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lunes, 13 de febrero de 2017

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Nachman en las carreras

La gente llamaba Nachman a Nachman, como si fuera una fi­gura histórica. No recordaba a nadie que le hubiera llama­do por el nombre de pila, ni siquiera su madre. Tal vez al­gunos chicos en primaria, pero de eso hacía mucho tiempo. Ahora que era un profesor de matemáticas de cuarenta y ocho años, el apellido era conocido entre los matemáticos. «Nachman», decían, y eso era todo, como si darle un tratamiento lo empequeñeciera. Como nadie lo había llamado nunca por su nombre de pila, Nach­man tenía la sensación de que no había tenido niñez, y a veces creía que lo compensaba yendo a las carreras. Era una clase de juego, la única que conocía, siendo los caballos los que participaban.
Como matemático, Nachman tenía un sistema de apuestas, pe­ro le bastaba con creer que funcionaba. Nunca lo había probado científicamente. Confiaba en su poder. Hasta le asustaba un poco pensar que podía dar el nombre del caballo ganador casi cada vez. De vez en cuando, después de consultar el Daily Racing Form y las hojas de pronósticos, se sentía tentado de nombrar al ganador, aun­que solo fuera por curiosidad. Había tenido razón las veces sufi­cientes para creer que podía tenerla casi siempre. Pero no tenía in­tención de ir más allá y aplicar sus conocimientos.
Después de mirar los pronósticos Nachman siempre iba al cercado, donde exponían los caballos antes de la carrera, para estu­diarlos. A sus ojos no había nada más hermoso que un caballo de carreras. La línea del cuello y la grupa, los colores del pelo, la ele­gancia de los esbeltos tobillos, la luz que se reflejaba en los múscu­los cuando se movía o sencillamente la forma en que se movía. Esa colección de elementos vivos, esa vida singular y espléndida, era un caballo de carreras. Nachman conocía los nombres de cientos de ca­ballos y era capaz de recitar las estadísticas asociadas a sus carreras.
De una tarde en el hipódromo le gustaba todo, desde la expo­sición de los caballos hasta verlos dirigirse a la puerta y luego la ca­rrera en sí. Era un magnífico ritual que le producía una profunda satisfacción. Le encantaba la trompeta, la voz del presentador, el público sentado en las gradas, hasta las colas ante las ventanillas de las apuestas.
En cuanto al sistema de apuestas, había acudido a su mente un buen día. No se había propuesto inventarlo. Se presentó por sí so­lo. Eso no era nada extraordinario, pensó. Las ideas iban y venían. La mente funcionaba de forma independiente. La peculiaridad de la mente de Nachman era la capacidad para reconocer los proble­mas y el ataque sistemático a lo desconocido. Tanto si le gustaba como si no, su mente había inventado un sistema. Era cuestión de estadísticas, que obtenía del Racing Form y de las distintas hojas de pronósticos. Las estadísticas se basaban en diferentes clases de mediciones, pero Nachman no necesitaba un ordenador para cua­drar unas estadísticas con otras. Ni siquiera necesitaba un lápiz y un papel. Los ojos abarcaban las cifras, la mente ajustaba los pro­medios y ya tenía al ganador... casi siempre, si se molestaba en pensar en ello y hacer los cálculos.
Uno podría decir: «Nachman, si tienes un sistema y no lo utili­zas, estás apostando contra ti mismo», y él estaría de acuerdo. Pero entonces no habría placer, ni dramatismo ni emoción en la apuesta. Las carreras solo serían una forma de ganar dinero. A Nachman le traía sin cuidado el dinero. Con su sueldo de la universidad tenía más que suficiente. También cobraba cuando viajaba para dar con­ferencias. Al ser un hombre soltero que vivía solo, sin gustos caros, tenía suficiente dinero.
Iba a las carreras y, sin pensarlo, hacía sus apuestas como alguien sin un sistema, dándose a sí mismo la misma oportunidad de ganar que cualquiera. A veces ganaba, otras perdía. Así debía ser, pensaba, y animaba y gritaba con todos los demás, los asiduos. Le producía una profunda satisfacción sentirse como los demás, un asiduo, no un bicho raro o un monstruo mental que, gracias a su don mecánico para los números, era capaz de saber qué caballos iban a ganar antes de casi cada carrera.
