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martes, 8 de agosto de 2017

Archives des Yvelines

  

La hormiga argentina          (8)

«¡Ah, las hormigas!», pensaba yo ahora. «¡Pero qué hormigas? ¿Y qué mal nos hacen unas cuantas hormigas?»
Iría a decirle a mi mujer, tomándole un poco el pelo: «Qué les habrás visto a esas hormigas...». 
Preparaba mentalmente un discurso en este tono mientras cruzaba nuestro trozo de tierra con los brazos cargados de las cajas y latas que me habían dado los vecinos para que probara, elegidas, conforme a mis deseos, entre las que no contenían sustancias nocivas para el niño, que se metía todo en la boca. Pero cuando vi, fuera de la casa, con el niño al cuello, a mi mujer, los ojos vidriosos y las mejillas hundidas, y comprendí la batalla que había librado y su descubrimiento de la cantidad infinita de hormigas que nos rodeaban, y que se daba por vencida, se me pasaron las ganas de sonreír y de bromear.
-Al fin has vuelto... -me dijo, y su dulzura me impresionó aún más dolorosamente que el tono colérico que me esperaba-. Yo ya no sabía... si vieras... no sabía cómo...
-Está bien, ahora probemos con esto -le dije-, y con esto, y también con esto... -y disponía mis latas en una repisa que había delante de la casa, y empecé a explicarle en seguida cómo se usaban, muy deprisa, casi como si tuviera miedo de ver encenderse en sus ojos demasiadas esperanzas porque no quería ni ilusionarla ni desilusionarla. Ahora tenía otra idea en la cabeza: quería ir a ver en seguida a ese capitán Brauni.
-No te preocupes; vuelvo en seguida. -¿Te vas otra vez? ¿Adónde vas?
-A ver a otro vecino. Tiene un sistema. Voy a ver.
Y corrí hacia la alambrada cubierta de una enredadera espesa que limitaba a la derecha nuestro terreno. El sol estaba oculto por una nube. Me asomé por encima de la alambrada y vi la casita blanca rodeada de un jardín pequeño, ordenado, con caminitos de pedregullo gris que circundaban unos canteros redondos con un borde bajo de hierro forjado pintado de verde como en los jardines públicos, y en medio de cada cantero, un arbolito negro de mandarina o de limón.
Todo estaba silencioso, sombreado e inmóvil. Iba ya a alejarme indeciso cuando vi asomarse desde un seto bien podado una cabeza cubierta por un sombrero de playa de tela blanca, deformado, con el ala gacha terminada en un borde ondulado, sobre un par de gafas con montura de acero, una nariz cartilaginosa y más abajo una sonrisa cortante, relampagueante de dientes falsos, también de acero. Era un hombre flaco y seco, con jersey, los pantalones sujetos en los tobillos por anillas de las que se llevan para ir en bicicleta, y calzado con sandalias. Se acercó a observar el tronco de uno de los mandarinos, silencioso y circunspecto, sin abandonar su sonrisa tensa. Asomado por encima de la enredadera, dije:
-Buenos días, capitán. -El hombre alzó la cabeza de repente; ya no sonreía, su mirada era fría-. Disculpe, usted es el capitán Brauni, ¿verdad? -le pregunté.
El hombre asintió:
-Yo soy el nuevo vecino, sabe, alquilo la casa de los Laureri... Venía a molestarlo un momento porque he oído hablar del sistema...
El capitán levantó un dedo, me hizo señas de que me acercara; saltando por un lugar donde la alambrada había cedido, pasé al otro lado. El capitán seguía con el dedo en alto y con la otra mano señalaba el punto que estaba observando. Vi que del árbol sobresalía un corto alambre perpendicular al tronco. El alambre sostenía en la punta un pedazo -así me pareció- de espina de pescado y en la mitad se doblaba en ángulo agudo hacia abajo. 

Italo Calvino