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martes, 14 de marzo de 2017

Logroño




El Paraíso nuevamente hallado

(DE WILLIAM BLAKE)

Aberdeen, 5 de setiembre.

Entre los manuscritos inéditos de la colección Eve­rett hay uno que, a pesar de su brevedad, es de los más importantes, según me lo confirmó un scholar de Cam­bridge: es de William Blake, el visionario poeta, autor de El Matrimonio del Cielo y el Infierno.
Según parece, el fragmento que tengo ante mis ojos debió de ser el esbozo de un poema que hubiera tenido por título El Paraíso nuevamente hallado, título que recuerda al Paradise Regained, de John Milton, pero tanto el tono como el contenido son muy diversos.
Blake comienza diciendo que el Edén del que habla la Biblia no puede haber desaparecido de la faz de la tierra, parque Dios es por esencia creador, y, cierta­mente, no ha querido destruir una de sus obras maes­tras. Así pues, es necesario buscar ese Paraíso, cosa que ya intentaron muchos hombres durante los siglos de las luces, o sea, durante la Edad Media. El último navegante  que   se esforzó por hallar el Paraíso Terre­nal fue Cristóbal Colón, quien marchando hacia Occidente se proponía llegar al Oriente, lugar donde Dios habría preparado el jardín de delicias para su primer huésped. Pero, por desgracia, el místico genovés halló tierras que se interponían entre Europa y Asia, y que resultaron ser a la vez cebo y barrera. Con él concluyó la Edad Media y terminó la búsqueda del Edén.
Blake imagina ser él mismo el nuevo peregrino que pretende recorrer, afanosamente, el camino seguido por los dos exiliados: por nuestro primer padre y por nues­tra primera madre. Por espacio de largos años viaja por estepas y bosques, atraviesa cadenas de montañas y multitud de ríos, recorre valles fertilísimos y selvas te­rroríficas, marcha por las dunas del mar y los senderos herbáceos de los altiplanos. Encuentra llanuras verdes y jardines florecidos, bosques donde mora la alegría de los pájaros y frescos oasis de palmeras y fuentes, pero en ningún sitio halla al verdadero Paraíso Terrenal, por doquiera reinan el gemido del sufrimiento y las sombras de la muerte.
Una noche, cansado y afligido, se duerme el pere­grino sobre el musgo de una caverna. Tiene un sueño en el que se le aparece un gigante de cabello blanco, un gigante que lo mira con ojos fulgurantes e imperio­sos; el peregrino cree reconocer en él al Creador pin­tado por Miguel Ángel en la capilla Sixtina. El ancia­no habla así al desesperado viandante:
-En vano recorres la tierra buscando el lugar don­de estuvo el Jardín destinado a ser morada de Adán. Cómo premio a tu fe y tu constancia te revelaré la ver­dad, que fue adivinada únicamente por rarísimos santos. El Paraíso Terrenal es toda la tierra, nada más que la tierra con todas sus regiones, con sus alturas y sus aguas. Adán y Eva no fueron expulsados de un lugar cerrado, sino que fueron cegados. Las espadas de los querubines cambiaron la visión de sus ojos, los obnubi­laran y no reconocieron el asilo de las delicias y jamás lo volvieron a reconocer. Sus ojos ofuscados vieron malezas y espinas donde había flores esplendorosas, vieron piedras escabrosas donde había gemas refulgentes, zonas desiertas donde en realidad había  extensiones alfombradas de hierbas olorosas, lugares nebulosos donde brillaban cielos resplandecientes, horrendos abis­mos donde había valles bendecidos por la sonrisa del sol. El mundo ha quedado tal cual fue en su creación desde el primer día, pero los hombres, debido a la al­teración de su mirada, ven en el Paraíso, ya un doloro­so Purgatorio, ya un horrendo Infierno.
"Y también su facultad auditiva fue alterada por el fragor de las espadas, y dejaron de comprender el len­guaje de los animales y los armoniosos mensajes de las plantas. Si el hombre pudiera recuperar la limpidez de sus pupilas obcecadas y la virtud perfecta de sus oídos, entonces todo se le aparecería como es en la realidad, como se le apareció el primer día, antes del pecado.
El anciano extendió su diestra y tomó los ojos del durmiente, luego sopló con su boca en sus oídos. Al percibir aquella sensación el peregrino se despertó so­bresaltado, sacudido por un gozoso terror, y salió de la caverna. Ya amanecía, y Blake comprobó que el Señor no le había engañado: lo que en la tarde anterior le había parecido una tierra pedregosa y estéril, la veía ahora como una multicolor fiesta de hierbas y flores, de arbustos cargados con bayas maduras, por doquier veía ovejas pastando. Extasiado de estupor, comprendió de golpe los razonamientos que se decían gorjeando los mirlos y las alondras, alegrándose con él por la recuperada felicidad.
"Y yo -concluye diciendo Blake-, después de agradecer al Señor con un canto nuevo, regresé a mi ciudad, a mi pobre casita, y me di cuenta de que hasta mi reducida huerta de Londres era un rincón, hasta entonces ignorado, del Edén omnipotente y eterno."

Giovanni Papini