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domingo, 23 de julio de 2017

Giorgio de Chirico


Hombre blanco

Siempre traté de evitarlo. Su personalidad ácida suscitaba en mi piel una repelencia incontrolable. Para colmo, no sabía si él era licenciado en letras o en veterinaria. Pero yo estaba saliendo de un periodo de inactividad, de una sórdida decrepitud. Nos topamos en la niebla, como dos locomotoras ciegas. Además de proporcionar a las ciudades un acojinamiento comodísimo, la niebla impulsa a las creaturas humanas a entablar amistades muy íntimas. Nos abrazábamos por las razones más banales.
Una luz hospitalaria brillaba en nuestro encuentro inesperado. Nos lanzamos a la trattoria, como amantes ansiosos de estar juntos. No pude refrenar al dulce secreto que albergaba en el corazón. Entre las evaporaciones de un plato de fideos, le anuncié al "licenciado" mi próximo matrimonio. El cogió el mantel y, de un violento tirón, echó al suelo el frágil jardín de vasos y botellas.
-¡Yo también tengo una familia! -gritó-. Tengo todavía una familia.
Los lagrimones bajaban por sus mejillas y caían sobre la minestra. Mitigado el tumulto de los afectos, el "licenciado" prosiguió:
-Éramos veinticuatro hermanos. Vivíamos en el campo. Mi padre era un hombre muy virtuoso. Un día se le metió en la cabeza que debíamos vivir en la ciudad. ¡Resolución fatal! Cuando llegamos a la aduana, mi padre lanzó un grito de horror: había olvidado en el campo al más pequeño de nosotros. ¿Distracción? Si a usted se le ocurre pensar en algo así, le rompo el hocico. Mi padre nos había numerado uno tras otro. Pero una mudanza así, usted lo sabe, es causa de confusión y desorden. El instinto de propiedad era muy fuerte en mi padre. La pérdida de cualquier objeto lo afligía profundamente, con mayor razón la de una creatura nacida de su sangre. Una madre, lo que se dice una madre, nunca la tuvimos. Papá era egocéntrico, todo lo hacía él mismo. Puso un anuncio en los periódicos, ofreció una buena recompensa. ¡En vano! En cuanto a ir él mismo a buscar al niño, ni siquiera lo pensó. Mi padre era un padre modelo, un padre maternal, si me permite decirlo así, y no estoy dispuesto a cambiar las connotaciones, si alguien quisiera sostener lo contrario; pero, sobre todas las cosas, era un "hombre", un verdadero "carácter". Su lema era: "Ni un paso atrás", y sus actos lo justificaban. Al fallar aquella búsqueda, mi padre pensó en curar su pena. En esa ocasión, pude darme cuenta de su fuerza de ánimo. Estuvo sublime. Con estoicismo digno de un espartano, dos días después ya no pensaba para nada en el niño olvidado en el campo. Fue un cinco de mayo. ¡Ay de mí! En esa misma fecha, expiró napoleónicamente quien había sido el modelo de los padres y, a la vez, de las madres.
Desde ese día, el cinco de mayo es para nuestra familia una fecha fatal. Hace veintidós años -mientras los últimos bonapartistas iban a los Inválidos a honrar la tumba del emperador-, a nosotros, pobres huérfanos, nos tocó en suerte seguir los despojos mortales de quien murió en ese año. Nuestra tumba familiar se pobló de inquilinos horizontales. ¿No la conoce? ¡Qué lástima! Parece el monumento conmemorativo de una victoria. ¡Cuántos ataúdes he seguido! El del arquitecto, el del abogado, el del ingeniero...
-¿Todos ejercían profesiones liberales?
-¡Claro! Nuestro padre era sabio. Su sistema educativo le demostrará cuánto cuidado ponía en que cada uno de nosotros tuviera un porvenir brillante. Sistema muy original el de nuestro padre, que era un alma de Dios; un sistema del que se sentía orgulloso aquel buen hombre. Nuestro padre, aun habiendo evitado escrupulosamente que aprendiéramos a leer y a escribir, nos había provisto a todos, desde nuestra más tierna infancia, de títulos profesionales que son el distintivo de una situación decorosa. ¿Conoce usted un sistema mejor para "colocar" a un hombre? Por tal motivo antepongo siempre a mi nombre el título de "licenciado", que dignamente he llevado y llevaré hasta el último de mis días.
