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martes, 22 de agosto de 2017

Bellvitge 40


Carta de su padre       (2)

Eso es de lo que en realidad me acusas, a lo largo de sesenta páginas más o menos (he observado que la extensión de la carta varía un poco de una lengua a otra; por supuesto, ha sido traducido a todas, no sé, al hotentote y al islandés, al chino, aunque tú la escribiste para mí, en alemán). Te he sobrevivido, no durante siete años, viejo y enfermo, tras tu muerte, sino mientras eras joven y estabas vivo. Claro como la luz del día, según dos ejemplos que das de tu mie­do de mí, desde que eras un niño pequeño: no tenías miedo, tenías envidia. Al principio, cuando te llevaba a nadar y decías que te sentías una nulidad, insignifi­cante y débil junto a mi cuerpo desnudo grande, fuer­te en la cabina- de acuerdo, también dices que te sen­tías orgulloso de tal padre, un padre con un físico magnífico... ¿Y me permites que te recuerde que ese padre se tomaba la molestia y el tiempo, las pocas ho­ras que podía escapar del negocio, para tratar de ha­cer algo de ese nebich, desarrollar sus músculos, po­ner algo de carne sobre esos pobres huesecitos, para que creciera robusto? Pero aun antes de tu barmitz­vah, el orgullo normal que todo hijo siente de su pa­dre, en ti se convirtió en celos. No podías ser como yo, así que decidiste que no era lo bastante bueno para ti: basto, gritador, comía «como un cerdo» (esas fue­ron tus palabras exactamente), me cortaba las uñas en la mesa, me limpiaba las orejas con un mondadien­tes. Oh sí, ahora ya no me puedes ocultar nada, lo he leído todo; las miles y miles de palabras que has uti­lizado para avergonzar a tu propia familia, a tu pro­pio padre ante el mundo entero. Y con tu habilidad con las palabras, le das la vuelta a todo y demuestras, como un prestidigitador, que es amor, que el pedazo de papel sucio es una hermosa bandera de seda, que amabas a tu padre demasiado. Y entonces, ¿qué? Dí­melo tú. ¿No podías ser como él? ¿Tú querías ser como él? ¿El ghasa, el vociferador, el glotón? Sí, hijo mío, esos «detalles insignificantes» que anotas y pa­sas sobre ellos rápidamente, esos detalles hacen daño. Eternamente. Después de todo, te has hecho inmortal escribiendo, según insistes en que hiciste, sólo so­bre mí, «todo era sobre ti, padre»; cien años después de tu nacimiento, el judío checo, hijo de Hermann y de Julie Kafka, es considerado uno de los mejores es­critores que han existido. Tu obra será leída mientras haya gente para leerla. Eso es lo que dicen en todas partes, incluso los alemanes que quemaron a tu her­mana y a mis nietos en hornos crematorios. Algunos dicen que fuiste también una especie de profeta (Dios sabe en qué estarías pensando, encerrado en tu habi­tación mientras el resto de la familia jugaba una par­tida de cartas por las noches); después de tu muerte, algunos países construyeron campos donde se practi­caban las cosas que inventaste para aquella historia «En la Colonia penitenciaria» y desde entonces ha ha­bido países en diferentes partes del mundo donde la obra del demonio que te vino a la cabeza todavía se lleva a cabo -N o quiero pensar sobre eso.

No recibiste el don de traer algo de felicidad a este mundo con tu genio, hijo mío. Ni al hogar, tampoco. Bueno, teníamos que aceptar lo que Dios daba. ¿Te paraste alguna vez a pensar si no era un motivo de sufrimiento para mí -por una vez dejemos a un lado cómo te sentías tú, que tus dos hermanos, que podrían haber crecido para alegría de tu madre y mía, murie­ran bebés? Y tú sentado ahí a la mesa siempre con una cara pálida, desdichada y melancólica, sin ocurrír­sete qué decir, jugueteando desganadamente con la co­mida... No has olvidado que yo solía levantar el pe­riódico para no tener que ver eso. Tienes rencor. Se lo has dicho a todo el mundo. Pero no piensas en lo que había en el corazón de un padre. Desde el prin­cipio. Tuve que ocultarlo tras un periódico -cualquier cosa. Por tu bien.

Nadine Gordimer