gritó, arrojándolo en mitad de la calzada:
-¡Pobrecillo chucho! Anda, escapa. Ella ya no te besará más. Corre. Deja que te pille un tranvía... ¡Sé feliz!
Sólo que yo no quise irme.
Me quedé junto al viejo rozando mi cuerpo contra sus piernas, realmente dichoso.
-Pero... ¿qué diablos te pasa ahora? -le dije-. Pedazo de estúpido, cabeza de melón, viejo chocho... ¿Es que no me comprendes? ¿Tú no ves que no quiero dejarte? ¿No te das cuenta? Somos... como los hermanitos perdidos en el bosque y «ella»..., «ella» es el ogro que quiere devorarnos. ¿Por qué no pones, de una vez, fin a la situación y somos dos buenos camaradas para siempre?
Quizás opinen ustedes que él no me entendió. Tal vez, realmente, no me comprendiese. Pero el caso es que, por encima del alcohol ingerido, el viejo se quedó un momento atento e inmóvil, pensativo, para al fin exclamar:
-Mira, chucho; sólo tenemos una vida que vivir y pocos de nosotros llegamos a cien años. Si vuelvo a pisar el sue­lo de aquella casa, soy un idiota, y si lo pisas tú, eres... mucho más idiota todavía. Así, pues, al grano. Apuesto cualquier cosa a que esta vez la victoria es para los dos.
Ninguna correa me sujetaba ahora, y, sin embargo... Yo seguí a mi amo, alegremente, hasta la estación de la calle 23. Suerte tuvieron los gatos de la calle de sus uñas afiladas, porque si no...
De pronto, mi amo dijo a un desconocido que estaba allí de pie y comiendo un pastel de pasas:
-Mi perro y yo nos vamos a las Montañas Rocosas.
Pero lo que más me gustó fue lo que ocurrió luego. Porque entonces mi amo me agarró por las orejas hasta hacerme aullar de dolor y dijo:
-Chucho ridículo, rabo raído, cabeza de mono, ¿sabes cómo te llamaré en el futuro?
Recordando lo de Amorcillo, lancé un lamento.
-Pienso llamarte Pedro -añadió mi amo.
En serio... Ni moviendo a la vez cinco rabos, suponiendo que los tuviese, habría yo hecho justicia a la situación.

O Henry