También le daba satisfacción saludar a la gente que lo recono­cían como asiduo del hipódromo. Conocía unos pocos nombres, pero reconocía las caras y ellos reconocían la suya, y eso le hacía sentirse como en casa. Un negro llamado Horace a veces lo llama­ba: «Eh, Nachman, ¿qué tal todo?». O: «Eh, Nachman, qué corba­ta más moderna». Una vez Horace lo invitó a tomar algo entre ca­rrera y carrera. No tenían mucho de que hablar pero la compañía fue agradable. «Deja que pague yo la próxima», dijo Nachman. Se enteró de que Horace era diácono y que su iglesia estaba en Holly­wood. Invitó a Nachman a ir algún domingo y él respondió: «Me encantaría. Gracias». Poco después se separaron y se perdieron de vista en medio de la multitud.
Cuando empezaba una carrera, Nachman se emocionaba viendo salir los caballos por la puerta y correr a lo largo de la barandilla hasta la curva del fondo, y viéndolos doblar la curva en dirección a él, un frenesí de patas en movimiento, golpeando la pista con los cascos, y con los yoqueis inclinados sobre el cuello de los caballos, susurrándoles como amantes.
Como Nachman creía que podía saber qué caballo iba a ganar, la emoción disminuía un poco. Si le dijeras: «Podrías disfrutar de toda la emoción si no leyeras el Racing Form ni las hojas de pronós­ticos. Entonces no sabrías nada», él estaría de acuerdo. Hasta te confesaría que se sentía hipócrita, fingiendo no saber más que cualquiera. Pero le encantaban el Form y los pronósticos. La infor­mación, la inocente erudición, todo el concepto de esa literatura le parecía fascinante. Le intrigaba que pudieran publicar tantas esta­dísticas sobre caballos sin dar el nombre del caballo que segura­mente ganaría la carrera.
La gente creía que influían demasiados factores indetermina­bles en una carrera de caballos. Nachman era consciente de esa creencia y sabía que los filósofos escépticos, incluido el genio Hu­me, decían lo mismo que los que apostaban en las carreras. A pesar de las estadísticas, el futuro es un misterio. Ni siquiera puedes estar seguro de si saldrá el sol mañana. Él deseaba que fuera cierto. Pero estaba seguro de que era básicamente falso.
Era posible que un yóquey montara mal, un caballo enfermara o se amañara una carrera, pero era básicamente falso que no se pu­diera predecir el ganador la mayoría de las veces, si no todas. Nachman no era un hombre que diera la espalda a la verdad; solo jugaba a las carreras, apostando de forma intuitiva, eligiendo los caballos por su aspecto, la fama de los yoqueis, las probabilidades predomi­nantes y otras consideraciones, lo que llamaba «profundos impon­derables». Lo que come un caballo, por ejemplo, puede afectar su actuación, ¿y quién sabe si un caballo puede deprimirse? En pocas palabras, lo desconocido le inspiraba respeto. Pero había nacido con una mente con gran potencial para saber la verdad. La verdad era que muchas de las carreras habían terminado antes de que empezaran.
En la carrera de ese día, un caballo llamado Frenchy ocupaba el número veinte en la lista. Unas probabilidades tan pesimistas eran vergonzosas. ¿Por qué participaba siquiera?
Como siempre, consultó el Racing Form y las hojas de pronósticos, y fue a estudiar los magníficos caballos, sobre todo a Frenchy. Tenía un color caoba con un fuerte tono rojo. Era grande, de pecho profundo y patas largas. Tenía un vigor y una vitalidad excepciona­les en los músculos de los flancos y el lomo. Si pegabas la oreja a él, pensó Nachman, oirías un zumbido. Qué lástima que un caballo tan magnífico fuera perdedor. Aun mientras pensaba en ello, su sis­tema introdujo en su mente información extraña. Frenchy iba a ga­nar. Él no había querido saberlo, pero le gustara o no, su sistema le dijo que Frenchy iba a ganar, aunque fuera estadísticamente impo­sible. Conocía el caballo. Frenchy había registrado una velocidad récord durante los entrenamientos, pero tras unas pocas victorias iniciales había pasado a ser el cuarto o el quinto, dejando de tener valor. Había perdido las esperanzas de ganar. Eso le ocurría a un caballo como le ocurría a una persona, creía Nachman. Había ma­temáticos con talento que nunca lograban lo que se esperaba de ellos. Las grandes expectativas, no los problemas matemáticos, lle­vaban a la impotencia mental. Frenchy era como ellos. Sabía que se esperaba de él que saliera ganador, de modo que no podía ganar. Frenchy era peor que un perdedor.
