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martes, 18 de octubre de 2016

Carl Spitzweg - Calendario




El porteador de la silla

Que me crean o no me da igual; perdonen, pero jamás me ha interesado su opinión. Para mí es suficiente haber hablado con él, encon­trarlo y haber visto la silla, ya que considero que he visto un milagro. Pero el milagro más grande, la catástrofe, es que ni el hombre, ni la silla, ni la historia llamaron la atención de na­die, a ninguno de los peatones de la plaza de la Ópera, en ningún momento, ni tampoco a los de la calle de la República, ni en El Cairo, ni, quizás, en el mundo entero.
Si hubieran visto la silla, tan enorme, hubie­ran pensado que venía de otro mundo o que estaba ahí como parte de un festival... Era gran­diosa, como una institución, con una base am­plia, suave y cubierta de piel de leopardo, y el respaldo de seda. Si la hubieran visto, hubieran deseado sentarse en ella por lo menos una vez, un instante... Una silla que se movía y avanza­ba lentamente como si fuese una procesión; in­cluso hubieran pensado que se movía por sí sola. Casi con temor y perplejidad, se proster­narían delante de ella, la adorarían y le presen­tarían ofrendas.
En el último momento miré entre sus cuatro gruesas patas, que acababan en pezuñas de oro brillantes, y allí había una quinta pata, delgada y extraña en medio de esa eminencia y gran­diosidad. Pero no, no era una pata; se trataba de un ser humano delgado, descarnado; el sudor formaba en su cuerpo un canal de desagüe y crecían pelos y hasta bosques y selvas. Créan­me, pues yo, con las creencias religiosas no miento ni exagero, sólo transmito con dificultad lo que vi. ¿Cómo era posible que alguien tan delgado y enclenque como ese hombre cargase una silla que, como mínimo, pesaba una tone­lada o más? Aquello no era normal, más bien parecía un truco de magia. Pero me puse a pen­sar, volví a fijarme, y me di cuenta de que no había trampa y de que el hombre, realmente, cargaba la silla él solo y se movía con ella.
Lo más increíble y extraño, lo que provoca­ba espanto, era que ningún peatón, ni uno solo, en Ópera o en la calle de la República, in­cluso en todo El Cairo, se sorprendía ni se asombraba ni se interesaba por el asunto. Es como si se tratara de algo normal sobre lo que ya no había nada que decir. Como si fuese una silla plegable acarreada por un joven que se paseaba con ella. Miré y la gente no levantaba las cejas, no murmuraba entre dientes ni emitía ninguna exclamación al ver la silla o al hom­bre... nada en absoluto.
No podía entenderlo, preferí no pensar más en ello. En ese momento el hombre con su car­ga se situó a un paso de mí y pude ver su bue­na cara, a pesar de sus numerosas arrugas, por lo que no acerté a saber cuántos años tenía. Pero, además, vi que iba desnudo, sólo cubier­to con un cinturón bien ajustado del que colga­ba, por delante y por detrás, una tela como esas que se usan para las velas de las naves. Ante eso no quedaba más que pararse, pues la men­te parece una habitación vacía llena de eco. Sus ropas eran raras para El Cairo y para cualquier época, parecían salidas de un libro de historia o arqueología. Y, de repente, emitió sonidos y palabras, y con una sonrisa servicial dijo:
-Que Dios bendiga a tus padres, hijo. ¿Has visto a tu tío Betah Raa?
¿Acaso sus palabras son un jeroglífico que habla en árabe, o es un árabe que habla en la lengua de los jeroglíficos? ¿Se trata de uno de esos antiguos egipcios?
Me abalancé sobre él:
-Oye, ¿no me digas que eres uno de los antiguos egipcios?
-¿Hay egipcios antiguos y nuevos? Yo soy egipcio y basta.
-¿Y qué pasa con esta silla?
-Es mi carga, pues estoy buscando a Betah Raa. ¿Por qué? Para que igual que me ordenó cargarla, me ordene bajarla. Ha acabado con mis fuerzas.
-¿Hace mucho que la cargas?
-Hace tanto que ni me acuerdo.
-¿Desde hace años?
-¿De qué años hablas, hijo? Di aproximadamente un año y algunos miles.
-¿Miles de qué?
-De años.
-¿De la época de las pirámides?
-De antes, de la época del Nilo.
-¿Qué Nilo?
-De la época en la que al Nilo se le llamaba Nilo, de cuando decíamos que la capital de las montañas estaba en la orilla. Entonces me llamó tu tío Betah y me dijo: «Cargador, carga». Cargué y desde entonces doy vueltas con ella de aquí para allá hasta que me diga que pare. Desde ese día hasta hoy no lo he encontrado.
Desapareció en mí, por completo, cualquier posibilidad o deseo de sorpresa, pues quien carga una silla de ese volumen y peso por un momento tal vez pueda hacerlo durante miles de años. No me causaba sorpresa ni rechazo, tan sólo tenía una pregunta:
-Supón que no encuentras a nuestro tio Betah Raa, ¿vas a seguir cargándola?
-¿Y qué hago? Yo soy su porteador y su custodio. Cumplí la orden de cargarla, ¿cómo voy a bajarla sin que me sea ordenado? Tal vez se enfadase.
-¡Bájala, debes de estar harto, hermano! ¡Qué cansancio! Tírala, rómpela, quémala. Las sillas sirven para cargar a la gente, no para que la gente las cargue.
-No puedo. ¿Crees que lo hago por placer? Lo hago para ganarme el pan.
-¡Y qué! Te quita la fuerza y te rompe la cin­tura, sólo te queda tirarla y hace ya tiempo que deberías haberlo hecho.
-Para ti es fácil decir eso porque no te de­dicas a cargar, no te preocupa. Pero yo soy porteador y su custodio, la cargo y la protejo; soy responsable de ella.
-¿Hasta cuándo?
-Hasta que me llegue la orden de Betah Raa.
-Ése está muerto y enterrado.
-Pues de su sucesor, de su representante legal, de su hijo o de los de éste o de los que le si­guen, de cualquiera que posea una señal de él.
-Vale, entonces yo te ordeno que la bajes.
-Tus palabras son órdenes, te deseo lo mejor. Pero ¿te une algún lazo familiar con él?
-Por desgracia no.
-¿Llevas una señal suya?
-No, no llevo.
-Entonces puedes marcharte.
Pero grité, empezó a moverse, lo paré, ya que había percibido un anuncio o algo como un cartel pegado en la parte frontal de la silla. Exactamente era un trozo de piel de gacela, so­bre la que figuraba un antiguo escrito como si se tratase de una copia de los libros revelados. Con dificultad leí:

