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sábado, 29 de abril de 2017

Zurbarán




El país donde nunca se muere

Un día dijo un joven:
-A mí, esta historia de que todos deben morirse no me gusta nada. Quiero ir en busca del país donde nunca se muere.
Saluda al padre, a la madre, a los tíos y a los primos, y se va. Camina durante días, camina durante meses, y a todo el que encuentra le pre­gunta si sabe dónde está el lugar donde nunca se muere: pero nadie lo sabía. Un día se encontró con un viejo con una barba blanca hasta el pecho, que empujaba una carretilla llena de piedras. Le preguntó:
-¿Sabría decirme dónde queda el lugar donde nunca se muere?
-¿No quieres morir? Quédate conmigo. Hasta que yo termine de transportar con mi carretilla toda la montaña, piedra por piedra, no morirás.
-¿Y cuánto calcula que necesitará?
-Cien años necesitaré.
-¿Y después debo morir?                                                                    ­
-Pues claro.
-No, no es éste el lugar que busco: quiero ir a un lugar donde no se muera nunca.
Saluda al viejo y sigue adelante. Tras mucho caminar, llega a un bosque tan grande que parece no tener fin. Había un viejo o con la barba hasta el ombligo, que cortaba ramas con un honcejo.
-Discúlpeme -le dijo el joven-, ¿me podría decir dónde queda un lugar donde uno no muere nunca?
-Quédate conmigo -le dijo el viejo-. No morirás hasta que no haya podado todo el bosque con mi honcejo.
-¿Y cuánto tardará?
-Pues... como doscientos años.
-¿Y después tengo que morir igual?
-Seguro. ¿No te basta?
-No, no es éste el lugar que busco: busco un lugar donde uno no muera nunca.
Se despidieron y el joven siguió adelante. Meses después llegó a orillas del mar. Había un viejo con la barba hasta las rodillas, que miraba un pato que bebía agua del mar.
-Discúlpeme, ¿ sabe dónde queda un lugar donde uno no muere nunca?
-Si tienes miedo a morir, quédate conmigo. Mira: hasta que este pato no termine de secar el mar con el pico, no morirás.
-¿Y cuánto tiempo le llevará?
-A ojo de buen cubero, unos trescientos años.
-¿Y después tengo que morir?
-¿Y qué quieres? ¿Cuántos años quieres vivir?
-No. Éste tampoco es lugar para mí; debo ir allá donde nunca se muere.
Reanudó el viaje. Un atardecer, llegó a un magnífico palacio. Llamó a la puerta, y le abrió un viejo con la barba hasta los pies:
-¿Qué deseas, muchacho?
-Estoy buscando el lugar donde nunca se muere.
-Muy bien, has dado con él. El lugar donde nunca se muere es aquí. Mientras estés conmigo, estarás seguro de no morir.
-¡Al fin! ¡Di tantas vueltas! ¡Éste es justo el lugar que buscaba! ¿Pero a usted no le molesta que me quede?
-Al contrario, me alegra: así me haces compañía.
De modo que el joven se instaló en el palacio con el viejo, y hacía vida de señor. Pasaban los años sin que uno se diera cuenta: años, años y años. Un día el joven le dijo al viejo:
-La verdad es que estoy muy bien aquí con usted, pero me gustaría hacer una visita a mis parientes.
-¿Pero qué parientes quieres ir a visitar? A estas alturas ya estarán todos muertos.
-En fin, ¿qué quiere que le diga? Tengo ganas de ir a visitar mi aldea, y quién sabe si no me encontraré con los hijos de los hijos de mis parientes.
-Si de veras se te ha metido esa idea en la cabeza, te enseñaré lo que tienes que hacer. Ve a la cuadra, toma mi caballo blanco, que tiene la virtud de correr como el viento, pero ten presente que nunca debes ba­jarte de la silla, por ninguna razón, porque si no te mueres en el acto.
-No desmontaré, quédese tranquilo: ¡tengo mucho miedo a morir!
Fue a la cuadra, sacó el caballo blanco, lo montó y corrió como el viento. Pasó por el lugar donde había encontrado al viejo con el pato: donde estaba el mar ahora había una gran pradera. En una parte había una pila de huesos: eran los huesos del viejo. «Vaya, vaya», se dijo el joven, «hice bien en seguir adelante. ¡Si me hubiese quedado, ahora también estaría muerto!».
Siguió su camino. Donde estaba el gran bosque que el viejo tenía que dar con su honcejo, todo estaba desnudo y ralo: no se veía ni un árbol. «También aquí», pensó el joven, «me habría muerto hace tiempo.»
Pasó por el lugar donde estaba la gran montaña que un viejo tenía que deshacer piedra por piedra: ahora había una llanura plana como una mesa de billar.
-¡Con éste si que estaba bien muerto!.
Al fin llega a su aldea, pero está tan cambiada que no puede reconocerla. Busca su casa, pero no está ni siquiera la calle. Pregunta por los suyos, pero nadie había oído jamás su apellido. Se sintió mal. «Más vale que me vuelva en seguida», se dijo.
Hizo girar el caballo y emprendió el regreso. Aún no había hecho la mitad del camino cuando se encontró con un carretero que conducía un carro lleno de zapatos viejos, tirado por un buey.
-¡Por caridad, señor! -dijo el carretero-. Baje un momento y ayúdeme a poner esta rueda, que se me salió del eje.
-Tengo prisa, no puedo bajar de la silla -dijo el joven.
-Hágame el favor, mire que estoy solo y ya anochece...
El joven sintió piedad y desmontó. Aún tenía un pie en el estribo y otro en tierra, cuando el carretero le agarró un brazo y le dijo:
-¡Ah! ¡Al fin te atrapé! ¿Sabes quién soy? ¡Soy la Muerte! ¿Ves todos esos zapatos rotos que hay en el carro? Son los que me has hecho gastar para perseguirte. ¡Ahora has caído! ¡Todos deben terminar en mis manos, no hay escapatoria!
Y también al pobre joven le llegó la hora de morir.

Italo Calvino - Cuentos populares italianos