«¡Ah, las hormigas!», pensaba yo
ahora. «¡Pero qué hormigas? ¿Y qué mal nos hacen unas cuantas hormigas?»
Iría a decirle a mi mujer,
tomándole un poco el pelo: «Qué les habrás visto a esas hormigas...».
Preparaba mentalmente un discurso
en este tono mientras cruzaba nuestro trozo de tierra con los brazos cargados
de las cajas y latas que me habían dado los vecinos para que probara, elegidas,
conforme a mis deseos, entre las que no contenían sustancias nocivas para el
niño, que se metía todo en la boca. Pero cuando vi, fuera de la casa, con el
niño al cuello, a mi mujer, los ojos vidriosos y las mejillas hundidas, y
comprendí la batalla que había librado y su descubrimiento de la cantidad
infinita de hormigas que nos rodeaban, y que se daba por vencida, se me pasaron
las ganas de sonreír y de bromear.
-Al fin has vuelto... -me dijo, y
su dulzura me impresionó aún más dolorosamente que el tono colérico que me
esperaba-. Yo ya no sabía... si vieras... no sabía cómo...
-Está bien, ahora probemos con
esto -le dije-, y con esto, y también con esto... -y disponía mis latas en una
repisa que había delante de la casa, y empecé a explicarle en seguida cómo se
usaban, muy deprisa, casi como si tuviera miedo de ver encenderse en sus ojos
demasiadas esperanzas porque no quería ni ilusionarla ni desilusionarla. Ahora
tenía otra idea en la cabeza: quería ir a ver en seguida a ese capitán Brauni.
-No te preocupes; vuelvo en
seguida. -¿Te vas otra vez? ¿Adónde vas?
-A ver a otro vecino. Tiene un
sistema. Voy a ver.
Y corrí hacia la alambrada
cubierta de una enredadera espesa que limitaba a la derecha nuestro terreno. El
sol estaba oculto por una nube. Me asomé por encima de la alambrada y vi la
casita blanca rodeada de un jardín pequeño, ordenado, con caminitos de pedregullo
gris que circundaban unos canteros redondos con un borde bajo de hierro forjado
pintado de verde como en los jardines públicos, y en medio de cada cantero, un
arbolito negro de mandarina o de limón.
Todo estaba silencioso, sombreado
e inmóvil. Iba ya a alejarme indeciso cuando vi asomarse desde un seto bien
podado una cabeza cubierta por un sombrero de playa de tela blanca, deformado,
con el ala gacha terminada en un borde ondulado, sobre un par de gafas con
montura de acero, una nariz cartilaginosa y más abajo una sonrisa cortante,
relampagueante de dientes falsos, también de acero. Era un hombre flaco y seco,
con jersey, los pantalones sujetos en los tobillos por anillas de las que se
llevan para ir en bicicleta, y calzado con sandalias. Se acercó a observar el
tronco de uno de los mandarinos, silencioso y circunspecto, sin abandonar su
sonrisa tensa. Asomado por encima de la enredadera, dije:
-Buenos días, capitán. -El hombre
alzó la cabeza de repente; ya no sonreía, su mirada era fría-. Disculpe, usted
es el capitán Brauni, ¿verdad? -le pregunté.
El hombre asintió:
-Yo soy el nuevo vecino, sabe,
alquilo la casa de los Laureri... Venía a molestarlo un momento porque he oído
hablar del sistema...
El capitán levantó un dedo, me hizo señas de que me acercara; saltando
por un lugar donde la alambrada había cedido, pasé al otro lado. El capitán
seguía con el dedo en alto y con la otra mano señalaba el punto que estaba
observando. Vi que del árbol sobresalía un corto alambre perpendicular al
tronco. El alambre sostenía en la punta un pedazo -así me pareció- de espina de
pescado y en la mitad se doblaba en ángulo agudo hacia abajo.
Italo Calvino