Blogs que sigo

viernes, 2 de junio de 2017

Tindaya, el monumento.




La montaña del alma

Lejana, solitaria, azulada y siempre fresca se eleva al final del pensamiento la Montaña del Alma. Guirnaldas de nubes suelen rodear sus faldas, pero nunca su cima, que se eleva victoriosa sobre las glo­rias y los despojos de este mundo.
Un ciervo avanza lentamente por entre los ene­bros. Va buscando golosamente la fruta de tang, y cuando la encuentra en lo más oscuro del bosque, comienza a saciarse silenciosa y escondidamente. Yo soy como este ciervo, que olvida todos sus temores y consagra toda su atención al dulce alimento secreto. Yo soy como este ciervo, que cuando encuentra el sabor delicioso de la fruta deseada, pierde el temor de morir y se hace uno con la montaña.
A medio camino de la cima, un porteador y un viejo borracho se han encontrado en el camino cuan­do uno subía y el otro bajaba, han intercambiado unas palabras intrascendentes del tipo de:
-Vaya, amigo, ¿subiendo a estas horas?
-¡Y tú bajando!
-En efecto. ¡Se baja, sí, se baja!
Y luego se han sentado a la vera del camino para comer bérberos salvajes, beber vino de arroz y cantarle canciones a la luna. Yo soy como esos dos viejos, como el porteador y como el borracho, que disfrutan del en­cuentro inesperado y luego quedan dormidos uno en brazos del otro, como si fueran amigos de siempre.
Solitaria, azulada y siempre remotamente inalcan­zable, se eleva en dirección a los cielos la Montaña del Alma.
Algunos dicen que cualquier montaña puede ser la Montaña del Alma. Otros aseguran que hay dos Montañas, una en cada lado de la tierra, y que una de las dos es falsa. También están los que pretenden que la Montaña del Alma no es más que un símbolo. Yo, que sufro la lluvia y la nieve, el ardor y la seque­dad de los caminos, me río de tanta palabrería.
Hay en la ladera de la montaña una cascada, y frente a la cascada hay un anciano poeta sentado. Está vestido con ricas ropas de seda estampadas de crisantemos, y tiene en su mano derecha un pincel recién mojado en tinta. En medio de sus muchas, muchísimas arrugas, sus ojos vivaces sonríen. Su vista está fija en un petirrojo que devora un gusano posado en la rama laqueada de un cerezo salvaje. Su lengua carmesí asoma fugazmente entre sus labios, como si la imagen del pájaro le trajera la sombra de un recuerdo voluptuoso.
Más arriba, por el mismo camino, se llega a un hombro de la montaña desde donde se puede con­templar un amplio panorama del valle. El lugar es tan elevado que las águilas de negras alas vuelan por debajo de la vista. Tres hombres están allí, sentados en cuclillas en medio de las altas hierbas, cada uno con una larga pértiga de bambú en cuyo extremo cuelga un farol apagado. No son más que humil­des cazadores de grillos, que esperan a la caída de la noche para tentar a sus presas, y mientras esperan, beben vino de arroz e intentan calentarse con una pequeña hoguera que no acaba de arder a causa de la humedad que lo impregna todo.
Quisiera decir que yo soy ese poeta, y también esos tres cazadores de grillos. Quisiera decir que soy todos porque soy la Montaña del Alma. Pero lo cierto es que no soy más que un hombre solo que vaga por los caminos en busca de su recuerdo más hermoso.
Distante y luminosa se eleva, en lo más alto de la cordillera del mundo, la Montaña del Alma. El pensa­miento de que la montaña existe nos tranquiliza y nos llena de amor. Un filósofo podría afirmar que, puesto que sentimos ese amor, la montaña ha de existir ne­cesariamente. Otro filósofo contrario replicaría que la montaña es una simple creación de nuestro amor de­seoso. Pero ¿de dónde viene ese amor? Yo me digo que todo nuestro amor proviene de la distante Montaña del Alma. ¿Cómo podría ser de otra manera? Lo cierto es que algunas veces los filósofos se enredan tanto en sus razonamientos que se olvidan de lo esencial.
Una montaña solo es azul desde lejos. Cuando uno se acerca a ella, el color azul desaparece. Del mismo modo, una montaña solo es una montaña cuando se la contempla desde lejos. Cuando uno está en la montaña, la montaña desaparece. Uno solo ve un abeto, un camino que se pierde entre los bambúes, un búfalo de agua con un niño montado en el lomo, un nido de cigüeñas, dos rojos caballos salvajes que pastan en un prado, una stupa de piedra rodeada de papeles de oración, un barranco en cuyo fondo se ve el esqueleto de un ciervo, un hormiguero, una cueva y muchas cosas así.
