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lunes, 7 de noviembre de 2016

Caja España



Exámenes para ascender de grado

El profesor de geografía, Galkin, me tiene inquina; créame, hoy no me aprobará -decía, frotándose nerviosamente las manos, sudoroso, el empleado de la estafeta de correos de X, Efim Zajárich Féndrikov, hom­bre canoso, barbudo, con una respetable calva e impo­nente abdomen-. No aprobaré... ¡Como hay Dios!... Y me tiene inquina por una verdadera tontería. Se me presenta una vez con una carta para certificar y se cuela ante todos para que le tome a él primero la carta. Eso no está bien... Aunque pertenezca a la clase instruida, ha de observar el orden establecido y esperar. Yo le hice una observación muy correcta. «Tenga la bondad de esperar en la cola -le digo-, señor mío.» Se sonrojó, y desde en­tonces me pone la proa, como Saúl. A mi pequeño Egó­rushka le abrasa con malas notas y a mí me saca motes que luego hace correr por la ciudad. Una vez iba yo por delante de la posada de Kutjin, y Galkin, borracho, asomándose por una ventana con el taco de billar en la mano, gritó de modo que se le oyera por toda la plaza: «Miren, señores: ¡ahí va un sello retirado de la circu­lación!»
El profesor de lengua rusa Pivomiódov, de pie en el vestíbulo de la escuela de X, fumando, condescendiente, un pitillo de Féndrikov, se encogió de hombros y respondió tranquilizador:
-No se preocupe. No ha habido ni un solo suspenso en estos exámenes. ¡Son pura forma!
Féndrikov se tranquilizó, pero no por mucho tiempo. Cruzó el vestíbulo Galkin, hombre joven de barbita rala, como si le hubieran arrancado pelos, con pantalones de tela blanca y un nuevo frac azul. Miró severamente a Féndrikov y siguió su camino.
Luego se corrió la voz de que venía el inspector. Fén­drikov sintió escalofríos y se puso a esperar con el miedo que tan bien conocen todos los procesados y todos los que se examinan por primera vez. Por el vestíbulo salió apresuradamente a la calle el prefecto de plantilla de la escuela del distrito, Jámov. Tras él fue, diligente, al encuentro del inspector, el profesor de religión Zmiezhá­lov, con su birreta y su cruz pectoral. Acudieron en se­guida los demás maestros. El inspector de escuelas pú­blicas Ajádov saludó con fuerte voz, manifestó su descontento por el polvo y entró en la escuela. Cinco minu­tos más tarde dieron comienzo los exámenes.
Examinaron a dos hijos de pope para maestros de escuela rural. Uno, aprobó, el otro suspendió. El suspenso se sonó con un pañuelo rojo, se quedó unos momentos parado, reflexionó un poco y se fue. Examinaron a dos soldados voluntarios de tercera categoría. Después sonó la hora de Féndrikov...
-¿Dónde presta usted sus servicios? -le preguntó el inspector.      
-En la estafeta de correos del distrito, Señoría; en la sección de recepción -articuló irguiendo la cabeza y procurando ocultar del público sus temblorosas ma­nos-. Llevo veintiún años de servicio, Señoría, y ahora me piden documentación para solicitar el título de regis­trador colegiado; y por esto me atrevo a presentarme a los exámenes a rango de primera clase. ­
-Está bien... Escriba el dictado.
Pivomiódov se levantó, carraspeó y empezó a dictar con su pastosa y penetrante voz de bajo procurando ca­zar al examinando con palabras que no se escriben como se pronuncian: «El benerable abad ebangelizó el salba­jismo indíjena de los barrios estremos», y así por el estilo.
Mas, pese a las tretas del astuto Pivorniódov, el dicta­do salió bien. El futuro registrador colegiado hizo pocas faltas, aunque puso más atención en la hermosura de la letra que en la gramática. En la palabra «conciencia» añadió una «s» antes de la primera «c»; puso «h» después de «x» en «exornar», y las palabras «la convenien­cia axiomática de la práctica del bien» arrancaron una sonrisa al inspector, pues Féndrikov había escrito «la connivencia axiomática...», pero éstas, al fin y al cabo, no eran faltas graves.
