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domingo, 5 de febrero de 2017

Barcelona - Asamblea Internacional








Un hombre

Unos minutos antes de las nueve, la hora en que matemáticamente empezaba a servirse la cena, el Hombre Desesperado se sentaba a la mesa en el restaurante «La Carioca» de la calle del Carmen. Su mirada seguía con indecible hostilidad los movimientos de Manel, el dueño, que con una servilleta al hombro, ojos mongólicos y cien kilos de peso, acumulados principalmente en el abdomen y en las posaderas, andaba asmático entre sillas y mesas dando el último toque a los manteles y a la ferretería colocada sobre ellos.
Sin hostilidad, y aun con indicios de ternura, miraba también a la Nuri, que ayudaba a su padre en el arreglo de las mesas y servía con él a la clientela.
La Nuri, pálida y anémica, estaba en absoluta consonancia con el pan de maíz y los estómagos contraídos del año 1942. Manel, en cambio, parecía una intolerable supervivencia burguesa o un falsificador de cartillas de racionamiento que engordaba sin cesar.
La cena de «La Carioca» era siempre la misma: un plato de sopa, otro de verdura con patatas o boniatos y otro a elección entre un huevo, bacalao y tres sardinas. Excepcionalmente, cuando lo permitía la Dirección General de Abastecimiento y Transportes, entraba en la elección «platillo», anuncio que Manel hacía con aire solemne, tras lo cual meneaba la cabeza como en pesarosa reflexión de haber cometido una locura financiera. El «platillo», nombre aplicado a la carne estofada en los restaurantes baratos de Barcelona, era una de las causas de que el Hombre Desesperado apareciera antes que nadie en «La Carioca», porque a la hora de los rezagados las existencias de «platillo» habían finido.
Las proporciones de los manjares citados eran en «La Carioca» de una exigüidad eremítica. La sopa no necesitaba más allá de diez viajes de la cuchara. La verdura con las patatas o los boniatos, otros tantos del tenedor, y su aceite venía dosificado de la cocina de manera casi sacramental. En cuanto al huevo y las sardinas, no había problemas a causa de la invariabilidad de las unidades. El bacalao era del tamaño de una pastilla de jabón «La Cabra». El «platillo» no podía reducirse a cánones o cantidades invariables, y sin exceder de lo prudente, era algo así como la debilidad de Manel, el punto en que más se acercaba a las discretísimas esperanzas de los clientes. Quienes no estaban dispuestos a reconocer en Manel el más mínimo de los sentimientos humanitarios, decían que el «platillo» era el anzuelo, el slogan sorpresa de «La Carioca».
Se completaba la cena con dos rodajitas de pan de trigo o media pella de maíz, y concluía con una mandarina, un plátano pigmeo, una manzana diminutiva o diez o quince uvas, según la estación.
Pero tenía una particularidad «La Carioca». Todo en ella era bueno y sabroso, y la notoria insuficiencia de lo servido se compensaba con una invención psicológica de Manel —que después se transmitió a otros restaurantes de análoga tarifa—: la comida se servía en platos de postre, y el postre en platos de aperitivo, con lo cual, contempladas las viandas a la escala de sus recipientes, no había nada que pedir.
El Hombre Desesperado se mostraba particularmente inquieto los días 10, 20 y 30 de cada mes. Era una inquietud dramática, como de quien tuviera a sus pies un foso lleno de leones y ante sus ojos, tocándola casi con la mano, la puerta del Paraíso.
En tales días, al entrar en «La Carioca» preguntaba anhelante a Nuri o a Manel:
—No ha arribat «El Noticiero»?
—No encara.
Y tras sentarse, observaba nervioso la puerta y los comensales que acudían. Cuando el repartidor de «El Noticiero» aparecía o uno de aquéllos desdoblaba el periódico, se precipitaba sobre ellos suplicando :
—Em vol fer el favor de deixar-me'l una mica?
Inmediatamente buscaba la lista de la Lotería. Al examen seguía un gesto de desesperación, un rechinar de dientes y una blasfemia contenida. Después volvía a su mesa y se sentaba con la cabeza entre las manos.
En estos momentos ya no estaba solo. Frente a él aparecía una especie de divinidad menor del equilibrio y la ponderación. ¿Qué edad tendría la Mujer Ecuánime? No suele decírsenos la edad de las divinidades porque lo cronológico no afecta a lo divino. Calculada con arreglo a la medida humana del tiempo, podría tener veintiséis o veintiocho años. Era delgada, y de la cabeza a los pies describía una recta larga y perfecta, que al sentarse se convertía en un ángulo, también perfecto. A aquella recta se superponían las curvas propias de lo femenino, pero eran tenues y poco discernibles. La Mujer Ecuánime no parecía tener conciencia de ellas, lejos del exhibicionismo no euclidiano de la generalidad de las hembras meridionales: parabólicas, convexas y cargadas de incógnitas como enrevesados problemas geométricos. El rostro de la Mujer Ecuánime era una armónica composición de planos y líneas angulares. Parecía una Venus cubista. Su pelo era negrísimo.
La Mujer Ecuánime no cenaba en «La Carioca». Llegaba a las nueve para acompañar al Hombre Desesperado. Traía siempre un envoltorio pequeño, del que salía un pedazo de pan con algo dentro, y lo ponía con la más absoluta discreción al lado derecho del Hombre Desesperado.
La Mujer Ecuánime diluía las iras del Hombre Desesperado, moderaba sus hostilidades contra Manel y abría su ternura hacia Nuri. Y todo ello sin palabras, por la sola virtud de su presencia, porque quien hablaba infatigablemente era el Hombre Desesperado. ¿De qué hablaba? Su mesa estaba algo lejos y se perdían sus palabras, pero su mirada y sus movimientos revelaban perfectamente el tono. Los ojos azules y la boca grande del Hombre Desesperado eran torrentes de cólera durante la ingestión de la sopa. La verdura y los boniatos, con el suplemento del envoltorio, iniciaban la calma. Entonces, sin la gesticulación y el furor que centraba la atención en su cara, era posible contemplar el traje raído y hecho un laberinto de arrugas, el cuello deshilachado de la camisa, la corbata descolorida del Hombre Desesperado. El «platillo» le alumbraba esperanzas y fantasías que comunicaba nervioso y locuaz a la Mujer Ecuánime. En aquellos momentos, sus cuarenta y cinco años parecían menos, y su pelo entrecano resultaba una anomalía juvenil.
Mientras tanto, la Mujer Ecuánime no alteraba su equilibrio, que no era frialdad. Una pasión concentrada, grave y reflexiva, parecía ligarla ineludiblemente a aquel hombre.
La mandarina acababa de colorear las ilusiones del Hombre Desesperado. Concluida la cena, se despedía con estas palabras:
—Passi-ho bé, Manel. Fins demá, Nuri.
Una vez en la calle, se asía fuertemente al brazo de la Mujer Ecuánime y se alejaba con ella hacia las Ramblas, en un monólogo inacabable, puntuado por asentimientos comprensivos de la mujer.