Pero tal vez había cambiado algo. Tal vez era el nuevo yóquey, un mexicano llamado Carlos Aroyo que los dueños habían traído a Estados Unidos para montar a Frenchy. Aroyo tenía fama de en­tender los problemas de los caballos. Sabía cómo hablarles. Había ganado muchas carreras. Era un gran yóquey y podías apostar por él, si no por el caballo, pero no veinte contra uno. El sistema de Nachman no podía manejar misterios psicológicos. Los proble­mas, sí. Pero los misterios eran otra cosa.
Nachman debía de haber cometido un error en sus cálculos. O había factores sutiles, implícitos en su sistema, que no había sa­bido ver. Un error honesto. Pero tal vez había algo más en juego. Nachman quería que Frenchy ganara porque era un caballo her­moso. La belleza de Frenchy y el anhelo de Nachman habían entra­do en los cálculos, y habían resultado en una afirmación sentimen­tal. Deshonesta pero no deplorable. Simplemente humana.
Algunos de los mejores matemáticos habían creído poder reve­lar los secretos de Dios, solo porque sus pruebas eran hermosas. A Nachman le conmovía su entusiasmo visionario, pero él no era místico. Las cifras de Frenchy estaban sencillamente equivocadas. La belleza era irrelevante, como lo eran sus anhelos. Su sistema se había excedido. Quería averiguar la razón, pero ese no era el mo­mento. Solo faltaban unos minutos para la carrera.
Se unió a la cola de la ventanilla de las apuestas con un billete de veinte dólares en la mano, resuelto a apostar por un caballo lla­mado Night Flower, no por Frenchy. Frente a él estaba Horace y una niña de unos nueve años. Tenía el tono de la piel, los ojos y la boca de Horace. Saltaba a la vista que era su hija. Vio a Nachman sonreírle y dijo:
-Mi mamá está en el hospital. Por eso no estoy en el colegio.
Horace se volvió.
-¿Qué tal estás, Nachman?
-Bien. Siento lo de tu mujer, Horace.
-Todo va bien. No le hagas caso.
-No me deja ir al colegio porque le da miedo quedarse solo -dijo la niña.
-Cállate, Camille -dijo Horace-. Y átate los cordones. -Luego miró a Nachman a los ojos y añadió-: Si me quedo en ca­sa me volveré loco.
-No tienes que darme explicaciones. No es asunto mío.
-Hemos ido al hospital esta mañana.
La cola avanzó. Horace se volvió hacia la ventanilla y dijo:
-Cincuenta dólares por Lady's Man.
-No, cincuenta por Frenchy -dijo Nachman impulsivamente.
Horace retiró el dinero como si se hubiera quemado la mano.
El agente de apuestas preguntó:
-¿Por cuál va a ser?
-Un momento, por favor -dijo Horace, luego se volvió hacia Nachman-. Frenchy está a veinte contra uno. ¿Sabes algo que yo no sepa?
-Frenchy -respondió Nachman.
Su voz sonó con autoridad, como si supiera de qué hablaba. En realidad nunca había estado menos seguro de sí mismo, pero que­ría dar algo a Horace y Frenchy era todo lo que tenía.
Horace se volvió y deslizó el dinero sobre el mostrador. Nach­man también apostó, y se reunió con Horace y su hija. Bajaron las gradas y se abrieron paso hasta el cercado. Horace no miró a Nachman.
-Si no ganas, te daré cincuenta dólares -dijo Nachman, arrepentido y nervioso.
