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viernes, 21 de abril de 2017

Carlos III. Majestad y Ornato




Biografía anónima

A veces pensamos en las explosiones nucleares o en este planeta gas­tado que cuelga en el aire negro porque Dios es grande, y un estremeci­miento nos recorre enteros y nos dan ganas de ponernos a gritar, pero en seguida nos olvidamos y empezamos a imaginar otra vez todo lo que se­ríamos capaces de hacer si un día recibiéramos una carta de California, la­cónica, informándonos que un pariente desconocido nos acaba de legar un millón de dólares. En invierno esperamos el verano con impaciencia, pe­ro cuando estamos bajo el sol de enero, dorándonos, lentos, sin hacer na­da, empezamos a sentir que la mente gira alrededor de un agujero retrác­til, un maelstrom diminuto que tira hacia abajo o hacia adentro, en espiral, implacable. Después vienen los días iguales: trabajo, la escuela para los chicos, la posibilidad de un ascenso o un cambio súbito de direc­ción para nuestra vida, que discutimos cuidadosos con nuestras esposas en la cama, antes de dormir, o bien otro domicilio, un recuerdo, alguna fiesta en la que las primeras copas nos excitan un poco hasta el punto de hacernos decir locuras que nos envanecen un poco porque los demás las encuentran divertidas. Nuestro cuerpo cambia; si nos damos un baño a la mañana no pasa nada, porque hay que salir en seguida para la oficina y además estamos todavía un poco dormidos, pero a veces, de tarde, des­pués de habernos tirado un rato a la vuelta del trabajo porque esa noche iremos con nuestra mujer al cine o a cenar a la casa de unos amigos, nos quedamos un rato bajo el agua tibia y después miramos con atención nues­tro cuerpo desnudo en el espejo del baño o del ropero, en el dormitorio, mientras nos secamos. Con todo, nos mantenemos bastante bien. Un día que hubo revolución decidimos no trabajar y seguimos los acontecimien­tos con una radio a transistores, discutiéndolos. Nos acordamos muy bien de que nos acaloramos, sobre todo contra un tipo nuevo, joven, que no nos gustaba mucho porque tenía los dientes amarillos, medio carcomidos, y que un día, de golpe y porrazo, desapareció sin siquiera dar el preaviso o despedirse de sus compañeros. Ya ni nos acordamos de cómo se llama­ba. Si todo sale bien, el año que viene iremos al Brasil o a Punta del Es­te, en Uruguay. Cuando estamos melancólicos sacamos el auto y nos va­mos a dar unas vueltas por la ciudad, solos; si podemos, nos gusta incluso pasar el control caminero para internarnos en el campo, y una vez llega­mos hasta Esperanza. Era una noche de verano y la gente tomaba cerveza sentada en la vereda, en los bares desplegados alrededor de la plaza. A la vuelta, vimos cómo la luna blanqueaba el interminable trigo inmóvil, que parecía metálico. Dormimos muy bien y no soñamos nunca. En otros tiempos, antes de casarnos, nos sabían dar ataques de insomnio y veíamos los listones verdes y colorados de un letrero luminoso colarse a través de las hendijas de la celosía, intermitentes, y proyectarse en la pared blanca del dormitorio. Más problemas de salud, gracias a Dios, no hemos tenido nunca, ya sea porque no fumamos o ya sea por pura casualidad, y venimos manteniéndonos a salvo de esas cosas terribles que siempre les pasan a los otros. Cuando nuestra esposa queda embarazada nos entretenemos, el último mes, en poner el oído sobre su vientre y oír lo que se mueve adentro, el rumor de la criatura que empieza a preparar su desprendimiento y su caída hacia el interior de esta maravilla múltiple que es el mundo. Instintivamente, cerramos los ojos, palpitantes, aterrados, porque nos parece que de un momento a otro podremos oír, nítido, el estruendo de ese choque formidable.

Juan José Saer