Se levantó.
-Hasta el último -repitió-. Hoy es cinco de mayo. Ha sonado mi hora. Hace un año acompañé al camposanto a mi hermano el arzobispo.
-¿Su padre era clerical?
-Usted no me ha entendido todavía. Mi hermano, el arzobispo, jamás entró en una iglesia; pero no puede haber una familia "completa" si no cuenta entre sus miembros a un representante del clero. En ella también estaba representado el ejército. Antes del ataúd del arzobispo, seguí el de mi hermano el general. Un funeral magnífico. La banda tocaba la marcha fúnebre de Chopin, los soldados portaban el fusil inclinado, y la yegua del general seguía la carroza bailando una polka. Me sentí el último sobreviviente de tanta lozanía humana, de tantos ciudadanos ejemplares, de tantos hombres ilustres... Pero usted me ha anunciado hace poco su próximo matrimonio y, por asociación de ideas, recuerdo ahora que en la casa de campo todavía me queda un hermano. ¡Pobrecito! Él se quedó sin título, sin profesión. ¿Qué habrá sido de él? Vamos. Antes de morir, quiero abrazar otra vez a quien un destino cruel alejó de mi afecto.
El licenciado analfabeto me empujó fuera de la trattoria, me hizo subir a un automóvil estacionado junto a la acera. El coche partió entre explosiones espantosas.
Corríamos a una velocidad récord. El torpedo del licenciado era pedomóvil. Los pies de mi compañero asomaban bajo las muelles y corrían velozmente en el camino. Tan ansioso estaba de reencontrar al último de sus veintitrés hermanos, que la aguja del taquímetro se había detenido en las 140. En cuanto a las espantosas explosiones que habían saludado nuestra partida, las había producido el licenciado con su trasero.
El camino era accidentado. Nuestros faros alumbraban ora un trecho llano, ora un coche estrellado, con cadáveres de turistas por todos lados. Parecía que nuestro viaje tendría que aplazarse, pero nada desanimaba al licenciado. Hacía saltar el coche con soberbios caderazos, y mientras sus ágiles plantas batían el aire como propelas de una hélice, el carro pedomóvil superaba todo obstáculo e iba a posarse blandamente más adelante.
Al término de una de estas trayectorias, que me pareció más larga que las precedentes, el coche se detuvo a orillas de un bosque. Los troncos de los árboles, deshabituados a ver hombres, nos miraban con asombro. Uno de ellos se armó de valor y, caminando con sus propias raíces, salió a nuestro encuentro, con una de sus ramas nos señaló una casa que contemplaba a la luna con sus ventanas vacías, y nos preguntó:
-¿Los señores desean visitar el Museo del Hombre Blanco?
En efecto, en la planta baja y tras el reflejo de una vidriera, un hombre blanco y completamente desnudo, esperaba los acontecimientos. Sin hacer caso de las palabras del custodio vegetal, el licenciado corrió hacia la casa lanzando un grito de madre carnívora. Yo también entré al museo de aquella obra maestra solitaria y, al quitarme el bombín delante de aquel modelo único de la estatuaria humana, tracé la curva del arcoiris.
La vida del hombre blanco estaba escrita en numerosos rollitos negros tirados en el pavimento. Dispersos en medio de éstos, encontré esos melancólicos detritus que, incluso el más racional de los desechos, deja tras de sí. Y si aquel hombre blanco seguía en pie a pesar de estar muerto, es porque nadie le había enseñado que, al morir, es preciso acostarse.
¿Qué consistencia podía tener aquel cuerpo que no había conocido, hecho ni dicho nada? Cuando el licenciado lo apretó contra su pecho para darle el abrazo fraternal, el hombre blanco se le deshizo entre los brazos y cayó a sus pies como un montoncito de talco.
Con el fin de honrar dignamente esta apoteosis, encendí un cigarrillo y arrojé el fósforo al suelo. La casa ardió como una antorcha. Nuevas vegetaciones brotaron en el llano adusto. Un rectángulo dorado se delineó entre el verdor de la hierba. Jovencitas y jovencitos vestidos de blanco jugaban graciosamente al tenis bajo un sol fulgurante.

Alberto Savinio