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jueves, 23 de febrero de 2017

Muvim




Aquel Abril

Hacía calor y jugábamos a «saltar el burro». En casa quedaba mi padre acostado. Mi hermana mayor y mi madre habían ido a por leña.
No es que mi padre no trabajara, es que había terminado la guerra civil tres días antes y aún tenía la tristura de la derrota metida dentro del cuerpo. No salía a la calle, y permanecía tiempo y tiempo encerrado en su habitación.
Lo más que hacía era el contarnos historias o andar por el pasillo a grandes zancadas. Sentado en el borde de la cama nos acariciaba la cara, o nos revolvía la maraña rubia de la cabeza con sus manos rudas y suaves a un tiempo. Su voz era agradable y sus historias nos llegaban al corazón. Permanecíamos embobados delante de él, y, luego, nos refugiábamos en sus brazos.
Madre era alta y tenía la mirada grande y como llena de orgullo. Hablaba poco y nos regañaba mucho. Mas, a pesar de ello, sabía mejor que nadie el consolarnos con su silencio. Recta y sencilla, la mirábamos con adoración. Quizá nosotros, mi hermana y yo, éramos más parecidos a nuestro padre y no la entendíamos por completo.
Mi padre, seguro estoy que la adoraba, sabía permanecer junto a ella en silencio, y también contarle cosas agradables que deseaba para todos nosotros y para la gente. Tenía gran fe en sus ideas y creía a pies juntillas todos los proyectos que forjaba en su mente. Madre le escuchaba con aquella rara sonrisa que sólo de tarde en tarde florecía en su boca. A nosotros, mi hermana y yo, nos gustaba mucho cuando sonreía.
Mas en estos días su fortaleza de ánimo la había abandonado. Andaba nerviosa y nos regañaba más que de costumbre cuando alborotábamos la casa.
Padre, desde su cuarto, decía en alta voz que nos dejara jugar que no le molestábamos.
Aquella mañana ella se sentó en la cama y empezó a hablar:
-¿Por qué no te marchas? Se están llevando a mucha gente.
-¿Para qué? Da lo mismo, a nada conduce el huir. Esperaremos a ver qué pasa.
Cayó el silencio en la habitación en que estaban mis padres, sentados el uno junto al otro.
Volvió a hablar mi madre:
-¿Por qué no sales con los chicos a tomar el aire? Llevas mucho tiempo encerrado.
Yo estaba en el comedor escuchando la conversación.
-Mañana, si estoy en casa, les llevaré a dar un paseo.
Cuando padre estaba libre de trabajo, y era domingo o fiesta, nos llevaba a dar grandes caminatas. Yo no cambiaba por nada aquellas mañanas en que salíamos temprano y en la esquina de una calle desayunábamos café con churros. Íbamos al Retiro a montar en las barcas y luego nos sentábamos en un banco de madera hasta la hora de la comida.
Pero lo que más le gustaba era el callejear por barrios alejados que ya lindaban con los arenales de los alrededores de Madrid. Gustaba de entrar en las tabernas, y yo disfrutaba de lo lindo cuando mi padre pedía dos vasos de vino, el mío con gaseosa, y me hablaba de cosas serias, como si yo fuera un compañero suyo.
A veces, nos quedábamos a ver un partido de fútbol y se nos hacía tarde. Y madre nos regañaba, pues el arroz que comíamos todos los domingos se pasaba dentro del horno.
Madre casi nunca venía con nosotros, era poco andariega.
El caso es que, como dije, aquella tarde hacía calor y jugábamos a «saltar el burro».
La calle estaba llena de gente y de otras banderas que yo no recordaba. Pasaban grupos de voluntarios italianos que decían cosas a las muchachas que tomaban el sol recostadas contra las fachadas de las casas. También recuerdo a unos soldados moros que vendían relojes y garbanzos. Cuando se acercaban ofreciendo sus mercancías, o a meterse con las mujeres, suspendíamos nuestros juegos para mirarles, entre atemorizados y atraídos, pues tenían facha de fieros guerreros. Una mujer dijo que no nos acercáramos a ellos, que tendrían piojos. No vendieron nada y se alejaron entre las bromas de unas muchachas que se reían de de sus pantalones grandes, anchos como bragas de mujer.