Porteador de la silla,
es suficiente con que la hayas cargado,
ahora ella debe cargarte a ti.
Esta silla es la silla excelsa
y no se ha construido otra igual.
Es sólo para ti;
cógela,
llévatela a tu casa,
ponla en el lugar de honor,
siéntate sobre ella toda tu vida
y, cuando mueras, será para tus hijos.

-Y ésa fue la orden de Betah Raa, señor cargador de la silla. Una orden clara que te dio al mismo tiempo que te mandaba cargarla. Se­llado y firmado por él en su cartucho.
Le dije todo esto con gran alegría. Una ale­gría que salía de mí como si fuera a estrangu­larme, pues desde que vi la silla y supe la his­toria, sentí que la estaba cargando y que la había cargado durante miles de años y que había roto mi espalda. Estaba contento porque, con esa alegría, finalmente, se acababa todo.
El hombre escuchó cabizbajo y no movió ni un músculo, seguía cabizbajo, aguardando a que yo terminase, hasta que alzó la cabeza. Es­peraba que estallase de felicidad como yo, pero no hizo nada.
-La orden está escrita sobre tu cabeza, ¡ahí!, y está escrita desde hace tiempo.
-Pero yo no sé leer.
-Pero yo te la he leído.
-Yo no creo a no ser que haya una señal. ¿Llevas una señal contigo?
No contesté, farfullé enfadado y, entonces, se volvió:
-Me has interrumpido y me has hecho per­der el tiempo. ¡La gente! La carga pesa y duran­te el día sólo le doy una vuelta.
Permanecí observándolo y la silla empezó a moverse, con un movimiento lento y digno, automático. El hombre pasó a ser de nuevo la delgada quinta pata, que por sí misma era ca­paz de mover la silla.
Me quedé mirándolo y él se alejó. Jadeaba, gemía y chorreaba sudor. Estaba confuso y me preguntaba: ¿lo atrapo y lo mato para calmar mi ira o empujo con fuerza y hago que caiga la silla de sus hombros y así descansa a pesar de él? ¿Me contento con guardarle un rencor aira­do o me tranquilizo y me compadezco por su caso? ¿Descargo sobre mí los reproches porque no he sabido cuál era la señal?

  Yúsuf Idrís