La hormiga argentina (5)
Lo primero para mi mujer fue
ocuparse del niño: ver si aquellos bichos lo habían mordido (por suerte no
parecía), vestirlo, darle de comer, todo esto moviéndose en la casa invadida
de hormigas. Yo sabía el esfuerzo que
debía hacer para no lanzar un grito cada vez que veía, en las tazas que habían
quedado en el fregadero, por ejemplo, las hormigas alrededor del borde, y en el
babero del niño, y en la fruta. Pero no pudo por menos que gritar, al destapar
la leche:
-¡Está negra! -Había un velo de
hormigas ahogadas o nadando.
-Es sólo la superficie -dije-, se
quita con una cucharita. -Pero nos pareció que el sabor había quedado y no la
bebimos.
Yo seguía las filas de hormigas
por las paredes para ver de dónde venían. Mi mujer se peinaba y se vestía con
pequeños estallidos de cólera que reprimía en seguida.
-¡No podemos poner los muebles en
su sitio mientras no hayamos terminado con las hormigas! -decía.
-Calma. Ya verás que todo se
arregla. Ahora voy a ver al señor Reginaudo que tiene esos polvos y le pido un
poco. Lo ponemos en la boca del hormiguero, ya he visto donde está, y en
seguida acabamos con ellas. Pero esperemos hasta un poco más tarde porque a
esta hora en casa de la familia Reginaudo podríamos molestar.
Mi mujer se calmó un poco, pero
yo no: que había visto la boca del hormiguero se lo había dicho para
consolarla, pero cuanto más miraba más descubría las muchas direcciones en que
las hormigas iban y venían, y cómo nuestra casa, en apariencia lisa y homogénea
como un dado, era en cambio porosa y estaba toda surcada de fisuras y grietas.
Para darme ánimo me detuve en el
umbral a mirar las plantas que con el sol que en ese momento las bañaba y el
rastrojo que infestaba el terreno me pareció alegre, porque daba ganas de
ponerse a trabajar: limpiar todo de verdad, zapar y comenzar a sembrar y a
transplantar.
-Ven -dije a mi hijo-, que aquí
te vas a enmohecer -lo tomé en brazos y salí al «jardín», más aún, por el
placer de iniciar la costumbre de llamar así aquel trozo de tierra, dije a mi
mujer-: Salgo un momento con el niño al jardín -y me corregí-: A nuestro jardín
-que era más posesivo y familiar.
El niño estaba contento al sol, y
yo le decía: -Éste es un algarrobo, éste es un árbol de caquis -y lo levantaba
hasta las ramas-: Ahora papá te enseña a treparte.
Se echó a llorar.
-¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? -pero
vi las hormigas; el árbol gomoso estaba enteramente cubierto.
Aparte al niño en seguida.
-Uh, cuántas hormiguitas... -le
decía, pero estaba preocupado.
Italo Calvino