Fue entonces cuando se acercó mi padre. Iba entre dos hombres bien vestidos. Tenía la cara seria y tranquila.
-Oye, me voy con estos señores. Díselo a mamá. Me llevan a Las Salesas, detenido.
Me miró largamente. Mis amigos se habían acercado. Las mujeres que tomaban el sol, quedaron en silencio.
Me acarició la cabeza de esa manera que tanto me gustaba. Sonreía.
-Cuando gusten.
Se fueron andando despacio, mi padre entre los dos hombres, seguidos por las miradas de las mujeres, las mías y las de mis amigos.
Una mujer dijo: ¡Maldita guerra!
Inesperadamente comencé a andar detrás del grupo. Al llegar a la esquina volví la cabeza para mirar a mi calle y a mi casa. Los chicos de nuevo habían comenzado a jugar a «dola». Las vecinas seguían cosiendo, seguramente hablando de mi pobre madre.
Doblé la esquina, lleno de tristeza. Había visto en el cine muchas historias de prisioneros de guerra, verdaderas aventuras de hombres duros a través de unas montañas o de una llanada sin límites. De grandes marchas a través de la lluvia y de la nieve en noches oscuras y terribles.
Pero hacía sol, y esto era todo. Mi padre caminaba por la calle como un hombre más, acaso más serio y silencioso, y yo iba tras él.
Bajamos por Trafalgar hasta Luchana. Esta calle era la linde de nuestras correrías habituales. Permanecía indeciso pensando en ello, mas de nuevo continué el camino por la acera de enfrente a la que llevaban a mi padre.
Vi que le metían en un caserón que estaba pegado a una iglesia con una escalinata muy grande. Junto al portón grande que tenía una puerta chica en una de sus hojas, dos guardias civiles permanecían apoyados en sus fusiles. En la puerta guardaba cola un grupo de gente silenciosa, y pude ver que, de rato en rato, una furgoneta cerrada llegaba llena de hombres con las manos esposadas.
Pregunté a una mujer que si aquello era Las Salesas, y me contestó que sí, y que a quién tenía dentro. La dije que acababan de meter a mi padre. La mujer añadió que sería bueno que lleváramos una manta y comida, pues allí dentro no les daban nada.
Ya oscurecía cuando regresé a casa. Volví siguiendo los carriles del tranvía. Madre ya lo sabía, se lo había dicho una vecina. Ni siquiera me regañó, aunque ya era tarde y no había merendado.
Pasaban los días, y madre lloraba por las noches. Por las mañanas llevaba el paquete con la comida de padre y luego se iba a trabajar. Fregaba las escaleras de una casa muy cercana a la nuestra, y yo no quería jugar en la calle, pues el ver a mi madre arrodillada fregando el portal me daba vergüenza y pena. Me hubiera gustado ser mayor, y le decía que cuando lo fuera, ella no tendría necesidad de fregar suelos. Sonreía, y por las noches, yo no podía ir al colegio, me tomaba la lección que me ponía por las mañanas.
Por las tardes trabajaba lavando ropa en casa de algún vecino de la calle. Mi hermana hacía la comida, y ya, como una mujer mayor, cuidaba de mí y hasta me regañaba.
Me dijo que nuestro padre estaba en la cárcel por «rojo». Yo le dije que si él era «rojo», yo también lo sería cuando mayor. Mi hermana se quedaba en casa casi todo el día, y, al atardecer, cuando yo iba a jugar y quedaba sola, cantaba por escuchar su voz y no sentir miedo de las habitaciones vacías. Si no tenía nada que hacer, salía al pasillo y se sentaba en la escalera, debajo de la bombilla, a esperar a madre, y a comerse un tarugo de pan y a leer una novela.
En la escalera no sentía miedo alguno, pues veía subir a los vecinos y escuchaba las voces de ellos.
Madre, cuando la encontró la primera vez y ella le dijo por qué lo hacía, la dio un moquete para luego en la cama llorar más que de costumbre. Por eso, aunque seguía sentándose en la escalera, en cuanto oía su voz dando las buenas noches a los porteros, escapaba a correr para casa y se sentaba en la cocina.
