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sábado, 5 de noviembre de 2016

Parc Natural del Montseny



La cura de avispas

El invierno se fue y dejó tras de sí los dolores reumáticos. Un ligero sol meridiano acudía a alegrar las jornadas, y Marcovaldo permanecía alguna que otra hora contemplando el despuntar de las hojas, sentado en un banco, en espera de la vuelta al trabajo. Junto a él solía sentarse un vejete, engibado en su gabán que era un puro remiendo: tratábase de cierto señor Rizieri, jubilado y solo en el mundo, asiduo él también a los bancos soleados. De vez en cuando ese señor Rizieri daba un respingo, exclamaba «¡Ay!» y se engibaba todavía más en su gabán. Estaba cargado de reumatismos, de artritis, de lumbagos, que pescaba en el invierno húmedo y frío y le seguían acompañando el resto del año. Para consolarle, Marcovaldo le contaba las diversas fases de los reumatismos suyos, y los de su mujer y de su hija mayor Isolina, que, la pobrecilla, no crecía  demasiado sana. 
Marcovaldo llevaba cada día la comida en un paquete de papel de periódico; sentado en el banco lo desenvolvía y pasaba el trozo de ajado diario al señor Rizieri, quien tendía impaciente la mano, diciendo:
-Veamos qué noticias trae -y lo leía con no disminuido interés, aunque datara de dos años antes.
De ese modo topó un día con un articulo sobre el sistema de curar el reúma con el veneno de las abejas.
-Será con la miel -dijo Marcovaldo, siempre propenso al optimismo.
-No -objetó Rizieri-, con el veneno, dice aquí, con el del aguijón -y le leyó algunos pasajes. Conversaron largo rato en torno a las abejas, sus virtudes y sobre cuanto podría costar aquella cura.
A partir de entonces, al transitar por los paseos, Marcovaldo aguzaba el oído al menor zumbido, seguía con la vista a cualquier insecto que le volara alrededor. Así, observando los giros de una avispa de considerable abdomen listado de negro y amarillo, vio que se metía por la oquedad de un árbol y que por allí salían otras avispas: un jaleo, un ir y venir que anunciaba la presencia de todo un avispero dentro del tronco. Marcovaldo se aprestó, sin perder momento, a la caza. Tenía un bote de cristal, todavía con dos dedos de mermelada. Lo depositó, destapado, junto al árbol. De allí a poco una avispa le andaba zumbando alrededor, y entró, atraída por el olor azucarado; Marcovaldo se apresuró a tapar el bote con un trozo de papel.
Y al señor Rizieri, en cuanto le vio, pudo soltarle:
-¡Ea, ea, ahora mismo le pongo la inyección! -mostrándole el tarro con la enfurecida avispa prisionera.
El vejete estaba indeciso, pero Marcovaldo por nada del mundo se avenía a aplazar el experimento, e insistía en hacerlo allí mismo, en su banco: ni siquiera hacía falta que el paciente se desnudase. Con temor y a la vez esperanza, el señor Rizieri levantó un faldón del abrigo, de la chaqueta, de la camisa, y abriéndose paso entre las agujereadas prendas de punto destapó la parte de los lomos que le dolía. Marcovaldo le puso allí la boca del frasco y quitó de un tirón el papel que hacía de tapadera. Al principio nada sucedió; la avispa permanecía quieta: ¿se habría dormido? Marcovaldo, para despertarla, dio un manotazo en el fondo del bote. Exactamente el golpe necesario: el insecto salió como una flecha y clavó el aguijón en los lomos del señor Rizieri. El vejete soltó un alarido, se incorporó de un salto y echó a andar como un soldado a paso de marcha, frotándose el lugar del pinchazo y articulando una serie de confusas imprecaciones.
Marcovaldo estaba más que satisfecho, jamás el vejete se había visto tan erguido y marcial. Pero un guardia se había parado allí cerca, y miraba con los ojos como platos; Marcovaldo tomó a Rizieri del brazo y se alejó silbando.
De regreso a casa llevaba otra avispa en el bote. Convencer a su mujer de que se dejara pinchar no fue empresa de poca monta, mas al fin lo consiguió. Y durante un buen rato, Domitilla se quejó sólo, algo es algo, del escozor de la avispa.
Marcovaldo se dedicó a capturar avispas a troche y moche. Puso una inyección a Isolina, otra a Domitilla, pues únicamente una cura sistemática procuraría alivio. A continuación se decidió a hacerse punzar también. Los niños, ya sabemos cómo son, decían: "Yo también, yo también", pero Marcovaldo prefirió dotarles de tarros y encomendarles la captura de más avispas para proveer al consumo cotidiano.
