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viernes, 28 de octubre de 2016

Madeira


Es mejor fondearlos

Aquella noche se había acentuado su angustia; lleva­ba ya más de un mes de prisión; un mes en que no había hablado con nadie, ni había visto la clara luz del sol, ni el brillo ardoroso de las estrellas. Un mes de so­ledad y de reflexiones profundas, durante el cual había hecho el repaso de su vida, corta todavía, pues no pasaba de treinta años, y, sin embargo, ya había pene­trado la razón de todas las cosas y se había convencido de la inutilidad de todo esfuerzo, en pueblos estúpidos, que ni logran ni quieren sacudir la tiranía de un haz de malvados. ¿Para qué había venido al mundo? Sólo para caer en el lazo de un amor que deja detrás de sí a los hijos, como si la impotencia propia fuese una herencia maldita que es menester traspasar sin término, de una a otra generación de condenados. Haber sido lo bastante inconsciente para prestarse a engendrar un hijo, ése era el único remordimiento penoso que logró descubrirse en el recuento prolongado que, en más de una hora de tedio, hizo de sus acciones. Todo lo demás le importaba de una manera secundaria. ¿Su libertad? Bien podía perderla para siempre y podrirse en aquella inmunda celda, que, al fin y al cabo, él ya había arrebatado a la vida su secreto y sabía despreciarla en todos sus aspectos. Sus compañeros de lucha acaso padecían, como él padecía, en aquellos mismos instantes. Algunos de ellos serían asesinados; otros, más dichosos, irían por otras tierras a claudicar o a volver a caer en presidio. ¿Y el ideal social, la redención del humilde, el castigo de la injusticia? Todo esto se hace pedazos entre las risotadas de la soldadesca... ¡Si solamente pudiese salir a dar un paseo por la playa en esta noche, que afuera se adivinaba espléndida! Respirar libremente y andar, caminar en un solo sentido y sin reposo, sin volver nunca el rostro, hasta que se acabe la tierra. Un ruido de pasos en la obscura crujía lo hizo poner aten­ción en su alrededor; se extrañó de que a tales horas anduviesen por allí guardianes; pero había sido tanta su soledad que le alegró la simple presencia de gentes: no importaba que fuesen verdugos, al fin eran hombres.
Los policías llegaron hasta la reja estrecha del calabozo y, sin decir una palabra, abrieron la puerta, entraron y amarraron por los codos al preso. En seguida, uno dijo: «A la Prefectura.» y salieron de la cárcel, atravesaron rápidamente las calles desiertas, aunque­ bien alumbradas; pasaron por el palacio de la Prefectura, pero no se detuvieron allí; siguieron en dirección del puerto, por las callejuelas sombrías que huelen a yodo y a pez. Llegaron al muelle, y de la obscuridad de las ondas surgió una barca negruzca; los hombres empujaron al preso, obligándolo a sentarse en medio de dos vigilantes; a pesar de que iba atado y estaba gola, se le trataba como si fuese capaz de golpear a sus con­ductores. No dejaba de halagarle esta desconfianza al detenido, que pensó: me embarcan para deportarme; en seguida me depositarán en algún vapor que salga mañana para el extranjero.
Los remadores comenzaron a bogar, internáronse en el mar misterioso, hecho como de doble sombra: la del viento en la obscuridad y la del agua en el abismo. El cielo estaba más bien nublado y, sin embargo, de tre­cho en trecho lucían vastas praderas de astros que invi­taban al alma del preso a volar hacia arriba, lejos de los hombres, que son más crueles que el tigre. El chas­quido rítmico de los remos pegando en el agua, levan­taba de cuando en cuando burbujas de una luminosidad confusa; de su compás monótono parecía que iba a bro­tar una canción. El prisionero comenzó a sentir grati­tud por aquel paseo nocturno. Hubiera deseado que le desligaran las manos y estuvo a punto de pedir esa mer­ced, pero lo contuvo el orgullo. La fantasía, que, ésa sí, se suelta sin permiso ajeno, lo empezó a consolar, lo col­mó de una ternura dulce y triste. Recordaba sus place­res fugaces de otros tiempos; se sentía joven y fuerte y estaba seguro de que la dicha habría de retornar; más que retorno, sería advenimiento, porque nunca