A veces pensamos en las
explosiones nucleares o en este planeta gastado que cuelga en el aire negro
porque Dios es grande, y un estremecimiento nos recorre enteros y nos dan
ganas de ponernos a gritar, pero en seguida nos olvidamos y empezamos a
imaginar otra vez todo lo que seríamos capaces de hacer si un día recibiéramos
una carta de California, lacónica, informándonos que un pariente desconocido
nos acaba de legar un millón de dólares. En invierno esperamos el verano con
impaciencia, pero cuando estamos bajo el sol de enero, dorándonos, lentos, sin
hacer nada, empezamos a sentir que la mente gira alrededor de un agujero
retráctil, un maelstrom diminuto que tira hacia abajo o hacia adentro, en
espiral, implacable. Después vienen los días iguales: trabajo, la escuela para
los chicos, la posibilidad de un ascenso o un cambio súbito de dirección para
nuestra vida, que discutimos cuidadosos con nuestras esposas en la cama, antes
de dormir, o bien otro domicilio, un recuerdo, alguna fiesta en la que las
primeras copas nos excitan un poco hasta el punto de hacernos decir locuras
que nos envanecen un poco porque los demás las encuentran divertidas. Nuestro
cuerpo cambia; si nos damos un baño a la mañana no pasa nada, porque hay que
salir en seguida para la oficina y además estamos todavía un poco dormidos,
pero a veces, de tarde, después de habernos tirado un rato a la vuelta del
trabajo porque esa noche iremos con nuestra mujer al cine o a cenar a la casa
de unos amigos, nos quedamos un rato bajo el agua tibia y después miramos con
atención nuestro cuerpo desnudo en el espejo del baño o del ropero, en el dormitorio,
mientras nos secamos. Con todo, nos mantenemos bastante bien. Un día que hubo
revolución decidimos no trabajar y seguimos los acontecimientos con una radio
a transistores, discutiéndolos. Nos acordamos muy bien de que nos acaloramos,
sobre todo contra un tipo nuevo, joven, que no nos gustaba mucho porque tenía
los dientes amarillos, medio carcomidos, y que un día, de golpe y porrazo,
desapareció sin siquiera dar el preaviso o despedirse de sus compañeros. Ya ni
nos acordamos de cómo se llamaba. Si todo sale bien, el año que viene iremos
al Brasil o a Punta del Este, en Uruguay. Cuando estamos melancólicos sacamos
el auto y nos vamos a dar unas vueltas por la ciudad, solos; si podemos, nos
gusta incluso pasar el control caminero para internarnos en el campo, y una vez
llegamos hasta Esperanza. Era una noche de verano y la gente tomaba cerveza
sentada en la vereda, en los bares desplegados alrededor de la plaza. A la
vuelta, vimos cómo la luna blanqueaba el interminable trigo inmóvil, que
parecía metálico. Dormimos muy bien y no soñamos nunca. En otros tiempos, antes
de casarnos, nos sabían dar ataques de insomnio y veíamos los listones verdes y colorados de un letrero luminoso
colarse a través de las hendijas
de la celosía, intermitentes, y proyectarse en la pared blanca del dormitorio. Más problemas de
salud, gracias a Dios, no hemos tenido nunca, ya sea porque no fumamos o ya sea
por pura casualidad, y venimos manteniéndonos a salvo de esas cosas terribles
que siempre les pasan a los otros. Cuando nuestra esposa queda embarazada nos
entretenemos, el último mes,
en poner el oído sobre su vientre y oír lo que se mueve adentro, el rumor de la
criatura que empieza a preparar su desprendimiento y su caída hacia el interior
de esta maravilla múltiple que es el mundo. Instintivamente, cerramos los ojos,
palpitantes, aterrados, porque nos parece que de un momento a otro podremos oír, nítido, el estruendo de
ese choque formidable.
Juan José Saer