Yo, muchas veces, como me sabía el camino, andando por encima de los raíles del tranvía iba hasta Las Salesas. Miraba un rato a los guardias y a la gente, que, como todos los días, se arremolinaba junto a las puertas con sus paquetes debajo del brazo. Luego daba vuelta al edificio para irme a los jardines de atrás y allí jugar. Al principio no conocía a nadie y me entretenía viendo patinar a los chicos por la explanada de cemento. Cuando tuve amigos, algunas veces me dejaron patinar, aunque se reían de mis caídas. Pero no me importaba, me encontraba a gusto allí, a la sombra de la cárcel donde mi padre estaba. Miraba una a una todas las ventanas del edificio, preguntándome tras cuál de ellas se encontraría. Cuando el sol se ocultaba, volvía a mirar a la puerta por donde lo metieran, y regresaba al barrio andando de nuevo sobre los raíles.
Una de las tardes vi a mi padre. Salió por el portón entre dos guardias civiles. Le vi desde la acera de enfrente. Llevaba las manos esposadas, igual que cuando jugábamos a policías y ladrones. Una mujer y un hombre que iban para la Castellana se pararon a mirarle. Hablaban, yo les escuché por oír qué decían. Ella dijo: «¡Pobre hombre! Lo llevan a declarar».
La gente volvía sus cabezas o se detenía. Dije en alta voz que aquel hombre era mi padre y luego eché a correr. La gente me miró, pero no hice caso.
Me puse delante de ellos. Un guardia me apartó de un manotón.
-Fuera, chico. ¡Vete!
Padre me miró largamente y se le incendiaron los ojos.
-Hola, hijo.
El otro guardia, el más viejo, dijo a su compañero:
-Deja un poco, es su hijo.
Padre extendió las manos, las dos a un tiempo, y me revolvió el pelo. Chocaron los grilletes y luego brillaron un instante bajo el sol de la tarde.
-Adiós, hijo.
Entraron en otro edificio y desde la puerta se volvió para sonreír. Sentado junto a las verjas de la iglesia, en el encintado de la acera, veía patinar a mis amigos, pero no me acerqué a ellos.
Doblaban las campanas y las estuve escuchando. Pensé que cuando le tomaran declaración, eso había dicho la mujer, podría volver a verle. Jugué al «palmo y dao» con unas piedras que encontré en la calzada. Y cuando, aburrido, me senté de nuevo, estuve contando tranvías.
Salió la luna y miré para su cara sucia. Conté, también, más de cien estrellas. Pero padre no salía. Me recosté en un tapial, el sereno preguntó qué hacía allí, y por qué no iba para casa. No le dije nada y me escondí detrás de un árbol.
Era ya oscuro del todo. De cuando en cuando pasaba algún coche con los focos encendidos. De nuevo el sereno me encontró y no sé por qué, pero salí corriendo.
Tenía hambre y un escalofrío culebreaba por mi espalda. Comencé a andar pegado a las fachadas de los edificios. Llevaba las manos metidas dentro de los bolsillos del pantalón.
El portal ya estaba cerrado. Madre y mi hermana aguardaban junto al quicio. Llegué hasta ellas, despacio, silenciosamente. No me disculpé, no dije nada. Madre me paró con una voz;
-¡Sinvergüenza!
No dije nada, dócilmente subí los escalones escuchando la regañina.
-Tu padre fuera y tú dándome disgustos -. Luego añadió con voz quebrada -: Anda, cena.
Mojé en el café una rebanada de pan untado de aceite. Mientras madre miraba el suelo, Luisa, mi hermana, miraba para el pan, con ojos de hambre. Era la escasez de la guerra, el hambre de la posguerra.
-¿Dónde has estado?
Tampoco contesté, pero no pude mirarle a la cara. Luego ya, cuando me encontré arrebujado en la cama, lloré un rato pensando en que no me había atrevido a contarles que había visto a mi padre esposado, conducido por la calle entre dos guardias civiles.
Y pensando en ello quedé dormido hasta las nueve del otro día...

Armando López Salinas