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miércoles, 12 de octubre de 2016

Regina Mačiulytė







La gratitud es insaciable

Una vez, un hombre hizo un favor a mi padre. Habiéndose perdido en una ciudad que conocía mal, le indicó el camino recto; y no sólo eso: lo acompañó durante un trecho, para cerciorarse de que no se equivocaba. Mi padre se emocionó mucho con este acto de generosidad, y cada vez que lo contaba (y lo contaba muy a menudo, demasiado a menudo), no podía evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas; era la primera vez en su vida que alguien le hacía un favor y estaba dispuesto a no olvidarlo jamás. Cuando se despidieron, le prometió que nunca dejaría de agradecérselo.
Aunque éramos pobres, mi padre se las ingenió para reunir el dinero suficiente para comprar una caja de dulces y enviársela a su benefactor. Al poco tiempo le mandó un billete de lotería, que no resultó premiado. Angustiado por el paso del tiempo, que no dis­minuía la deuda contraída, mi padre decidió fijar una fecha en la cual, todos los meses, le enviaría un regalo a su benefactor. De este modo, fue enviando estilográficas, almanaques decorados, tigres y ciervos de cristal, ceniceros de porcelana, una brújula, una gorra de marinero, un coral disecado, una lámpara de bronce, billeteras, una lámina para hacer un cuadro, el libro de un pensador inglés, varias latas de té y un calentador de manos usado por los soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial.
Preocupado por saldar su deuda, mi padre trabajaba cada día más y fue agregando otras fechas en las que hacer regalos, para de­mostrar su gratitud: ahora también le enviaba dulces y billeteras en Navidad, el domingo de Pascua y el día de San Cristóbal, que era el santo de su benefactor. Todos éramos conscientes de esta deuda de gratitud y contribuíamos, en la medida de nuestras posibilidades, para que nuestro pobre padre pudiera cumplir con su deudor.
La gratitud es insaciable, asegura un reverendo y filósofo in­glés: la deuda, lejos de pagarse, se multiplica, y nunca trabajamos lo bastante como para borrarla. Mi pobre padre seguía emocionán­dose al recordar el favor recibido, y cada día agregaba nuevos deta­lles que aumentaban su sentimiento de gratitud y sus lágrimas al re­cordar el gesto de su benefactor. Así, supimos que aquel hombre había aconsejado a mi padre acerca del modo de llegar a su destino, a pesar de que eran las nueve de la mañana (hora impropia para pa­sear, ya que todo el mundo marcha a su trabajo), de que el tiempo era algo frío y oscuros nubarrones se deslizaban por el horizonte. Es más: el benefactor se desvió varios metros de su camino, para acompañar a mi padre, con lo cual posiblemente perdió unos divinos minutos de su preciosa vida y dejó pasar el autobús que todos los días lo conducía a la oficina donde trabajaba. Eso no es todo: también le hizo un dibujo en un trozo de papel, para indicar con precisión los pasos que mi padre debía dar para llegar allí donde iba.
La gratitud es ansiosa, afirma el mismo reverendo y filósofo in­glés: la menor duda en cuanto al hecho de haber sido agradecidos, aumenta la deuda: a los dos años de recibir aquel favor, mi pobre padre contrajo una enfermedad incurable; habiendo estado aleja­do del mundo de los sanos por las paredes de un hospital, y del mundo de los vivos por un coma profundo, al despertar mi padre comprendió que este accidente de su naturaleza le había hecho olvidar los regalos que debía mandar, y esto lo llenó de zozobra y de sentimiento de culpa.
Durante los dos años que habían transcurrido desde el mo­mento en que mi padre recibió ayuda, el benefactor no dio señales de vida, ni se hizo sentir, pero cuando mi padre despertó de su co­ma profundo y horrorizado comprendió que había dejado pasar la fecha habitual de sus regalos, nos pidió, encarecidamente, que lo llamáramos por teléfono y nos disculpáramos en su nombre. Mi padre tenía los ojos llenos de lágrimas al comprobar su distracción.
En efecto, el benefactor había observado la ausencia de sus re­galos habituales -nos dijo por teléfono- y atendió, gentilmente, nuestras disculpas. Le aseguramos que fuera cual fuera la salud de nuestro padre, eso no volvería a suceder y pareció satisfecho con la promesa.
Mi padre se llenó de alegría al conocer que su benefactor disculpaba su falta y de inmediato reunió sus escasos fondos y nos conminó a comprar una cigarrera de cuero, que muy prestamente enviamos al hombre que le había ayudado, con una tarjeta que rei­teraba la eterna gratitud de mi padre.
La verdadera gratitud es inagotable: no tiene fondo, observa el reverendo pensador inglés. Cuanto más se intenta saldar la deuda, más crece, por una proporción geométrica entre el favor realizado y el que se cree haber recibido. Mi padre no había fijado una fecha para la caducidad de su deuda y comprendió que las deudas que se intenta pagar (a diferencia de las impagadas) no se extinguen nun­ca, pero lo aceptó hidalgamente, porque temía que su benefactor creyera que era un hombre olvidadizo de los favores recibidos.
Antes de morir, mi pobre padre nos reunió junto a su lecho y nos comunicó sus providencias hereditarias. En realidad, aparte de algunos objetos personales en buen estado de uso (como su brocha de afeitar, un bolígrafo recargable, un reloj de bolsillo de tapa do­rada, cuatro pares de calcetines, unas gafas de miope, su tintero de vidrio y algunas fotografías de su juventud), mi padre no tenía gran cosa que legarnos, salvo su deuda. De modo que nos dijo:
-Hijos míos, habéis observado que, durante mis últimos años de vida, he tenido mucho cuidado en no olvidar a mi benefactor y he tratado de no faltar a los deberes de gratitud que me correspon­dían. La gratitud es eterna: esta pasión ha agotado mi vida. Os im­ploro y os conmino a seguir mi obra y, en mi nombre, aceptad esta deuda que os dejo como todo legado, con la conciencia de que cum­pliréis un deber que me ha sido tan caro.
En efecto, la deuda había sido cara, y desde ese momento, si bien aceptamos el legado de nuestro padre, nos cuidamos muy bien de merecer cualquier otro favor.

 Cristina Peri Rossi