-El dictado puede pasar -dijo el inspector.
-Me tomo la libertad de poner en conocimiento de Su Señoría -dijo Féndrikov sintiéndose algo animado y mirando de soslayo a su enemigo Galkin-, me tomo la libertad de informarle que he estudiado la geometría por el manual de Davídov y, en parte, me la ha ense­ñado mi sobrino Varsonofi, que ha venido de vacacio­nes del seminario de Troitsa-Serguiévski, llamado tam­bién de Vifanski. Y he estudiado planimetría y estereo­metría... todo tal como está en el libro.
-La estereometría no está incluida en el programa.
-¿No está incluida? Y me he pasado un mes entero estudiándola... ¡qué lástima! -suspiró Féndrikov.
-Dejemos por ahora la geometría. Vamos a ocupar­nos de una ciencia por la que usted, como empleado de correos, debe sentir especial predilección. La geografía es la ciencia de los carteros.
Todos los maestros se sonrieron deferentemente. Fén­drikov no estaba de acuerdo con que la geografía fuera la ciencia de los carteros (eso no estaba escrito en ningún lugar: ni en las normas para los empleados de correos ni en las circulares regionales), mas por cortesía respondió: «Así es». Tosió nerviosamente y se puso a esperar las preguntas, horrorizado. Su enemigo Galkin se repantigó en su asiento y, sin mirarle, preguntó pausada­mente:
-Bueno... dígame, ¿qué régimen gubernamental hay en Turquía?
-Pues, ya se sabe... el turco...
-¡Vaya!... el turco... Éste es un concepto muy elás­tico. Allí hay un régimen constitucional. ¿Y qué afluen­tes del Ganges conoce usted?
-He estudiado la geografía por el manual de Smir­nov y, usted perdone, no la he aprendido con mucho detalle... El Ganges es el río que pasa por la India... ese río desemboca en el océano.
-No es esto lo que le pregunto. ¿Qué afluentes tiene el Ganges? ¿No lo sabe? ¿Y por dónde pasa el Araxes? ¿Tampoco sabe esto? Es raro... ¿A qué provincia per­tenece Zhitomir?
-Distrito postal 18, punto 121.
La frente de Féndrikov se cubrió de sudor frío. El hombre parpadeó aceleradamente, e hizo un movimien­to de deglución como si se hubiese tragado la lengua.
-Lo juro por el verdadero Dios, Señoría -balbu­ceó-. Hasta el padre arcipreste lo puede confirmar... Llevo veintiún años de servicio y ahora eso, que... Ro­garé a Dios toda la vida...
-Está bien, dejemos la geografía. ¿Qué ha preparado usted de aritmética?
-Tampoco he aprendido la aritmética con mucha precisión... Hasta el padre arcipreste puede confirmar... Rogaré a Dios toda la vida... Vengo estudiando desde la fiesta de la Intercesión de la Santa Virgen; estudio... y no me entra nada... He envejecido ya para los estudios.... Sea bondadoso, Señoría, toda la vida le tendré presente en mis oraciones.
Las lágrimas quedaron prendidas en las pestañas de Féndrikov.
-He servido con honradez y sin tacha... Comulgo todos los años... Hasta el padre arcipreste lo puede con­firmar... Sea magnánimo, Señoría.
-¿No ha preparado nada?
-Lo he preparado todo, pero no recuerdo nada...
Pronto cumpliré los sesenta, Señoría, ¿cómo van a en­trarme las ciencias en la cabeza? ¡Hágame la merced!
-Y pensar que ya se ha encargado la gorra con es­carapela... -comentó el arcipreste Zmiezhálov sonrién­dose.
-Está bien, ¡retírese! -dijo el inspector.
Media hora más tarde, Féndrikov iba, triunfador, con los maestros a tomar el té en la posada de Kutjin. Tenía radiante la cara, le brillaba la felicidad en los ojos, mas el hecho de que a cada momento se rascara el pescue­zo demostraba que se sentía atormentado por alguna idea.
-¡Qué lástima! -balbuceó-. ¡Qué tontería la que he hecho, Señor mío!
-¿A qué se refiere usted? -preguntó Pivomiódov.
-¿De qué me ha servido estudiar la estereometría si no figura en el programa? Un mes entero estuve pelean­do con ella, ¡la condenada! ¡Qué lástima!

Anton Chejov