El señor Rizieri vino a casa en su busca; le acompañaba otro vejete, el caballero Ulrico, que arrastraba la pierna y quería empezar de inmediato la cura.
Se corrió la voz; Marcovaldo ya trabajaba en serie: tenía siempre su media docena de avispas de reserva, cada una en su bote de cristal, dispuestas en una mesilla. Aplicaba el tarro en la espalda del paciente como si fuera una jeringuilla, tiraba de la tapa de papel, y después del picotazo de la avispa frotaba con un algodón empapado de alcohol, con la soltura de mano de un médico experto. Su casa constaba de una sola habitación, en la que dormía toda la familia; la dividieron con un biombo improvisado, acá sala de espera, allá gabinete. En la sala de espera, la mujer de Marcovaldo acomodaba a los clientes y recibía los honorarios. Los chicos tomaban los tarros vacíos y corrían hacia el avispero a hacer provisión. A veces alguna avispa los picaba, pero casi ni les daba ganas de llorar, porque ya sabían que era bueno para la salud.
Aquel año los reumatismos culebreaban entre la población como los tentáculos de un pulpo; la cura de Marcovaldo cobró mucha fama; y el sábado por la tarde vio su pobre buhardilla invadida por un pequeño tropel de hombres y mujeres afligidos, alguno apretándose con una mano la espalda o el costado, unos con aspecto astroso de mendigos, otros con aire de personas acomodadas, atraídos todos por la novedad de aquel remedio.
-Aprisa -dijo Marcovaldo a sus tres hijos varones-, tomad los botes y a ver si atrapáis el mayor número de avispas posible -los muchachos allá se fueron.
Era un día de sol, infinidad de avispas revoloteaban por el paseo. Los muchachos solían darles caza a cierta distancia del árbol en que se hallaba el avispero, dedicándose a los insectos aislados. Pero Michelino aquel día, por acabar antes y agarrar más, se puso a cazar precisamente alrededor de la entrada del avispero.
-Así es como se hace -decía a sus hermanos, e intentaba atrapar una avispa poniéndole encima el tarro en cuanto se posaba. Pero ésta escapaba cada vez y volvía a posarse más y más cerca del avispero. Se hallaba ya en el propio borde de la cavidad del tronco, y Michelino se disponía a ponerle el frasco encima cuando advirtió que otras dos avispas gordas se lanzaban contra él como si quisieran picarle en la cabeza. Se hizo a un lado, pero sintió la puñalada de los aguijones y, gritando de dolor, soltó el bote. Al instante, la aprensión por lo que acababa de hacer le quitó el dolor: el tarro había caído dentro de la boca del avispero. Ya no se oía el más leve zumbido, no volvió a salir ninguna avispa; Michelino, sin fuerzas siquiera para gritar, retrocedió un paso cuando del avispero brotó de súbito una nube negra, espesa, con un zumbido ensordecedor; ¡era la totalidad del enjambre que avanzaba en furioso jabardillo!
Los hermanos oyeron que Michelino lanzaba un alarido y le vieron salir por pies como jamás había corrido en toda su vida. Parecía movido a vapor, a tal punto la nube que arrastraba consigo recordaba el humo de una chimenea.
¿Adónde escapa un niño a quien persiguen? ¡Corre para casa! Así lo hizo Michelino.
A los transeúntes no les daba tiempo de entender qué era aquella aparición, mitad nube y mitad ser humano, disparada por las calles con un retumbo acompañado de zumbido.
Marcovaldo estaba diciendo a sus pacientes:
-Tened paciencia, en seguida llegan las avispas -cuando la puerta se abrió y el enjambre invadió la habitación. No vieron siquiera a Michelino que corría a sumergir la cabeza en un barreño de agua: toda la habitación se llenó de avispas y los pacientes agitaban sus brazos en el vano intento de sacudírselas, y los reumáticos hacían prodigios de agilidad y los miembros tullidos se desataban en movimientos furiosos.
Acudieron los bomberos y después la Cruz Roja. Tendido en su catre del hospital, irreconocible de tan hinchado por las picaduras, Marcovaldo no se atrevía a responder a las imprecaciones que, de los demás catres de la sala, le lanzaban sus clientes. 

Italo Calvino