Fue peor cuando Horace replicó:
-Yo he hecho la apuesta. Si pierdo, pierdo. Solo hoy, Nachman. Solo hoy.
-¿Qué?
-No lo habría hecho otro día.
-Has hecho lo que debías -dijo Nachman incapaz de callar, tirándose un farol-. Cuando Frenchy llegue a la meta habrás ganado mil dólares.
-No necesito mil dólares.
-¿Qué necesitas?
Horace no respondió, lo que empeoró aún más las cosas. Al pa­recer la carrera significaba mucho para él. Cuando empezó, Nach­man tuvo que obligarse a mirar.
El grupo se apelotonó al salir de la puerta y avanzó en bloque hasta que Night Flower tomó la delantera. Nachman no veía a Frenchy, pero oyó decir al presentador que corría el quinto. No apartó la vista de los caballos. Le pareció que Horace lo miraba de reojo. Luego el presentador dijo que Frenchy estaba tomando po­siciones, que corría el cuarto, el tercero. Camille empezó a gritar cuando los caballos llegaron a la recta final.
-Frenchy, Frenchy.
Horace apoyó los puños en la barandilla y la golpeó lenta y metódicamente. Nachman lo miró, esperando establecer algún con­tacto, anticipando su decepción y hasta su cólera. Frenchy no po­día ganar. Al menos parecía que lo estaba haciendo mejor que nunca, pensó Nachman. La cara de Horace no revelaba nada, pero vio la horrible intensidad de sus puños. En la recta final Frenchy se puso a la cabeza y ganó por tres cuerpos.
-Gracias a Dios -dijo Nachman.
Horace sonreía negando con la cabeza.
-No me lo creo.
-Créelo. Frenchy podría haber ganado por más -dijo Nachman con tono experto.
-Ha ganado con suficiente margen.
Horace cogió a Camille de la mano y fueron a recoger sus ganancias. Se volvió y asintió, dando las gracias a Nachman con la mirada.
Nachman se dirigió a la salida. Había apostado intuitivamente por Night Flower y el caballo había quedado el último. Mientras en­traba en el amplio aparcamiento se detuvo a encender un cigarrillo para calmarse. Pasaba gente sin parar por ambos lados. Luego oyó que alguien lo llamaba y vio a Horace acercarse con Camille.
-Creo que no te he dado las gracias -dijo.
-No es necesario. Me alegro de haber ayudado.
-¿Cómo has sabido que iba a ganar?
-Un presentimiento.
-No me vengas con chorradas, Nachman. Sabías algo, ¿verdad?
-He tenido un fuerte presentimiento.
-Has tenido un fuerte presentimiento.
-Sí.
-Tal vez hayas tenido un fuerte presentimiento, pero creo que no era sobre el caballo sino sobre mí. Yo necesitaba una señal y tú me la has dado. Tal vez el Señor te ha enviado y tú ni siquiera lo sa­bías, pero agradezco lo que has hecho y te doy las gracias.
-Todo va a salir bien -dijo Nachman, abrumado por el afecto y la compasión. Quería abrazar a Horace, pero apenas lo cono­cía. Además, el afecto que sentía era sobre todo hacia sí mismo. Volvió a decir-: Todo va a salir bien.
-Lo sé.
Se estrecharon la mano y se despidieron. Nachman se alejó con aire resuelto como un soldado. Se podría decir que marchó eufóri­co por un largo pasillo de coches, lleno de demasiados sentimien­tos para pensar con claridad. Había desconfiado de su sistema pero había funcionado, lo que era maravilloso, si bien algo inquietante. Tal vez era mejor matemático de lo que se pensaba. Cuando llegara a casa cogería un lápiz y un papel, y trataría de averiguar qué había ocurrido. No. Era mejor dejado estar. De pronto se dio cuenta de que caminaba sin rumbo ni fin determinado. No recor­daba dónde había aparcado. Había cientos de coches. Se sintió confuso e impotente como un niño perdido, pero no menos feliz. Tarde o temprano aparecería el coche. La sensación de estar perdi­do no era tan desagradable. 

Leonard Michaels