Carta de su padre (2)
Eso es de lo que en realidad me acusas, a lo largo de
sesenta páginas más o menos (he observado que la extensión de la carta varía un
poco de una lengua a otra; por supuesto, ha sido traducido a todas, no sé, al
hotentote y al islandés, al chino, aunque tú la escribiste para mí, en
alemán). Te he sobrevivido, no durante siete años, viejo y enfermo, tras
tu muerte, sino mientras eras joven y estabas vivo. Claro como la luz del día,
según dos ejemplos que das de tu miedo de mí, desde que eras un niño pequeño:
no tenías miedo, tenías envidia. Al principio, cuando te llevaba a nadar y
decías que te sentías una nulidad, insignificante y débil junto a mi cuerpo
desnudo grande, fuerte en la cabina- de acuerdo, también dices que te sentías
orgulloso de tal padre, un padre con un físico magnífico... ¿Y me permites que
te recuerde que ese padre se tomaba la molestia y el tiempo, las pocas horas
que podía escapar del negocio, para tratar de hacer algo de ese nebich, desarrollar
sus músculos, poner algo de carne sobre esos pobres huesecitos, para que
creciera robusto? Pero aun antes de tu barmitzvah, el orgullo normal que todo
hijo siente de su padre, en ti se convirtió en celos. No podías ser como yo,
así que decidiste que no era lo bastante bueno para ti: basto, gritador, comía
«como un cerdo» (esas fueron tus palabras exactamente), me cortaba las uñas en
la mesa, me limpiaba las orejas con un mondadientes. Oh sí, ahora ya no me
puedes ocultar nada, lo he leído todo; las miles y miles de palabras que has
utilizado para avergonzar a tu propia familia, a tu propio padre ante el
mundo entero. Y con tu habilidad con las palabras, le das la vuelta a todo y
demuestras, como un prestidigitador, que es amor, que el pedazo de papel sucio
es una hermosa bandera de seda, que amabas a tu padre demasiado. Y
entonces, ¿qué? Dímelo tú. ¿No podías ser como él? ¿Tú querías ser como
él? ¿El ghasa, el
vociferador, el glotón? Sí, hijo mío, esos «detalles insignificantes» que
anotas y pasas sobre ellos rápidamente, esos detalles hacen daño. Eternamente.
Después de todo, te has hecho inmortal escribiendo, según insistes en que
hiciste, sólo sobre mí, «todo era sobre ti, padre»; cien años después de tu
nacimiento, el judío checo, hijo de Hermann y de Julie Kafka, es considerado
uno de los mejores escritores que han existido. Tu obra será leída mientras
haya gente para leerla. Eso es lo que dicen en todas partes, incluso los
alemanes que quemaron a tu hermana y a mis nietos en hornos crematorios.
Algunos dicen que fuiste también una especie de profeta (Dios sabe en qué estarías
pensando, encerrado en tu habitación mientras el resto de la familia jugaba
una partida de cartas por las noches); después de tu muerte, algunos países
construyeron campos donde se practicaban las cosas que inventaste para aquella
historia «En la Colonia
penitenciaria» y desde entonces ha habido países en diferentes partes del
mundo donde la obra del demonio que te vino a la cabeza todavía se lleva a cabo
-N o quiero pensar sobre eso.
No recibiste el don de traer algo de felicidad a este
mundo con tu genio, hijo mío. Ni al hogar, tampoco. Bueno, teníamos que aceptar
lo que Dios daba. ¿Te paraste alguna vez a pensar si no era un motivo de
sufrimiento para mí -por una vez dejemos a un lado cómo te sentías tú, que tus
dos hermanos, que podrían haber crecido para alegría de tu madre y mía, murieran
bebés? Y tú sentado ahí a la mesa siempre con una cara pálida, desdichada y
melancólica, sin ocurrírsete qué decir, jugueteando desganadamente con la comida...
No has olvidado que yo solía levantar el periódico para no tener que ver eso.
Tienes rencor. Se lo has dicho a todo el mundo. Pero no piensas en lo que había
en el corazón de un padre. Desde el principio. Tuve que ocultarlo tras un
periódico -cualquier cosa. Por tu bien.
Nadine Gordimer