En el invierno de 1947, el Hombre Desesperado se había convertido en el Hombre Feliz. El pelo, más blanco, daba cierto empaque a su plenitud y color de hombre bien alimentado. Parecía un senador norteamericano. Llevaba botines color crema, un abrigo claro y esponjoso con gran trabilla, pañuelo de seda al cuello y sombrero Edén, de esos grandes y de duro ribete que usan los financieros y también algunos delgadísimos Jefes de Negociado de los Ministerios que quieren ser confundidos con sus Directores Generales.
¿A qué se dedicaba el Hombre Feliz? Se le veía a menudo por las salas de exposiciones. Tal vez era marchante de cuadros.
A su lado, la Mujer Ecuánime. Ninguna transformación se había producido en ella. Si acaso, una sonrisa, pero mesurada, porque si su misión anterior era aplacar las cóleras del Hombre Desesperado, ahora parecía imponerse la de moderar la alegría desbordada del Hombre Feliz.
Iban con frecuencia al «Oro del Rhin», donde pasaban la tarde del sábado o del domingo oyendo la orquesta, rodeados de funcionarios modestos y de sus esposas, que cargadas de collares y anillos de dudosa pedrería, jugaban a la alta burguesía.
Apretado contra la Mujer Ecuánime y cogiéndole la mano, el Hombre Feliz hablaba incansable y fumaba un cigarro habano.

Pero ¡qué te parece!
Enamorarme de ti,
cuando tantas veces
indiferente
pasaste junto a mí...

Cuando el culeante y ondulado animador cantaba estas frases cogido a la barra del micrófono, el Hombre Feliz miraba a la Mujer Ecuánime y sonreía negando, como si rechazara aquello de la indiferencia y del amor casual, que no era precisamente lo de ellos.
El Hombre Feliz comía algunas veces en «La Luna». Pero ¿por qué no comía ella también? Igual que en «La Carioca», llegaba cuando el Hombre Feliz estaba a punto de empezar o había empezado ya. Era evidente que no estaban casados. Pero ¿por qué? La inquietud del Hombre Feliz en ausencia de la Mujer Ecuánime, la frecuencia con que miraba el reloj y la alegría que iluminaba su rostro al verla, eran señales clarísimas de que no podía prescindir de ella. Y, sin embargo, no se habían casado, porque muchas veces se les veía encontrarse y despedirse en la calle.

En 1960, hace poco, el Hombre Feliz se había transformado en el Hombre Jovial. Tiene más de sesenta años ya. Su pelo ha blanqueado por completo y es nuncio de próxima vejez. Alrededor de sus ojos y de su boca se multiplican las arrugas concéntricas. Ríe constantemente y los ojos le bullen mucho, tanto que parece inclinarse a la terapéutica de aquel aforismo que dice: «El vino es la leche de los viejos». Los dientes no parecen muy firmes en sus encías; bailan la tartajosa danza de la piorrea, y la voz se le escapa en eses por todas partes. Cuando va por la calle con la invariable Mujer Ecuánime, sigue asiéndola fuertemente del brazo; pero ahora, junto con el entusiasmo hacia ella, que no ha cedido en nada, lo hace también para andar con mayor seguridad, porque el Hombre Jovial vacila a veces; más que por los años, porque parece amagarle la apoplejía. Hace unos días, la Mujer Ecuánime le decía adiós desde lo alto de la escalera mecánica de la plaza de Cataluña. El, abajo, dispuesto a tomar el tren de Sarria, agitaba vivamente el brazo, y al girar, cuando la perdió de vista, dio un traspiés y estuvo a punto de caerse.

¡Vidas anónimas que pasan en fragmentos por las calles de la ciudad!
El Hombre Jovial desaparecerá pronto de ellas. Un día será el Hombre Enfermo, y luego el Hombre Muerto.
Sin embargo, parece indiferente a su destino. Tal vez por la seguridad de que a su lado estará entonces la Mujer Ecuánime para darle las gotas y arreglarle la almohada. Y para cerrarle los ojos cuando se le queden abiertos contemplando la eternidad.

Ramón Carnicer