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lunes, 7 de agosto de 2017

Catedral de León






La hormiga argentina      (7)

-¿Quiere el Profosfán? ¿Quiere el Mirminec? ¿O el Tiobroflit? ¿El Arsopán en polvo o mezclado? -Y se pasaban de mano en mano pulverizadores de émbolo, brochas, fuelles, levantaban nubes de polvos amarillentos y de gotitas minúsculas, y una mescolanza de olores de farmacia y de cooperativa agraria, siempre riendo a carcajadas.
-¿Y hay algo que realmente sirva? -pregunté.
Dejaron de reír.
-No, nada -contestaron. El señor Reginaudo me palmeó el hombro, la señora abrió las persianas y entró el sol. Después me hicieron visitar la casa.
El señor Reginaudo llevaba unos pantalones de pijama de rayas rosadas atado a la pequeña barriga obesa, una camiseta y el sombrero de paja en la cabeza calva. Ella usaba una bata desteñida que descubría de vez en cuando los tirantes de la combinación; el pelo que encuadraba la ancha cara roja era rubio, como estopa y mal rizado. Los dos eran ruidosos y expansivos; cada rincón de la casa tenía una historia, y me la contaban robándose las frases el uno al otro y haciendo gestos, lanzando exclamaciones, como si cada episodio fuera una comedia irresistible. En cierto sitio habían aplicado Arfanax al dos por mil y las hormigas se habían alejado durante dos días, pero al tercero volvieron, y entonces él había concentrado la solución al diez por mil, pero las hormigas en vez de pasar por allí daban la vuelta por la cornisa; en otro sitio habían aislado una esquina con polvos de Crisotán, pero el viento los barría y se necesitaban tres kilos por día; en un peldaño habían probado el Petrocid que al parecer las mataba de inmediato y en cambio sólo las dormía; en un rincón habían aplicado el Formikill y las hormigas seguían pasando, pero por la mañana habían encontrado un ratón envenenado, en un punto donde él haba aplicado el Zimofosf, líquido que constituía una barrera segura, su mujer había echado encima el Italmac en polvo que servía de antídoto y había anulado el efecto.
Nuestros vecinos usaban la casa y el jardín como un campo de batalla, y su pasión era trazar líneas más allá de las cuales las hormigas no debían pasar, y descubrir las nuevas vueltas que daban, y probar nuevas mescolanzas y nuevos polvos, cada uno vinculado en el recuerdo con episodios que ya habían sucedido, con combinaciones cómicas, de modo que les bastaba pronunciar un nombre: «¡Arsepit!» «¡Mirxidol!» para echarse a reír, lanzando guiños y frases alusivas. Parecería que hubieran renunciado a matar las hormigas -si alguna vez lo habían intentado-, dado que las tentativas eran inútiles: sólo trataban de cerrarles algunos pasos, de desviarlas, asustarlas o vigilarlas: lo que hacían era preparar cada día un nuevo laberinto, dibujado con sustancias diferentes, un juego en el que las hormigas eran un elemento necesario.
-Con estos bichos no hay nada que hacer, no hay nada que hacer -decían-, a menos de imitar al capitán...
»Eh, sí, nosotros gastamos mucho -decían- en estos insecticidas... El del capitán, claro, es un sistema más económico... 
»Naturalmente, no podemos decir que hayamos vencido a la hormiga argentina  
-dijeron-, pero ¡usted cree que el capitán  está en la buena vía? Tengo mis dudas... -Discúlpeme, pero ¿quién es el capitán? -pregunté.
-El capitán Brauni, ¡no lo conoce? ¡Ah, usted apenas ha llegado ayer! Es nuestro vecino de la derecha, allí, en esa casita blanca... Es un inventor... -y se echaron a reír-, ha inventado un sistema para exterminar la hormiga argentina... Qué digo,  muchos sistemas. Y los perfecciona continuamente. Vaya a verlo.
Rollizos y socarrones, en aquellos pocos metros cuadrados del pequeño jardín todo embadurnado de estrías y chorreaduras de líquidos oscuros, empolvado de harinas verdosas, atestado de pulverizadores, azufradores, recipientes de cemento donde se desleían preparados color índigo, y en los desordenados arriates algún rosal cubierto de insecticida desde la punta de las hojas hasta la raíz, los esposos Reginaudo alzaban los ojos al cielo límpido, satisfechos y divertidos. Hablando con ellos, como quiera que fuese, me había reanimado un poco: en el fondo, no es que las hormigas fueran algo divertido, como ellos daban a entender, pero tampoco eran una cosa tan grave como para desanimarse.  

Italo Calvino