¿Será posible que yo esté ya en la Montaña del Alma, y no la vea precisamente por esa razón? ¿Será posible que nunca haya descendido a la llanura, que haya vivido siempre en la plenitud? ¿Será posible que sea feliz ahora mismo y no me dé cuenta?
Feliz e irradiante, pálida y rosa como el pétalo de un nenúfar, se eleva al final del mundo la Montaña del Alma. Los que han estado allí y han vuelto tienen siempre un brillo apacible en los ojos, y esa especie de frescura en el rostro de después de haber llorado. Los que no han oído nunca hablar de ella, es como si no hubieran nacido. No es posible estar vivo y no sentir la gravitación de la Montaña.
Solo los que obtienen la victoria sobre sí mismos logran llegar a la Montaña del Alma. ¿Quién tiene tanta fuerza? Para ganar esa batalla es necesario te­ner el chi de diez hombres. El ego es más poderoso que un tigre que ha probado la sangre humana y que desea volver a probarla una y otra vez. El ego es como un ejército de tigres que han probado la carne humana y que desean probarla una y otra vez hasta el fin de los tiempos. Contra tanta ira conteni­da, contra tanta ambición ciega, contra tanta locura despiadada, ¿qué fuerza puede oponerle el recuerdo vago de una montaña lejana?
Distante y remota se eleva en el centro del país del amor, la Montaña del Alma. Peregrinos del amor, sabed que lo que buscáis no es Shiraz, ni la Meca, ni Jerusalén, ni Kapilavastu, ni Bodgaya, ni Benarés, sino solamente la Montaña del Alma. Libertinos que os consagráis a los placeres del mundo flotante, sabed que lo que buscáis en el fondo de la copa y en el fondo del lecho es solamente la paz y la frescura del aire de la Montaña del Alma. Ascetas que renunciáis al mun­do, ambiciosos que buscáis el favor del emperador, adolescentes que tembláis bajo la sombra del ciruelo a la llegada de la primavera, navegantes temerarios que surcáis el mar en vuestros sampanes para realizar el comercio de la seda, sabed que lo que buscáis siempre sin saberlo es la Montaña del Alma.
Como todos los hombres, hemos llegado al mun­do en una época de oscuridad. Cuenta la leyenda que el primer hombre y la primera mujer nacieron en las laderas de la Montaña del Alma, y que los dio­ses que habitaban en la cima los llamaron para que se reunieran con ellos, pero que el primer hombre y la primera mujer prefirieron bajar al llano y poner­se a cultivar la tierra y a juntar piedras para hacer una pared de piedra. La Gran Muralla es el resto de esa gran pared. La Gran Llanura, lo que queda de aquel primer campo cultivado. Desde aquellos tiempos distantes, los dioses nos siguen llamando y nosotros seguimos obstinados en no escucharles. Ahora mismo están llamando también. También te están llamando a ti.
Ligera como un sueño, leve como un pensamiento de verano, se eleva en dirección a los cielos la Mon­taña del Alma.
-Oh, amigo de distantes países, tú que has re­corrido todos los caminos, dime si alguna vez has logrado contemplar, aunque sea en la distancia, el perfil de la Montaña del Alma.
-He cruzado todas las fronteras, he caminado hacia el amanecer y hacia el atardecer, hacia el norte y hacia el sur. He llegado al Gran Mar y he cruza­do el Gran Río y he atravesado la Gran Llanura, y nunca he logrado acercarme siquiera a la Montaña del Alma. Siempre que preguntaba, me decían que la había dejado atrás, o que estaba un poco más adelan­te en mi camino. Por las noches, encendía un fuego y contemplaba las estrellas.
He aquí lo que escribió un poeta del período de los Tres Reinos sobre la Montaña del Alma:

Ligera como un penacho de plumas,
pesada como una roca de azabache,
fugaz como la carpa de escamas nacaradas,
perfumada como una flor de ciruelo,
ilimitada como el espacio,
diminuta como un grano de arena de las orillas del
Gran Río Amarillo,
invisible como la luna al mediodía,
visible como la antorcha del sol al atardecer ­–
la Montaña del Alma.

Lejana, solitaria, azulada y siempre fresca; solita­ria, azulada y siempre remotamente inalcanzable; distante y luminosa; feliz e irradiante, pálida y rosa como el pétalo de un nenúfar; ligera como un sueño, leve como un pensamiento de verano, se eleva al final del pensamiento, en dirección a los cielos, en lo más alto de la cordillera del mundo, en el centro del País del Amor, la Montaña del Alma.

Andrés Ibáñez


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Divine Enfant