la ha­bía sentido plena. Ahora soñaba correr por el ancho mundo, libre y poderoso, amparando con su fuerza a los suyos y repartiendo todavía entre los extraños un caudal entero de dones. Lo de aquellos instantes no era otra cosa que el momento duro de la prueba. ¿Quién no padece su noche de los Olivos en la víspera del triun­fo o la víspera del sacrificio, pues también el sacrifi­cio noble constituye un espléndido triunfo? Había que tener fe; por allí, sobre una de las masas negras de los montes de la costa, se miraba algo suavemente luminoso; acaso era la presencia de Cristo en persona, que todavía sigue orando por los desventurados y llega a prestarles compañía en la hora de la angustia suprema. Él está allí -pensó-, y nosotros lo tenemos tan olvi­dado, en estas luchas modernas, sólo porque predicó la dulzura y condenó la violencia, en tanto que nosotros nada más creemos en la áspera revancha. ¿Quién ten­drá la razón? ¿Acaso no lleva Él dos mil años de espe­rar en vano y de predicar sin éxito? Sin embargo, el corazón del preso se llenó de placidez confiada, rebosó ternura; se puso en ese estado en que el dolor se nos torna voluptuoso y parece que busca una melodía musi­cal donde mecerse para transmutarse en canto. Des­pués de todo -se dijo-, quizá es el tiempo. Cristo no pudo aconsejar el derrocamiento del César porque su gente estaba inerme y era tan ignorante que la rebelión sólo hubiera causado víctimas; pero ahora tal vez ya era el pueblo bastante fuerte para sacar a los estancie­ros de sus feudos y para traerlos, con uno que otro ge­neral, a dar un paseo nocturno por las olas. Bien ama­rrados para que después pudiesen apreciar el júbilo de la libertad y, en consecuencia, no volvieran a atormen­tar a sus semejantes. Ya era tiempo de organizar el tra­bajo, de suerte que, lejos de acarrear la esclavitud, tra­jese consigo la abundancia y el espíritu de fraternidad. Sin duda, era menester un poco de violencia para alla­nar el camino a la obra de Cristo. No se arrepentía de sus convicciones ni de las fuertes palabras que estampó en aquel diario destruido con saña por los esbirros. No le dolía tampoco su sacrificio; pronto vendría la dicha de todos, fundada en el bien.
Perdido en su honda cavilación, no sentía el frío de la noche, que le había entumecido y vuelto casi insensibles los miembros; casi no advirtió el instante en que los agentes del Gobierno le amarraron a los pies un gran peso. Y así que lo sujetaron, y levantándolo entre todos, lo echaron al agua, sólo sintió esa impre­sión de un sueño que concluye en pesadilla terrible y que, sin embargo, no importa mucho, porque estamos seguros de que el dolor se desvanecerá al despertar...
La barca se ladeó violentamente al ser arrojado el cuerpo, que desapareció en la sombra sin dejar huella. Los hombres, volviendo los rostros, se sentaron en sus puestos; viró la lancha, y uno de los guardianes gritó a los bogas: «Al muelle.» A distancia, envuelto en los fulgores tranquilos de su red de lámparas eléctricas, Valparaíso dormía.

***

-Ejto no ejtá bien, ejto no ejtá bien -decía el prócer chileno, apartando un residuo de copa espumosa, en la elegante soirée de la capital azteca-. No ejtán bien esos fusilamientos de aquí, hajen mucho escándalo, ej mejó fondealos, pa que vea; ejo podían hacer ujtede; ¿que cómo? Verá, hombre, se agarra un carancho de ejtos y se la manda pa Veracruz; por la noche se le mete en un equife, y mar adentro se le bota al agua con su bola en loj piej;.. Sí, señó, no quea nada: una espumita -y juntando y moviendo los dedos de la mano derecha imitaba el reventar de las burbujas del agua, y repetía:­- «Ej mejó fondealos.» Todos los oyentes rieron con risa estrepitosa y malsana, y un hijo de Huitzilopochtli, el dios sanguinario, sintiéndose esteta, afirmó: «Bien; pero eso suprime el espectáculo; nosotros solemos hacer fusilamientos con música, así como lo oye, a las tres de la tarde, con banda militar, procesión de curiosos y público de toros detrás del ajusticiado. Somos un pueblo de artistas...» Mientras, los más ebrios reían al repetir insistentes: «Ej mejó fondealos, ej mejó fondealos.»

José Vasconcelos